Sorprende la estúpida imprevisión de nuestros publicitados diligentes gobiernos. El Estado de este primer tercio del siglo XXI es un muy engrasado artefacto global, neocapitalista y preventivo. Acciones punitivas contra enemigos en barbecho, leyes restrictivas de libertades fundamentales para aislar a supuestos enemigos domésticos e injerencias humanitarias urbi et orbi jalonan su hoja de ruta. […]
Sorprende la estúpida imprevisión de nuestros publicitados diligentes gobiernos. El Estado de este primer tercio del siglo XXI es un muy engrasado artefacto global, neocapitalista y preventivo. Acciones punitivas contra enemigos en barbecho, leyes restrictivas de libertades fundamentales para aislar a supuestos enemigos domésticos e injerencias humanitarias urbi et orbi jalonan su hoja de ruta. Y sin embargo, en casa del herrero cuchillo de palo, como demuestran los sucesos que a golpe de cóctel molotov revientan las noches de muchas ciudades galas.
La nueva versión de la kale borroka que está teniendo lugar en las últimas semanas en Francia describe la falacia de una política preventiva basada en el autobombo y destapa la futilidad de unas normativas motivadas por la escenificación mediática. Ejecutivos y legislativos que son capaces de colocar una fuerza de intervención en los sitios más insospechados del mundo por intereses de alta geopolítica o cercenar derechos por razones de Estado, se muestran incapaces de prever motines que han crecido bajo sus propias narices.
Ahí no hay previsión, ni prospectiva, ni anticipación, ni perspectiva, sólo la política del estacazo que los Sarkozy de turno llaman de «firmeza y justicia», cuando en realidad detrás de esta kale borroka se ocultan miles de pequeñas y desgraciadas historias de frustración, explotación y desesperanza. Claro que entre los que atizan la revuelta y hacen pira de vehículos y mobiliario público hay auténticos gamberros, porque no se trata de una nueva toma de la Bastilla que insufle un cambio de época. Pero también hay agentes provocadores y mercenarios empotrados para hacer de esos ataques indiscriminados de odio social un avispero capitalizado por los adalides de la ley y el orden.
Poco importa que la falta de futuro que corroe a buena parte de esa lumpenjuventud, sin salida laboral o con empleos de subsistencia y sin los mínimos recursos para establecer un proyecto de vida, esté en la raíz del problema. Anden ellos caliente y zúrrense las gentes. La democracia metonímica de lo políticamente correcto hace que se truquen causas por efectos, porque prevenirlos significaría rectificar al alza la fórmula de asignación de recursos sociales sobre la que pivota la autista opulencia de una élite.
Mayo del 68 fue sobre todo el movimiento de contestación de una juventud, estudiantil y obrera, contra un sistema caciquil que era incapaz de escapar a la sofocante ritualización de un orden autoritario y paternalista. Pero en el nuevo ludismo que se intuye entre las ascuas de este otoño parisino de 2005 no anida únicamente una bronca refutación de la desigualdad de clases. La denuncia más estridente de esta kale borroka tiene que ver con resortes memos ideológicos y mucho más primarios. Estamos ante una pandemia protagonizada por los sin techo, los sin trabajo, los ciudadanos-patera que naufragan en la sociedad de la abundancia y responden paulovianamente mediante el único legado que le ha inculcado el sistema: la violencia.
Un violencia gregaria, pirómana y prefascista que expresa el fracaso de un modelo de convivencia centrado en el cuanto peor mejor, cuanto peor para los más mejor para los menos. Una violencia que nunca se podrá llamar impunemente gratuita sin antes no condenar la política irresponsable y suicida de una casta dirigente incapaz de comprender que la historia ni tropieza ni se detiene. Y que, por ejemplo, cuando se olvida el clamor de un referéndum para una Constitución en Europa que exigía que el hombre y no el mercado volviera a ser la medida de todas las cosas, se están creando las condiciones para mutaciones sociales.