Traducido del francés para Rebelión por S. Seguí
Tanto en Francia como en el extranjero se ha escrito mucho sobre los acontecimientos que los medios de comunicación han denominado la «insurrección de los suburbios» o la «guerrilla urbana», deformándolos parcial o completamente, y que se desarrollaron entre finales de octubre (a raíz de la muerte en condiciones poco claras de dos jóvenes perseguidos por la policía en Clichy-sous-Bois) y finales de noviembre (tras la decisión del Gobierno Chirac-Villepin-Sarkozy de prorrogar el estado de urgencia por tres meses). El ridículo se alcanzó cuando las embajadas de varios países extranjeros difundieron consignas de seguridad dirigidas a sus nacionales residentes en territorio francés. Francia no está en llamas. Los desordenes sólo tuvieron lugar en las ciudades satélite y los barrios suburbiales más pobres del país, donde habitan numerosas familias de las capas populares en grandes torres y masas de hormigón (y donde raramente se ven turistas u hombres de negocios). Los jóvenes que se rebelaron contra el orden establecido la emprendieron contra bienes materiales, incendiando coches (por millares), centros comerciales, comisarías de policía, bancos, etc. no contra las personas, con la excepción de las fuerzas del orden. Nuestra intención aquí no es justificar estos actos de violencia gratuita, sobre todo cuando se sabe que afectaron a bienes públicos (escuelas, transportes públicos, etc.), sino intentar comprender las razones de esta rebelión. Ya que, aún sin aceptar las formas que ha tomado, muchos Franceses comprenden esta explosión y, para decir todo, la esperaban como algo absolutamente ineludible. Sabemos todos que esta sociedad (capitalista) nuestra no ofrece nada a estos jóvenes: ni condiciones de alojamiento satisfactorias, ni una educación que les permita conseguir un empleo estable, ni esperanza de promoción social, ni reconocimiento, ni escucha. La relación más tangible de estos jóvenes con el Estado (capitalista) consiste en los controles policiales, a veces brutales, siempre intimidatorios y humillantes, basados en el aspecto.
Muchos observadores hicieron oír sus voces, con razón, contra la represión, pero lo hicieron limitándose en general a concentrar las críticas sobre el ministro de Interior, en campaña para las elecciones presidenciales de 2007. Es evidente que su dimisión, por sí sola, no resolvería los problemas de los suburbios. Las provocaciones de Sarkozy –que pretendía limpiar «con mangueras de agua a presión» las calles de la «inmundicia» que «las contamina»–, se consideraron como insultos –que es lo que son– por los habitantes de las ciudades satélite, y también como una manifestación de odio contra los pobres. Son las clases populares en su conjunto, todos los que sufren y resisten a la ofensiva destructiva del neoliberalismo, quienes se sintieron aludidos.
Ha habido gentes cuya lectura de estos motines se ha basado en criterios de raza y religión. Ello significa olvidar que esta rebelión plantea básicamente un problema de clase. Se trata de una rebelión de jóvenes de las clases bajas urbanas precarizadas, que están aprendiendo el significado de la lucha de clases a fuerza de golpes que les asestan los aparatos represivos de Estado: reinstauración de hecho de la doble pena (prisión + expulsión), justicia expeditiva, juicio en comparecencia inmediata la noche misma de su detención y condenas a penas desproporcionadas (un año de prisión por haber incendiado cubos de basura, expulsión de titulares de un permiso de residencia arrestados por la policía, etc.) La represión que se abatió sobre estos jóvenes es una represión de clase, dirigida contra los pobres, contra ese subproletariado de las ciudades satélite, sin distinción de orígenes. Que muchos de ellos sean de origen extranjero (norteafricanos y subsaharianos sobre todo) no impide ver que el punto en común de estos rebeldes, tanto si son franceses de origen como si son inmigrantes o extranjeros, es la pobreza. Y eso se traduce, geográficamente, en un urbanismo que los relega a estas zonas de exclusión.
Esta represión de clase, agravada por el odio de raza de unas élites francesas que, autistas y saciadas de dividendos, abruma hoy a los jóvenes de los suburbios se explica, entre otras cosas, por un hecho a menudo ocultado. Incluso en la confusión de los enfrentamientos, las luchas de estos jóvenes -que son también pueblo de Francia y en su gran mayoría «gente como todo el mundo»- son portadoras de una alternativa a la sociedad actual. Esta alternativa no ha sido teorizada, ni conceptualizada, ni siquiera a menudo aclarada, pero se practica y está en fase de aplicación en la dura realidad de las ciudades satélite, en el infierno de la vida cotidiana: fracaso escolar, discriminación, desempleo, edificios ruidosos y deteriorados, transportes públicos deficientes y demasiado costosos, escasez de infraestructuras sociales y culturales, etc. La alternativa de la que son portadores estos jóvenes de los barrios populares es la antítesis del proyecto antisocial de la burguesía francesa y las élites europeas, es la inversión simétrica del apartheid urbano-racial-social predicado por la extrema derecha de Le Pen, rencorosa, xenófoba y reaccionaria. Esta alternativa se sitúa exactamente en el punto opuesto del apartheid mundial querido, desde Estados Unidos, por Bush. La paradoja, y una parte de la dificultad para entender el sentido de estos motines, proviene de que estos jóvenes se hallan alienados y son totalmente permeables al modo de vida consumista estadounidense: prendas de vestir, comida, juegos, jergas, referencias culturales, etc., pero, debido a su antirracismo puesto en práctica en las ciudades satélite, rechazan la modalidad de existencia de Estados Unidos, es decir, la violencia de un sistema de segregación dentro del país y de guerra fuera de él. No se trata ya de la violencia de grupos de jóvenes que incendian coches, sino de la del primer Estado terrorista del mundo, en lucha contra los pobres. Aunque la mayoría de estos jóvenes amotinados no esté politizada, su acción es política.
La alternativa que se construye hoy, en primer lugar en estas ciudades suburbiales, y por la cual luchan en primera línea estos jóvenes, junto a sus padres, amigos y vecinos es la de una Francia mestiza, multicolor, abierta al mundo -especialmente al Sur, al Tercer Mundo-, una Francia fuerte y orgullosa de sus diferencias, cosmopolita y acogedora. Una Francia que no olvida que, en 1789, su Revolución concedió un acta de diputado a un alemán (Anacharsis Cloots); que la Comuna de París contó, en 1871, con representantes polacos (Wrobleski, Dombrowski); y sobre todo que millones de extranjeros dieron su vida para defenderla. Lo que estos jóvenes nos recuerdan, hasta en la furia de estos acontecimientos, es que Francia está en pleno mestizaje, que Marianne tiene la piel morena. La evidencia está a la vista: en las clases populares, muchos jóvenes y menos jóvenes, han tomado ya partido desde hace tiempo. Más allá de las dificultades a que se enfrenta ese proyecto antirracista, en los barrios pobres, campos de batalla sobre los cuales se desarrolla el combate decisivo contra el racismo, amplios sectores populares, incluidas clases medias, ha optado en conciencia, con valor y tolerancia, por aceptarse, vivir y construir juntos, en el respeto del otro. La gran mayoría de los jóvenes que se alzaron es francesa y no tiene ninguna necesidad de «integrarse» (por otra parte, ¿con quién? ). Exigen ser aceptados y reconocidos por lo que son y lo que hacen: son franceses como los demás, y construyen la Francia de mañana: una sociedad de aceptación del otro, de mestizaje, de confraternización de razas y nacionalidades.
Estamos muy lejos del tópico de una Francia racista, en curso de fascitización bajo el efecto de las tesis de Le Pen. Heredero de la Francia de la vergüenza, de Vichy a la OAS, de la Francia de esta Europa «indefendible» como decía Aimé Césaire, el Front National renació a principios de la década de 1980, de la mano de un Mitterrand deseoso de romper la influencia del Partido Comunista Francés. El Frente Nacional creció sobre el abono nauseabundo de la historia de la burguesía francesa, la de la esclavitud, la colonización, la colaboración con el nazismo, el imperialismo. Le Pen consiguió pudrir lo que el neoliberalismo habían empobrecido. Y la victoria contra él en 2002, gracias también a esa juventud abigarrada de los suburbios, que supo asimismo movilizarse y decir «no» en mayo al referéndum sobre la Constitución Europea, fueron decisivas para la defensa de los valores de la República y de lo que 1789 tuvo de universal. El peso político del FN no se debe a un supuesto racismo del pueblo de Francia, sino más bien a la reacción de las fracciones extremistas de la burguesía nacional ante la opción antiapartheid adoptada y ya practicada por los jóvenes de los barrios populares. Y queda aún mucho camino por recorrer antes de que nuestras élites acepten abrir el debate sobre lo que ellas hicieron sufrir a los pueblos de Francia y el mundo anteriormente: de la esclavitud a las guerras coloniales, del colaboracionismo de Pétain en Francia a los apoyos a las dictaduras neofascistas del Sur. Tanto camino hay aún para que se abra el debate sobre lo que nuestras burguesías, dirigentes transnacionales y altos responsables del Estado, hacen a Francia y del mundo: mantenimiento de zonas enteras del pueblo en el desempleo y la pobreza, saqueo imperialista del Sur por sus empresas y su Estado. Son estos jóvenes de los barrios que hacen frente a Le Pen y a sus sustitutos de la derecha «moderada» por medio de los cuales gobierna por delegación. Son estas ciudades satélite las que más sufren los innumerables desastres sociales causados por la política neoliberal impuesta al pueblo francés desde el principio de los años ochenta por esta alternancia sin alternativa de la derecha tradicional y el Partido Socialista.
Pero Francia es un país democrático, puesto que su Presidente fue elegido por el pueblo. ¡Hasta por un 82%! ¡Y ahora un 70% de los franceses afirman hoy no tener confianza en él! Votaron contra Le Pen, y Chirac aprovechó para seguir con más de lo mismo: cada vez más neoliberalismo. No se trata de minimizar aquí la importancia del voto. Pero si para la mayoría de los Franceses la democracia representa darse un paseo, un domingo al año, hasta la mesa electoral para hacer cola (en silencio), asentir con la cabeza al oír su nombre (en silencio), deslizar un sobre en la urna (en silencio) y volver a casa (en silencio), entonces es bien poca cosa. Cuando una minoría impone una política antisocial a la mayoría, no es democracia. Votar para que sólo cambie lo necesario para que nada cambie, no es democracia. La cohabitación de la antigua derecha (tradicional) y la nueva derecha (PS), la una más neoliberal y atlantista que la otra, no es democracia. Es el «poder fuera del pueblo, sin el pueblo, contra el pueblo»; el capitalismo moderno, neoliberal; el poder de las finanzas; es decir, una «democracia de accionistas». Votamos el 29 de mayo y dijimos «no» a la sumisión atlantista de las élites europeas, votamos «no» a la constitucionalización del neoliberalismo en Europa, un no de clase, un no de esperanza. Y ganamos. ¿Se oyó nuestra voz? No. Todos ellos fueron derrotados, democráticamente; todos siguen en sus sitios, ¿democráticamente? ¿Cómo se espera que los jóvenes de las clases populares crean en esta ficción de democracia, «puenteados», sin estar representados por nadie y pudiendo contar sólo con ellos mismos?
Así, desde el 8 de noviembre de 2005, en las «zonas sensibles», para los rebeldes (a veces menores), es el estado de urgencia; régimen de excepción que, «en caso de peligro inminente resultante de ataques graves al orden público » libera a las autoridades administrativas (los prefectos) del principio de legalidad que regula normalmente su actividad, mediante la ampliación de sus poderes en forma de: prohibición de circular, arresto domiciliario de las personas cuya actividad resulte peligrosa para el orden público (sin la «creación de campos donde se mantendrían detenidas las personas»), cierre de salas de espectáculos y de comercios de venta de bebidas, prohibición de reunirse con miras a causar o mantener el desorden, registros a domicilio día y noche, controles de prensa, publicaciones, radios y cines, competencia de los tribunales militares en los casos de delitos de derecho común, etc. Es decir, una ley represiva a la que los «demócratas» que nos gobiernan sólo recurrieron contra los argelinos (1955) o los «canacos» de Nueva Caledonia (1985). En la metrópolis, no lo hicieron ni en 1968. Alcaldes de derechas que imponen en sus municipios el toque de queda a partir del atardecer (como ha hecho en Raincy Éric Rault, ex ministro UMP de la ciudad). A excepción de algunos cargos elegidos socialistas que se declaraban francamente satisfechos de las medidas adoptadas por el Gobierno, la izquierda en su conjunto condenó esta escalada de la represión: Partido Comunista, Liga Comunista Revolucionaria, Verdes, Federación sindical unitaria, MRAP, Liga por los Derechos Humanos, Sindicato de la Magistratura, Comité de personas sin domicilio fijo, Asociación de trabajadores magrebíes de Francia, Centro de Estudios e Iniciativas de Solidaridad internacional, etc. etc. Las reacciones del Partido Socialista, en cambio, han sido por lo menos mesuradas: el primer secretario del PS, François Hollande, declaró que «la aplicación de la ley de 1955 debe limitarse en el tiempo y en el espacio» y que su prórroga era «un mal símbolo». En noviembre de 2001, su esposa, Ségolène Royal, entonces viceministra de la Familia y la Infancia del gobierno Jospin, ofuscada por la validación por el Consejo de Estado de un orden municipal toque de queda ya había dicho: «el término toque de queda es inadmisible… es un término belicoso». Jean-Marc Ayrault, presidente del Grupo Socialista de la Asamblea nacional, por su parte, se ganó los favores de un hemiciclo mayoritariamente de derechas declarando: «en tales circunstancias, las formaciones democráticas deben saber concebir un pacto de no agresión».
No es menos cierto que muchos jóvenes de suburbios, y de toda Francia, se hallan hoy completamente desvinculados de las luchas de emancipación del movimiento obrero francés y de la memoria de su historia. La escuela no les enseña esta materia -y menos aún las luchas de los pueblos del Sur-, y tampoco lo hacen los partidos y los sindicatos de izquierdas. Pero lo que es seguramente más grave aún, es que muchos militantes progresistas ignoran casi todo de la historia y de la actualidad de las resistencias de las ciudades satélite y la inmigración en Francia. Ahora bien, estos dispersos movimientos asociativos, molestos, en ebullición, son la expresión autoorganizada de las poblaciones de los barrios populares, franceses y extranjeros pobres mezclados que avanzan codo con codo para una transformación progresista de la sociedad. Estas luchas surgen sin cesar de las ciudades satélite, alimentadas por la dificultad de las condiciones de vida y (de falta) de trabajo, estallando después de cada «atropello» policial. Estas luchas se esfuerzan en organizarse, estructurarse, unirse, debilitadas por las ofensivas de recuperación, instrumentación y desvío de sus energías. En Francia, la historia de las luchas de los habitantes de las ciudades satélite se solapa -aunque sin encubrirla-a la de los inmigrantes. Hunde sus raíces, a partir del desencadenamiento de la crisis de los años setenta, en los combates llevados por los inmigrantes de la «primera generación» venidos del Sur, que se organizaron en grupos autónomos con el fin de defender sus derechos e intereses en el lugar de trabajo o residencia (Étoile nord-africaine, Mouvement des Travailleurs arabes, Maison des Travailleurs immigrés, etc.) Desde el principio de la década de 1970, las huelgas del hambre de los «indocumentados» (contra la Ley Marcelin) produjeron varias decenas de millares de regularizaciones. A pesar de una dura represión, en 1976, las huelgas de alquileres de los trabajadores de los hogares Sonacotra, en protesta contra unas condiciones de alojamiento lamentables, luego las de familias enteras en «ciudades de tránsito», permitieron arrancar nuevos alojamientos.
Estas luchas se reforzaron en la década de 1980, ante los efectos sociales devastadores del neoliberalismo y el ascenso del Frente Nacional, con la aparición de los movimientos de jóvenes de las ciudades satélite y de la inmigración de la «segunda generación». En 1982, una serie de agresiones de carácter racista y de atropellos policiales causó la creación, entre otras cosas, de la Association Gutenberg, en Nanterre, que contribuyó a coordinar las acciones de resistencia contra el racismo y las discriminaciones y a la autoorganización de las luchas de los habitantes de los barrios populares. Estos últimos se movilizaron poco a poco en torno a una multitud de asociaciones e iniciativas, sobre todo en las regiones de París y Lyon. Fue el caso, después, de las confrontaciones entre jóvenes y fuerzas de orden en Minguettes (Vénissieux) y el llamamiento «Policía y justicia iguales para todos», de una serie de asociaciones de barrios: Zaama d’Banlieue, en Lyon; Lignes parallèlles, en Vaulx-en-Velin; o, en los suburbios parisienses, Wahid Association y el Collectif des Mères des victimes de crimes racistes et sécuritaires. El año 1983 es un momento de inflexión: las asociaciones de Minguettes (SOS Avenir, en particular) lanzan la iniciativa de una gran marcha pacífica «en favor de la igualdad de derechos y contra el racismo», que sale en octubre de Lyon y llega a París en diciembre, y reúne a más de 100.000 personas. Para sorpresa de todos, el impacto de esta marcha fue enorme, con su parte positiva, como la instauración de la «tarjeta de residencia de 10 años», y negativa, muy especialmente la puesta en marcha por el Partido Socialista de la máquina de recuperación electoral de los movimientos de las ciudades satélite, y en primer lugar de los jóvenes beurs. La ilustración más acabada de esta manipulación de las demandas de los jóvenes fue el nacimiento de la asociación SOS Racisme en diciembre de 1984. Nacida en los salones del Elíseo, se benefició de medios materiales considerables, además de los apoyos de Matignon (Fabius), la Juventud Socialista, los medios de comunicación (Libération, Le Matin), intelectuales y publicitarios mediáticos, etc. Seguirán, en este espíritu, la creación de France Plus (1985), las subvenciones a Radio Beur y a la Amicale des Algériens, la moda de la «ciudadanía» en torno a Mémoire Fertile (1987), y la promoción de lo que podríamos llamar una «beurgeoisie«. [3]
La brecha seguía ensanchándose irremediablemente entre las asociaciones institucionalizadas (organizaciones de izquierda, antirracistas, católicas, etc.) y los movimientos de las ciudades satélite que operaban sobre el terreno. Entre éstos, el Collectif Jeunes, creado a finales de 1983, se dio a conocer en la región parisiense por sus acciones de choque: ocupaciones (hipermercados, periódicos, un coloquio organizado por el MRAP y el PS, entre otras), ruedas de prensa (en los locales de la Prefectura de policía de París), manifestaciones de solidaridad con los obreros inmigrantes despedidos en conflicto con patronal y sindicatos (en las fábricas de automóviles Talbot, en Poissy, y Renault, en Flins) que fue la ruptura definitiva con el PS y el antirracismo de salón. Los distintos movimientos seguían estando sin embargo aislados, enclavados en sus zonas respectivas, divididos entre sí. En las Jornadas nacionales de jóvenes de las ciudades satélite y la inmigración, en junio de 1984, en Bron no fue posible alcanzar la unidad. Demasiados conflictos dividían la dinámica global. Uno de los puntos de divergencia entre las asociaciones era su posición con relación a la defensa de los jóvenes, franceses o extranjeros, con antecedentes penales, lo que constituía, por ejemplo, una parte del trabajo de Convergence 84, surgida del Collectif Jeunes de París, o de Jeunes árabes de Lyon et banlieues (JALB) en Lyon, movilizados ya en 1985 contra proyecto de Ley Pasqua.
En los años noventa tuvo lugar un nuevo desarrollo de las asociaciones y los comités de barrios, algo más organizados, autónomamente, sobre la base de reivindicaciones sociales y políticas, especialmente en los suburbios de París (Les Mureaux, Nanterre, Mantes-la-Jolie, Goussainville, Vitry-sur-Seine) y de Lyon (Vénissieux, Vaulx-en-Velin). En París, se constituyó un colectivo interurbano, Résistance des Banlieues, con el fin de ayudar a los habitantes en sus relaciones con la policía, la justicia, la administración de los bloques de viviendas sociales, etc. Con el respaldo de ex miembros del Collectif Jeunes, una nueva generación de militantes de las clases populares surgió de las ciudades satélite y de la inmigración y se organizó. Uno de los grupos más activos es el Comité National contre la Double Peine (CNDP), creado en 1990 en Ménilmontant (20º arrondissement de París). Mediante la ocupación de locales (de SOS Racisme, prefecturas, aeropuertos), huelgas de hambre y manifestaciones de apoyo a jóvenes en precario condenados, condujeron a un cuestionamiento de una ley represiva e injusta (Ley Sapin de diciembre de 1991). En Lyon, después de los motines de Vaulx-en-Velin (1989-90) tras nuevos atropellos, se formó un comité contra las violencias policiales y la manipulación informativa en el barrio Agora del Mas-du-Taureau. Su radicalidad militante condujo a una larga serie de conflictos entre esta asociación y los poderes locales (prefecto, alcalde, Fondo de acción social, centros sociales), y también una aproximación con el CNDP y las fracciones de movimientos más antiguos, parisienses (Gutenberg) y lioneses (Lignes Parallèles, JALB). Las Jornadas nacionales de los suburbios, en 1992, confirman esta convergencia de las dos asociaciones (y la ruptura con el JALB, satelizado, no sin problemas, por los Verdes). De la misma manera que habían hecho irrupción, juntos, en un coloquio sobre la ciudad («Banlieue 89») organizado en Bron por el PS y presidido por el presidente Mitterrand, sus militantes emprenden, codo con codo, una serie de acciones de solidaridad en los barrios: servicios jurídicos permanentes y asistencia de abogados, apoyos escolares y ayudas en la búsqueda de empleo, etc. En las elecciones municipales de 1995, Agora y otras asociaciones se unen para presentar una lista local, «Le Choix vaudais», que se consiguió cerca del 20% de los votos en Mas-du-Taureau, siguiendo el ejemplo de Jeunes Objectif Bron (1989).
El Mouvement de l’immigration et des banlieues (MIB), surgido tras una convención nacional de jóvenes celebrada en la bolsa de trabajo de Saint-Denis, en mayo de 1995, es el producto de esta historia de luchas de las ciudades satélite. Prosigue la búsqueda, ya iniciada antes, de la autonomización y la participación de los habitantes de los barrios populares, intentando instaurar la relación de fuerzas menos desfavorable posible. El MIB analiza también los métodos de resistencia a la enajenación capitalista, a fin de intentar emancipar a los jóvenes de sus relaciones de odio-deseo ante la sociedad de consumo. Los objetivos declarados del MIB consisten en sostener y reunir a los protagonistas de la lucha en las ciudades satélite (contra la discriminación, las agresiones racistas, la violencia policial, la doble pena, las expulsiones de extranjeros, en favor del alojamiento, el empleo, el respeto de la libertad de culto, el control de su futuro por las propias poblaciones, etc.), pero también en formular una estrategia de acción y representación políticas. De ahí el esfuerzo para devolver la memoria de las luchas de las ciudades satélite y de los inmigrantes, y para contextualizar sistemáticamente los problemas concretos en el contexto de las relaciones de fuerza internacionales (explicación de los agravamientos sucesivos de la represión después de la guerra del Golfo en 1991, en el momento de la Intifada, luego en el marco de la «lucha contra el terrorismo» después de los atentados del 11 de septiembre de 2001, y de nuevo después de la invasión de Irak en 2003).
Evidentemente, las propuestas deben formularse de manera suficientemente amplia para que permita su articulación con las pretensiones de otros movimientos sociales en lucha, aparecidos también en los años noventa, a saber: la Association Droit au Logement (DAL), creada en 1990 con ocasión de la ocupación de inmuebles por familias expulsadas, en la Place de la Réunión en el 20º arrondissement de París; el Comité des Sans-Logis (CDSL), creado en 1993 para ayudar a las personas en estado de gran precariedad y a los pobres muy aislados; la asociación Droits Devant! (Dd!!), creada en diciembre de 1994; Agir contre le chômage! (AC!) ; el Groupe d’Intervention et de Soutien aux Immigrés (GISTI); el llamamiento Appel des «Sans», lanzado del 20 de diciembre de 1995, entre las grandes huelgas obreras contra el neoliberalismo; el Mouvement national des Chômeurs et des Précaires; la Association pour l’Emploi, l’Insertion et la Solidarité (APEIS), etc. Hacer converger las demandas de todos estos movimientos diferentes no es fácil, pero existen muchos puntos de convergencia; por ejemplo, el empleo. En las ciudades satélite, muchos jóvenes, aun teniendo sus papeles en regla, no encuentran trabajo formal -la tasa de desempleo es superior al 20% entre los jóvenes y de alrededor de un 50% entre los de origen africano, lo que se explica, entre otras cosas, por la persistencia de una discriminación difusa y multiforme–; sus peticiones de empleo se dejan de lado por provenir de un grupo social sobre el que los empresarios proyectan sus prejuicios negativos, y también porque en el mercado laboral, en Francia como en los otros países capitalistas del Norte, la oferta de trabajo clandestino se abastece permanentemente, según convenga a los empresarios de la confección, la hostelería-restauración o la construcción, por flujos de inmigración clandestina prácticamente constantes desde la implantación del neoliberalismo. Así, los jóvenes «con tarjeta» (de identidad francesa o estancia) y los jóvenes «indocumentados» están en una situación de competencia en la búsqueda de empleo, para mayor beneficio de los capitalistas. La represión, que sólo muy raramente afecta a éstos, se abate en cambio sobre los trabajadores clandestinos, amenazados por decretos de expulsión, encerrados en centros de retención, expulsados por la fuerza del país e incluso colocados ellos mismos en competencia con nuevos trabajadores clandestinos traídos por las redes organizadas por el capital.
Es ya hora de que la izquierda francesa manifieste su solidaridad con este subproletariado sobreexplotado, con estos jóvenes precarizados de las ciudades satélite. Si bien este petit peuple de las ciudades satélite no constituye, ciertamente, la totalidad de su base social, sin él la izquierda no será nunca más verdaderamente popular. Lo que está en juego en esta solidaridad con las reivindicaciones de los jóvenes de los suburbios consiste en la articulación de las luchas tradicionales de los trabajadores franceses -sean franceses de origen, nacidos de la inmigración o extranjeros- con las de las otras fracciones de las clases populares: precarios, parados, indocumentados, personas sin hogar, sin derechos. Hay seguramente en ello, para la izquierda francesa y para todos los progresistas, una oportunidad histórica de reconstruir en la modernidad unas posiciones de clase claras, un espíritu revolucionario y un internacionalismo de los pueblos. Seríamos bastante románticos y un tanto ingenuos si creyéramos que se reúnen ya hoy las condiciones objetivas y subjetivas de una transformación radical e inmediata de la sociedad francesa. No se trata de sugerir que estos jóvenes sean el relevo del proletariado sin fuelle de los centros capitalistas, o los reflejos de las periferias de un Sur en ebullición. No se trata tampoco de negar que muchos de estos jóvenes aspiran simplemente a acceder a la sociedad de consumo y a subir en la escala social de la sociedad capitalista. No se trata de ocultar el hecho de que algunos de ellos no tienen otro objetivo que la destrucción, devolver golpe por golpe a esta sociedad inicua y represiva que los excluye. No se trata de idealizar las pretensiones que llevan a estos motines -estas formas de violencia, por otra parte casi siempre dirigidos contra los propios habitantes de las ciudades satélite-. Pero aunque estos jóvenes en rebeldía no formen partidos, aunque sigan suscitando mucha desconfianza y una cierta inquietud en el resto del país, la izquierda debe ver en ellos a unos aliados para la necesaria transformación progresista, social y democrática de Francia, y no solamente una reserva de votos para las próximas elecciones.
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Rémy Herrera es investigador del Centre National de la Recherche Scientifique (CNRS) y docente en la Universidad de París 1 – Panthéon-Sorbonne
[3] Juego de palabras, a partir de » beur » (persona de origen magrebí, francés hijo de padres magrebíes) y » bourgeoisie » burguesía.