El filósofo esloveno afirma que la ola de violencia que estalló en barrios populares y de migrantes en París y otras ciudades, surge en un contexto global en el que la libertad de decisión del sujeto es limitada y angustiante. Dice que el hombre no puede prever las consecuencias de sus actos en una democracia ilusoria que ofrece un falso poder de elección. A continuación, el extracto de un artículo publicado por la Revista de Cultura Ñ (Clarín, Buenos Aires, 12-11-05)
Lo que hay que resistir cuando se nos presentan crónicas e imágenes de autos que arden en los suburbios de París es la «tentación hermenéutica», la búsqueda de un significado o mensaje más profundo oculto en esos estallidos. Lo más difícil de aceptar es, precisamente, su extrema ausencia de sentido: más que una forma de protesta, constituyen un passage à l’acte que testimonia no sólo la impotencia de los perpetradores sino, sobre todo, la falta de lo que Frederic Jameson llamó «mapeo cognitivo», su incapacidad para inscribir la experiencia de su situación en un todo significativo. La verdadera pregunta, entonces, es: ¿cuáles son las raíces de esa desorientación?
A los teóricos sociales les gusta repetir que la sociedad actual es completamente «reflexiva»: no hay naturaleza ni tradición que proporcione una base firme en la que se pueda descansar; hasta nuestros impulsos más profundos (la orientación sexual) se viven cada vez más como algo que se elige. […] Sin embargo, la principal traba de la sociedad de riesgo reside en la brecha entre saber y decisión: nadie «sabe en verdad» qué hacer, la situación es por completo «indecidible», pero de todos modos hay que decidir. El problema, entonces, no es el de la elección compulsiva (tengo libertad de elección con la condición de que tome la decisión correcta), sino lo opuesto: la elección es libre, y por ese motivo se la experimenta como más frustrante
[…] Nos encontramos en el centro nervioso de la ideología liberal: la ideología dominante trata de vendernos la misma inseguridad que provocó el desmantelamiento del Estado benefactor como la oportunidad de nuevas libertades. ¿Hay que cambiar de trabajo todos los años y depender de contratos breves en lugar de contar con un puesto estable y a largo plazo? ¿Por qué no verlo como la liberación de las limitaciones de un empleo fijo, como la oportunidad de reinventarse una y otra vez, de tomar conciencia de las posibilidades ocultas de la propia personalidad y de concretarlas? ¿Ya no se puede depender del seguro médico y el plan de jubilación habituales y hay que optar por una cobertura adicional por la que hay que pagar? ¿Por qué no percibirlo como una oportunidad más de elegir: una vida mejor ahora o seguridad a largo plazo? Y si esta prédica genera angustia, el ideólogo posmoderno o de la «segunda modernidad» nos acusará de no ser capaces de asumir una completa libertad, de «huir de la libertad», o de aferrarnos de manera inmadura a viejas formas estables…
El programa televisivo más popular en Francia en el otoño de 2002, cuyo rating duplicaba el del famoso Gran Hermano, era C’est mon choix (Es mi elección). Los invitados al programa eran personas comunes que habían tomado una decisión peculiar que había determinado toda su vida: uno de ellos decidió que nunca usaría ropa interior, otro intentaba encontrar un compañero sexual más adecuado para sus padres. La extravagancia estaba permitida, incluso se la buscaba, pero con la explícita exclusión de las opciones que pudieran perturbar al público (por ejemplo, una persona cuya elección fuera ser y actuar como racista quedaba excluida a priori). ¿Es posible imaginar mejor predicamento de lo que la «libertad de elección» significa en nuestras sociedades liberales? Podemos seguir haciendo nuestras pequeñas elecciones, «reinventándonos», con la condición de que no perturben de forma grave el equilibrio social e ideológico.
[…] Ese es también el motivo por el que en la actualidad la «democracia» es una cuestión cada vez más falsa, un concepto tan desacreditado como consecuencia de su uso predominante que tal vez deberíamos correr el riesgo de abandonarlo al enemigo. ¿Dónde y cómo se toman las grandes decisiones relacionadas con los temas sociales globales? ¿Quiénes las toman? ¿Se toman en el espacio público, con la participación comprometida de la mayoría? Si la respuesta es sí, sólo tiene una importancia secundaria que el Estado tenga un sistema unipartidario, etcétera. Si la respuesta es no, tiene una importancia secundaria que tengamos una democracia parlamentaria y libertad individual de elección.
Etienne Balibar propuso la idea de la crueldad excesiva, no funcional, como característica de la vida contemporánea: una crueldad cuyas figuras van desde el racismo «fundamentalista» y/o las masacres religiosas hasta los estallidos de violencia «sin sentido» de adolescentes e indigentes en nuestras megalópolis, una violencia que no tiene motivos utilitarios ni ideológicos. No debe engañarnos lo que se dice sobre que los extranjeros nos roban el trabajo o sobre la amenaza que representan para nuestros valores occidentales: un análisis más minucioso pronto demuestra que todo eso que se dice proporciona una racionalización secundaria superficial. La respuesta que en última instancia nos da un skinhead es que golpear a los extranjeros lo hace sentirse bien, que su presencia le molesta.
¿En qué se relacionan esos estallidos con el hecho de que vivimos en una «sociedad de riesgo» de elecciones permanentes? En todo: esos estallidos de violencia «excesivos» e «inútiles», que sólo dan muestra de un odio puro y desnudo («no sublimado») por la otredad, son el anverso de nuestra vida cotidiana. En ningún plano resulta más evidente que en el destino de la interpretación psicoanalítica. En la actualidad, las configuraciones del inconsciente (desde los sueños hasta los síntomas histéricos) perdieron su inocencia y se encuentran reflexivizadas: las «asociaciones libres» de un típico analizado educado consisten en su mayor parte en intentos de brindar una explicación psicoanalítica a sus perturbaciones, de modo que muy bien podría decirse que no sólo tenemos interpretaciones jungeanas, kleinianas, lacanianas… de los síntomas, sino síntomas jungeanos, kleinianos, lacanianos…, vale decir, cuya realidad comprende una referencia implícita a alguna teoría psicoanalítica.
Lo que pasa en el tratamiento psicoanalítico es algo estrictamente homólogo a la reacción del skinhead neonazi que, presionado a dar razones de su violencia, de pronto empieza a hablar como los asistentes sociales, sociólogos y psicólogos sociales, y menciona la disminución de la movilidad social, la creciente inseguridad, la desintegración de la autoridad paterna, la falta de amor materno en su primera infancia: la unidad de la práctica y su inherente legitimación ideológica se desintegra en violencia descarnada y en su interpretación ineficaz e impotente. El resurgimiento de la violencia «irracional», impermeable e insensible a la interpretación reflexiva es el necesario anverso de la reflexibilidad universalizada que proclaman los teóricos de la sociedad de riesgo. Así, cuanto más proclama la teoría social el fin de la naturaleza y/o la tradición y el ascenso de la «sociedad de riesgo», más atraviesa nuestro discurso cotidiano la referencia implícita a la «naturaleza»: incluso cuando no hablamos del «fin de la historia», ¿no trasmitimos el mismo mensaje cuando afirmamos que estamos ingresando a una era pragmática «posideológica», que es otra forma de decir que estamos entrando a un orden pospolítico en el que los únicos conflictos legitimados son los conflictos étnicos/culturales?
Algo característico del discurso político y crítico actual es que el término «trabajador» desapareció de nuestro vocabulario y se lo sustituyó y/u obliteró por «inmigrantes/trabajadores inmigrantes: argelinos en Francia, turcos en Alemania, mexicanos en Estados Unidos». De esa manera, la problemática de clase de la explotación de los trabajadores se transformó en la problemática multiculturalista de la «intolerancia a la otredad», etcétera, y la excesiva inversión de los liberales multiculturalistas en la protección de los derechos étnicos de los inmigrantes sin duda extrae energías de la dimensión de clase «reprimida». Si bien la tesis del «fin de la historia» de Francis Fukuyama pronto cayó en desgracia, seguimos asumiendo en silencio que el orden global capitalista liberal-democrático es de alguna manera el régimen social «natural» que por fin descubrimos; seguimos pensando de forma implícita que los conflictos que tienen lugar en el Tercer Mundo son una subespecie de las catástrofes naturales, algo así como estallidos de pasiones violentas cuasi naturales o conflictos que se basan en la identificación fanática con las propias raíces étnicas. ¿Y qué es aquí «lo étnico» sino un nuevo término en clave para designar a la naturaleza?
Hay una anécdota sobre Picasso durante la Segunda Guerra Mundial: un oficial alemán visitó su estudio, vio «Guernica» y, asombrado ante la confusión modernista de la pintura, le preguntó: «¿Usted hizo eso?». Picasso le contestó con calma: «¡No, ustedes lo hicieron!». Hoy, y ante los estallidos de violencia en los suburbios de París, muchos liberales nos preguntan a nosotros, los pocos izquierdistas que seguimos confiando en una drástica transformación social: «¿No lo hicieron ustedes? ¿Esto es lo que quieren?». Y nosotros deberíamos contestar como Picasso: «¡No, ustedes lo hicieron! ¡Este es el verdadero resultado de su política!».
Nota de Correspondencia de Prensa: Slavoj Zizek, obtuvo el doctorado en Filosofía en la Universidad de Ljubljana (1985) y fue docente en la Universidad de París VIII y en las Universidades de Minnesota, Columbia y Michigan. Entre sus obras más importantes se encuentran: El sublime objeto de la ideología (1989; Porque no saben lo que hacen (1991); El frágil absoluto (2000), y A propósito de Lenin (2003).