¿No sería más sencillo que el Gobierno disolviera al pueblo y eligiera otro nuevo? Bertolt Brecht (1953)
Para un cierto europeísmo autocomplaciente, las críticas de fondo al proceso de integración siempre pueden explicarse apelando al trasnochado provincialismo o a la falta de información de quien la profiere. Si se objeta el carácter furtivo y tecnócrata de las decisiones adoptadas por las instituciones comunitarias y los Estados miembros, sólo puede hacerse de la mano de Le Pen o de algún excéntrico tory británico. Si se cuestiona el sesgo antisocial de las políticas fraguadas en Bruselas con el visto bueno del representante estatal de turno, ello obedece a un miedo atávico a la globalización y a las oportunidades que ofrecen la competencia económica y el libre mercado. Si se considera, en fin, que una manera de expresar el desacuerdo con el proyecto europeo oficial es no votar o rechazar los tratados que con nocturnidad y alevosía pretenden consolidarlo, sólo cabe atribuirlo al chovinismo o a la inmadurez de los votantes.
En la cabeza del euroentusiasta, conservador o pretendidamente de izquierdas, no cabe otra oposición a la Unión Europea realmente existente que la atribuible a algún tribalismo irredento o a un pobre sentido de complejidad de las cosas. De ahí su mot d’ordre tras el rechazo francés y holandés al Tratado constitucional y tras el reciente no irlandés a su versión casi siamesa, el Tratado de Lisboa: evitar, a cualquier precio, las consultas a una ciudadanía que, a fin de cuentas, no está a la altura de la empresa que generosamente se le ofrece.
Lo que revela este argumento es que todo lo que no sea cuadrarse ante los dictámenes de la clase política y económica que dirige el actual consenso europeo queda equiparado a un irracional espasmo localista que se empeña en no dar a la Unión Europea «una voz única en el mundo». Poco importa si esa voz se expresa en un murmullo imperceptible a la hora de denunciar los vuelos de la CIA, la histeria liberticida de ciertas políticas antiterroristas o la impune proliferación de paraísos fiscales. O si se muestra bronca y expeditiva cuando de lo que se trata es de recortar derechos laborales arduamente conquistados, de consagrar un modelo productivista e insostenible que ha arruinado a los pequeños agricultores, de ajustar los controles sobre los trabajadores migrantes o de reformar los tipos de interés a medida de la gran banca y en perjuicio de los bolsillos más modestos. Lo importante -se afirma con descaro- es que sea una voz «única». Que desafine o aturda es algo que el tiempo -¿cuándo? ¿cómo? ¿a cuento de qué?- se encargará de enmendar.
Esta manera de plantear las cosas insulta aún más la inteligencia cuando los acuerdos alcanzados en el entramado institucional estatal-comunitario pretenden hacerse pasar por la voluntad de los «pueblos europeos». Así, si el parlamento de un Estado ratifica un tratado, el resultado se endosa de manera inmediata y sin fisuras a todos y cada uno de los habitantes de dicho país. Da igual que el apoyo parlamentario se haya producido por escaso margen; que la mayoría de ciudadanos e incluso de diputados no tenga conocimiento del texto en cuestión -como ocurrió en Hungría a propósito del Tratado de Lisboa-; o que el aparente consenso partidista resulte controvertido en las urnas, como pasó en el caso francés. En cambio, cuando millones de ciudadanos no votan o deciden votar contra un tratado europeo, la lectura dominante es que unos pocos miles de personas no pueden frustrar la voluntad de 500 millones que, aun no habiendo sido consultados, ya han pasado, por arte de birlibirloque, a engrosar la lista del europeísmo incondicional.
Es difícil saber qué tendría que ocurrir para que las clases dirigentes europeas admitieran la profunda desafección que el proceso de integración está generando como producto de su persistente deriva antidemocrática y antisocial. Por lo pronto, su primera reacción ante el resultado irlandés no ha sido proponer el retiro de la Directiva sobre el tiempo de trabajo, un mayor control de los paraísos fiscales, el impulso de una armonización al alza de los estándares normativos sociales y ambientales o la apertura de un auténtico proceso de democratización que supusiera, como mínimo, la elección de una asamblea constituyente con capacidad para discutir en serio las políticas hoy en curso. Por el contrario, lo que se ha producido es la escenificación, sin rubores, del mismo sonsonete machacón de siempre: hay que olvidarse de las urnas y seguir con las ratificaciones como si nada. No hay Plan B concebible, es esto o el estancamiento, somos nosotros o el caos.
¿Hasta cuándo podrá este imperturbable desprecio por las señales de la calle invocar el nombre de Europa? ¿Por cuánto tiempo podrá alguien con genuinos impulsos solidarios e internacionalistas identificarse con el europeísmo romo que practican los ejecutivos estatales y la burocracia comunitaria? ¿No sería más genuino un europeísmo que, siguiendo la mejor tradición ilustrada, se atreviera a criticar sin complejos un proyecto empeñado en avanzar a través de sus peores vicios?
Gerardo Pisarello es profesor de Derecho Constitucional de la Universidad de Barcelona
Jaume Asens es vocal de la Comisión de Defensa del Colegio de Abogados de Barcelona