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Lo que significa la jornada laboral de 65 horas

Fuentes: Rebelión

Se dice que nuestra época es el siglo del trabajo; y, efectivamente, éste es el siglo del dolor, de la miseria y de la corrupción. Paul Lafargue A muchos de nosotros nos ha impresionado la noticia de la luz verde otorgada por los ministros de trabajo de los veintisiete países que conforman la Unión Europea […]


Se dice que nuestra época es el siglo del trabajo; y, efectivamente, éste es el siglo del dolor, de la miseria y de la corrupción.
Paul Lafargue

A muchos de nosotros nos ha impresionado la noticia de la luz verde otorgada por los ministros de trabajo de los veintisiete países que conforman la Unión Europea a la propuesta eslovena de elevar la jornada laboral -que debe de ser entendida como la «suma del trabajo necesario y del plustrabajo, de los espacios de tiempo en donde el obrero produce el valor que repone su fuerza de trabajo y la plusvalía, [es decir,] la magnitud absoluta de su tiempo de trabajo» (1)- de las 48 a 60 horas vigentes en casos generales, y hasta 65 en ciertos colectivos, como los médicos. Este tiempo se computa, además, como promedio durante tres meses, lo cual significa que las jornadas laborales podrán alcanzar hasta las 78 horas (prácticamente el doble de lo actual permitido), según convenio para los llamados sectores on-call. Hasta Celestino Corbacho, ministro español de trabajo, se ha visto obligado a declarar que, de aprobarse, esta medida «supondría una regresión social». ¡Nada menos que de 89 años! que fue cuando la Organización Internacional del Trabajo (OIT) consagró las 8 horas diarias laborables como derecho social (2). Por descontado, no es que todo el mundo se vaya a poner a trabajar, por decreto, 60 ó 65 horas semanales, sino que, siguiendo el modelo del opting out británico, el trabajador pactará con su contratador «libremente» el tiempo de trabajo. Y ya sabemos lo que significa la palabra «libertad» en estos casos: que el trabajador tiene la «libertad» de aceptar este «acuerdo misérrimo, ofrecido por alguien que se aprovecha de su situación de extrema debilidad, de su incapacidad, o de su falta de fuerza para negociar un acuerdo valioso» (3), o la «libertad» de rechazarlo y que alguien aún más desesperado que él lo acepte en su lugar. La misma literatura económica ortodoxa reconoce como fallos de mercado lo que se denomina como «información imperfecta» (es imposible conocer todas las posibles eventualidades que rodean a una relación contractual) y asimétrica (la información que posee en este caso el empleador es mayor y mejor que la que pueda tener el trabajador, por lo que coloca a este último en posición desfavorable en una negociación). El poder de negociación es siempre superior para el empresario que para el trabajador, por lo que la free choice se queda sólo en eso, un título que suena bien y nada más. Igual que la flexiguridad, que ha acabado siendo más flexi que seguridad. Típico caso de esquizofrenia política: un día se llenan la boca con la conciliación entre vida laboral y vida familiar y al día siguiente amagan con la implantación de la jornada de 65 horas. Virtudes públicas, vicios privados, reza el proverbio inglés. No es que sea nada nuevo bajo el sol: «El capitalista -escribió Marx en El Capital– afirma su derecho de comprador al procurar hacer lo más larga posible la jornada de trabajo y, si le es posible, hacer de una jornada de trabajo dos. Por otro lado, la índole específica de la mercancía vendida implica un límite de su consumo por el comprador, y el obrero no hace sino afirmar su derecho cuando pugna por limitar la jornada de trabajo a una determinada magnitud normal. Nos encontramos, por tanto, ante una antinomia, derecho contra derecho, consagrados ambos por la ley del intercambio de mercancías. Entre derechos iguales es la fuerza la que decide. Y de esta manera, en la historia de la producción capitalista, la reglamentación de la jornada de trabajo se nos presenta como la lucha por sus límites, una lucha entre el capitalista universal, es decir, la clase de los capitalistas, y el obrero colectivo, o sea, la clase obrera.» (4)

A Kalvellido no se le pasó la semana pasada por alto el grabado que a muchos nos vino a la cabeza y que adornaba las instalaciones de New Lanark, el proyecto filantrópico de Robert Owen, y que data de 1817. Eran los tiempos del socialismo utópico: si el día tenía 24 horas, repartirlas a partes iguales entre 8 horas de trabajo, 8 de descanso y 8 de recreo parecía lo más racional. Las condiciones de vida y de trabajo de la incipiente clase trabajadora eran de una miseria absoluta, y las jornadas laborales en los talleres y las fábricas donde se hacinaban los operarios (hombres, mujeres y niños) sin ningún tipo de higiene podían llegar a ser de hasta 16 horas al día. Algunos años después y -conviene insistir en ello- tras numerosas huelgas violentamente reprimidas, se consiguió la fijación de la jornada laboral de 10 horas en el Reino Unido (1847) y de 12 en Francia (1848), en este último país después de «la primavera de los pueblos» -la oleada de levantamientos revolucionarios que recorrió Europa.

Fueron también las ocho horas de trabajo lo que reivindicaron los 350.000 obreros que se concentraron el 1 de mayo de 1886 en Chicago, una manifestación que terminó siendo disuelta a tiros y, tras el lanzamiento nunca esclarecido de una bomba entre las filas de la policía en Haymarket Square, detenidos y ejecutados sus principales líderes sindicales. La jornada de ocho horas se consiguió finalmente en Portugal en 1917 después de una sucesivas huelgas, en Rusia en 1917 con el triunfo de la revolución soviética, en España en 1919, tras una huelga de 44 días que tuvo una especial incidencia en Cataluña, donde el anarcosindicalismo gozaba de una fuerte implantación, en Francia en 1936 con el Frente Popular. En EE.UU. se generalizaría a nivel nacional con el New Deal, en México se introdujo en 1917, en Uruguay en 1918, en Chile en 1927… no podemos detenernos por falta de tiempo en todos los países (5). El mismo pensamiento económico keynesiano que dio lugar al Estado de Bienestar no surgió como respuesta al crack del 29 y a la posterior depresión de los años 30, sino por el efecto que el imaginario de la Unión Soviética despertaba sobre los obreros europeos y como herramienta niveladora del sistema capitalista. Hay, por lo pronto, algo común a todos los casos: allí donde se consiguieron significativos avances para los trabajadores fue porque hubo un movimiento obrero organizado que los precedió, o, como expresara Karl Marx, que «[l]a historia de la reglamentación de la jornada de trabajo en algunos modos de producción y la lucha continuada por esta reglamentación en otros, demuestran palpablemente que el obrero aislado, el obrero como vendedor «libre» de su fuerza de trabajo, sucumbe sin resistencia cuando la producción capitalista alcanza cierto grado de madurez. Por eso el establecimiento de una jornada normal de trabajo es el fruto de una guerra civil larga, más o menos encubierta, entre la clase capitalista y la clase obrera. […] Para «protegerse» contra la serpiente de sus tormentos, los obreros tienen que juntar sus cabezas y, como clase, forzar una ley estatal, una barrera social prepotente, que les impida a ellos mismos venderse y vender a su descendencia para la muerte y la esclavitud mediante un contrato voluntario con el capital.» (6)

Paul Lafargue (1842-1911), el conspicuo cuñado de Marx, fue más lejos que ningún otro en su estimable El derecho a la pereza(1883) (7) -un clásico de la literatura socialista desafortunadamente olvidado, pero que a la vista de los hechos habrá necesariamente que reivindicar-, en el que defendió que, gracias a la extensión de la maquinización del trabajo, en el socialismo por venir los trabajadores podrían trabajar solamente tres horas diarias y dedicar el resto del tiempo a su formación y tiempo libre. La perspectiva de Lafargue parece hoy muy lejana: el nuevo modelo de capitalismo nacido de la revolución tecnológica y la globalización de los mercados, basado a un mismo tiempo en el recorte de los derechos sociales -lo que algunos autores denominan «acumulación por desposesión»-, la temporalidad de los contratos y la contención salarial, nos proporciona el marco de relación de fuerzas trabajo-capital en el que conviene interpretar esta medida de la UE, un marco caracterizado por a) la flexibilidad en la contratación, b) la inseguridad en la continuidad de los ingresos y c) la disminución del salario por la presión del ejército industrial de reserva, esto es, la existencia permanente de trabajadores desocupados -que ahora son principalmente emigrantes, lo que ha despertado reacciones racistas por parte de algunos trabajadores- que contribuye a mantener los sueldos bajos. En este modelo, por algunos llamado toyotismo (8), la fragmentación de la clase trabajadora, su dificultad a la hora de concebir su papel en el proceso productivo en un contexto de división del trabajo a escala internacional, la internacionalización y centralización de unos centros de poder político cada vez más opacos a la opinión pública y la transformación de los grandes sindicatos en agencias de resolución de conflictos laborales, absorbidos casi por completo por el aparato estatal, dificultan la organización de respuestas políticas y sindicales eficaces a este tipo de ofensivas neoliberales. Por eso pudo William Buffet, uno de los cuatro hombres más ricos de los Estados Unidos, pavonearse ante su junta de accionistas: «Si se está librando en los EE.UU. una guerra de clases -dijo- hay que decir que mi clase la está ganando.»

En términos económicos la ecuación es bien sencilla y responde a la lógica que siguen los gobiernos de la UE de aplicar políticas económicas con marcado acento neoliberal, algo que ahora, en plena recesión económica, les viene como anillo al dedo para responder a una crisis que ya reconoce hasta José Luis Rodríguez Zapatero, aunque Solbes trate de ocultarla con toda suerte de artimañas de trilero. No se trata, en efecto, de una cuestión de «capitalistas sádicos», pues no «depende esto de la buena o mala voluntad del capitalista individual. La libre competencia hace que prevalezcan las leyes inmanentes de la producción capitalista como ley coercitiva externa ante el capitalismo individual.» (9) Como señalara Marx, «[l]a crisis, en las que se interrumpe la producción y sólo se trabaja «tiempo corto», esto es, sólo durante algunos días a la semana, no alteran, naturalmente, nada el impulso de prolongación de la jornada de trabajo. Cuantos menos negocios se hagan, mayor ha de ser la ganancia del negocio hecho. Cuanto menos tiempo se pueda trabajar, tanto más tiempo de plustrabajo deberá trabajarse.» (10)

Desde una perspectiva macro, observando la economía mundial globalizada en un mercado internacional donde todos los países y las empresas compiten por una porción del pastel y donde China e India están a la cabeza en crecimiento económico, la competitividad es la clave para conseguir una porción mayor del mercado. La teoría económica dice que «la capacidad de un país para obtener buenos resultados comerciales en un contexto mundial dominado por la libre competencia de capitales y el libre comercio estriba en la fortaleza competitiva de sus empresas, que a su vez se asienta en su capacidad para vender más barato el mismo producto con la misma calidad (o de ofrecer mejor calidad al mismo precio)» (11). El crecimiento del gigante chino se ha basado sobretodo en la alta competitividad conseguida no sólo «gracias» a una numerosa mano de obra barata, si no también a la introducción de tecnología moderna. Cabe recordar que este crecimiento económico no se traduce, en el sistema capitalista, en riqueza generalizada para toda la población sino que en este caso es inversamente igual a las horribles condiciones de vida de millones de trabajadores parecidas a las de los trabajadores europeos de hace 150 años. El neoliberalismo implantado desde la década de los 80 ha llevado a Europa, la cuna del Estado de Bienestar, a una lógica económica tan aplastante como perversa. En lugar de reivindicar los mismos derechos que los europeos para la clase trabajadora de estos países en crecimiento, la directiva de las 60 horas nos conduce a reducir nuestras prestaciones para poder competir en el mercado internacional.

David Harvey indica que en China «a finales de la década de 1990, el salario por hora de trabajo en la producción textil era de 30 céntimos de dólar (unos 45 céntimos de euro actualmente, algo menos por aquél entonces), mientras que en México y en Corea del Sur era de 2,75 dólares, en Hong Kong y Taiwán rondaba los 5 dólares, y en Estados Unidos (y Europa) superaba los 10 dólares (euros)» (12) [paréntesis de I.G.]. ¿Como se puede competir contra una producción en masa, manufacturada con numerosa mano de obra más barata y trabajando más horas diarias que nosotros? Pues volviéndonos igual de baratos o trabajando más horas, a costa de lo que esto supone para la mayoría de la población ya de por sí en condiciones de precariedad laboral importantes, en una Europa donde la tasa de working poors (aquellos que sus ingresos no llegan al 60% del salario medio) (13) no deja de crecer. «Alemania o la nueva China de Europa» (14) era el título, que resume perfectamente la problemática aquí tratada, de un artículo de El Clarín de Chile sobre la reducción del salario en el país europeo.

No deberíamos olvidar tampoco que son las mismas empresas europeas, que se aprovechan de esta coyuntura para trasladar la producción a países donde producir les salga más barato, las que a su vez piden mayor flexibilidad en el mercado laboral de sus países de origen. Ésta es la lógica perversa a la que hacíamos referencia y que los gobiernos de la UE aplican sin rechistar ni escuchar a la mayoría de la población. ¿Por qué no gravar con impuestos las fugas de capital que se producen unidireccionalmente desde Europa hacia los países emergentes como China en forma de inversiones en carteras de valores de estos países o deslocalizando la producción instalando la empresa más allá de sus fronteras? Eso seria ir contra los principios básicos del libre mercado según los cuales no se debe poner trabas al movimiento de capital, sin importar si este es especulativo o no. Se está abriendo la puerta desde las instituciones políticas de la UE a lo que se denomina dumping social, que «consiste en la consecución de bajos precios por algunos productores gracias a que se favorecen de una legislación laboral poco exigente.» (15)

El análisis de dicha política a nivel micro, de las empresas y los trabajadores, nos enseña como esta es una medida pensada puramente para beneficiar a la clase empresarial capitalista. Existen otras medidas para reducir el coste laboral que deben soportar las empresas y que en tiempos de recesión son bienvenidas por la clase capitalista y que en otros países como EEUU gozan de mayor margen que en Europa, como son el libre despido o el salario flexible. Dado que medidas como la reducción del salario o el despido libre aún no se han desarrollado, aunque sí se han planteado -y que nadie dude de que terminarán por llegar- se debe aumentar la jornada laboral. El aumento de la jornada laboral permite a las empresas aumentar la producción sin la necesidad de aumentar la capacidad instalada (fábricas, oficinas u otras instalaciones) ni el número de trabajadores. Aprovecha lo que se denomina costes fijos, aquellos costes en los que se incurre independientemente del nivel de producción como puede ser el alquiler o construcción de las naves o locales, los suministros, etc. que ascenderían al mismo importe se produjera mucha o poca cantidad de productos.

Tratemos ahora de describir el impacto de esta medida en términos humanos. Cojamos el escenario más optimista: una jornada laboral de sesenta horas de lunes a sábado -por lo tanto, de diez horas diarias. Cojamos a un europeo medio, al que en honor de cierto economista escocés llamaremos Adam, y situémoslo en ese escenario. Si restamos esas 10 horas de trabajo a las 24 horas que tiene el día, a Adam le quedan 14 horas, de las cuales debería de dedicar al menos 8 a un sueño reparador, pues por puro sentido común sabemos que la jornada laboral «[n]o es prolongable más allá de cierto límite. Este límite máximo se determina de un modo doble. De un lado, por el límite de la fuerza de trabajo. Durante el día natural de 24 horas, el ser humano sólo puede gastar una cantidad determinada de fuerza vital. Un caballo, por ejemplo, sólo puede trabajar 8 horas diarias por término medio. Durante una parte del día tiene que descansar, dormir y durante otra parte del día tiene el hombre que satisfacer otras necesidades físicas, alimentarse, vestirse, etc. Además de este límite puramente físico, la prolongación de la jornada de trabajo choca con límites morales. El obrero necesita tiempo para satisfacer necesidades espirituales y sociales, cuyo volumen y número vienen determinados por el nivel general de civilización. Por eso, la variación de la jornada de trabajo se mueve dentro de unos límites físicos y sociales. Pero ambos son de índole muy elástica y permiten el margen más amplio.» (16)

Eso deja aparentemente a Adam 6 horas de ocio, pero sólo aparentemente. Recuérdese, para empezar, que el ineficaz diseño urbanístico de nuestras ciudades, que es donde se concentra la mayor parte de los puestos de trabajo, obliga a los trabajadores a desplazarse largas distancias para trabajar, un desplazamiento que, como no se considera tiempo de trabajo (que es lo que realmente es), habrá que descontar de las 6 horas que le quedaban a Adam. Como vamos a ser optimistas, vamos a suponer que Adam tiene su trabajo a unos 30 minutos de casa: treinta minutos para ir y treinta para volver, eso hace una hora. A Adam le quedan ahora 5 horas de algo que tampoco podemos llamar tiempo «libre» en el pleno sentido del término, pues la aplastante mayoría de actividades de ocio que se le ofrecen se encuentran ya bajo signo capitalista, pues como escribió Ernst Mandel en El capitalismo tardío «Los logros culturales del proletariado ganados por el ascenso y la lucha de la moderna clase obrera (libros, periódicos, autodidactismo, deporte, organización, etcétera) pierden aquellas características de actividad voluntaria y de autonomía respecto de los procesos de producción y circulación del capital y las mercancías.»

«Los libros son producidos por publicistas comerciales en vez de cooperativas de obreros -continuaba-; la prensa y la televisión burguesas toman el lugar de la prensa socialista; las vacaciones, las excursiones y los deportes comercializados remplazan las actividades de esparcimiento organizadas por las asociaciones de jóvenes obreros, etcétera. La reabsorción de las necesidades culturales del proletariado en el proceso capitalista de producción y circulación de mercancías conduce a una reprivatización de la esfera recreativa de la clase trabajadora. Esto representa una ruptura radical con la tendencia típica de los tiempos del capitalismo de libre competencia y el imperialismo clásico, a una constante extensión de las esferas de acción y solidaridad colectiva del proletariado.» (17)

Si Adam además es, como nosotros, un estudiante de veintitantos años, ¿de dónde sacará tiempo para estudiar? Una jornada laboral de 10 horas en un sistema de mercado que le pone a trabajar en aquello que no le gusta, o para lo que ni siquiera está preparado (y entonces el esfuerzo que habrá de realizar será doble), ¿no ha necesariamente de embotar su mente? ¿Qué tiempo podrá dedicar a sus amigos, a su familia, a su pareja? «De esto [del trabajo asalariado, alienante] resulta que el hombre (el trabajador) sólo se siente libre en sus funciones animales, en el comer, beber, engendrar, y todo lo más en aquello que toca a la habitación y al atavío, y en cambio en sus funciones humanas se siente como un animal. Lo animal se convierte en lo humano y lo humano en animal. Comer, beber y engendrar, etc., son realmente también auténticas funciones humanas. Pero en la abstracción que las separa del ámbito restante de la actividad humana y las convierte en fin único y último son animales.» (18) Lo escribió Marx en 1848 y parece que la tinta aún esté fresca.

Ahora pongámonos del lado del consumidor, ¿qué tipo de servicio ha de ofrecerle alguien que trabaja en estas condiciones? Desde luego que no uno muy bueno. Volvamos al ejemplo de Robert Owen, quien no por filántropo dejaba de ser empresario: «Mientras que en las fábricas de sus competidores los obreros trabajaban hasta trece y catorce horas diarias, en New Lanark la jornada era de diez horas y media. Cuando una crisis algodonera obligó a cerrar la fábrica durante cuatro meses, los obreros de New Lanark, que quedaron sin trabajo siguieron cobrando íntegros sus jornales. Y, con todo, la empresa había incrementado hasta el doble de su valor y rendido a sus propietarios, hasta el último día, abundantes ganancias.» (19) Por descontado, «[l]as circunstancias relativamente favorables, en que les había colocado, estaban todavía muy lejos de permitirles desarrollar racionalmente y en todos sus aspectos el carácter y la inteligencia, y mucho menos desenvolver libremente sus energías. «Y, sin embargo, la parte productora de aquella población de 2.500 almas daba a la sociedad una suma de riqueza real que apenas medio siglo antes hubiera requerido el trabajo de 600.000 hombres juntos. Yo me preguntaba: ¿adónde va a parar la diferencia entre la riqueza consumida por estas 2.500 personas y la que hubieran tenido que consumir las 600.000?» (The Revolution in Mind and Practice). La contestación era clara: esa diferencia se invertía en abonar a los propietarios de la empresa el cinco por ciento de interés sobre el capital de instalación, a lo que venían a sumarse más de 300.000 libras esterlinas de ganancia. Y el caso de New Lanark era, sólo que en proporciones mayores, el de todas las fábricas de Inglaterra.» (20)

Si analizamos la medida en términos de productividad, igual que de competitividad, un aumento de la productividad significa conseguir producir más con los mismos factores de producción (trabajo, capital, tierra), debido al mejor aprendizaje de un proceso o al avance tecnológico. Que los trabajadores trabajen más horas no tiene porqué suponer un aumento de la productividad, si consideramos el producto final por hora de trabajo, éste no varía. Ahora bien, lo que lógicamente sí aumentaría es la cantidad total de producto pero simplemente porque se ha trabajado más tiempo. Igual que en dos meses se produce el doble que en uno, en 12 horas se produce más que en 8. Podemos concluir que la política del aumento de la jornada laboral hasta las 65 horas no tiene necesariamente por qué aumentar ni la competitividad ni la productividad. Sea dicho de paso, aunque esto sucediera, cabría ver si es o no deseable para una sociedad que la mayoría de su población trabaje la mayor parte del día, más aún en las condiciones actuales, a saber: remuneración insuficiente, condiciones laborales indignas y trabajos socialmente inútiles y alienantes.

Antes de continuar debemos anotar que la competitividad no es algo que solo dependa de los costes laborales. Como señala Diego Guerrero, «se cree a veces que los bajos costes de producción por unidad de producto sólo pueden conseguirse por la vía de las bajas tasas unitarias o precios de los factores de producción, de forma que se llega a pensar que sólo podrán ser competitivos los países donde dichos factores (significativamente, el trabajo) tienen un precio absoluto inferior (o sea, donde los salarios son más bajos). Sin embargo el coste unitario o medio es el resultado, básicamente, de la forma en que una empresa combina los insumos necesarios para la producción, y esto lo determina básicamente su técnica productiva, materializada en sus equipos y máquinas.» (21)

Adam, claro está, podría arañar algunas horas de sueño para sumarlas a las de ocio. Pero como se sabe, la falta de sueño, dependiendo de según qué trabajo, puede resultar fatal: cruzar el umbral de la fábrica o subirse a un andamio con dedos perezosos y faltos de concentración puede ser el comienzo de una tragedia que finaliza con la amputación de varios dedos, un brazo o una pierna o, incluso, la muerte (los llamados homicidios blancos). A largo plazo: ansiedad, estrés, depresión (22). «El trabajo en la sociedad capitalista es siempre, al mismo tiempo y de forma contradictoria, lugar de explotación y de alienación (y, por lo tanto, de fatiga y de malestar) y lugar de construcción de identidad, de formación de conciencia colectiva y terreno de lucha para la emancipación y la liberación» ha escrito recientemente Fausto Bertinotti.

«Cuando se reducen los segundos, los primeros se vuelven preponderantes. El sufrimiento y el malestar han pasado a ser, de este modo, la principal característica del trabajo. Han pasado a serlo tanto por la difusión de la precariedad como por el empeoramiento de las prestaciones laborales. […] Los muertos en el trabajo son la consecuencia extrema de este proceso. Una intolerable cadena de homicidios blancos, a los que se añaden los muchos, con frecuencia ni siquiera reconocidos, muertos por enfermedad contraída en el trabajo. Y actualmente aparece otro fenómeno preocupante precisamente en los puntos más elevados e innovadores alcanzados por la reorganización del trabajo: el suicidio de trabajadores en la fábrica. El fenómeno se ha conocido y se ha extendido en los últimos diez años. […] Ultimamente, ha impresionado la serie de suicidios en la Renault de Guyancourt, un centro de investigación y desarrollo de nuevos modelos que comprende 9.000 ingenieros y técnicos, de los cuales el 46% son cuadros dirigentes. Se ha escrito que hay que buscar sus orígenes en la división del trabajo llevada al extremo, en la responsabilidad extremadamente individualizada, en la falta de elementos de sociabilidad en los lugares de trabajo. Una encuesta entre los trabajadores de la Peugeot de Mulhouse, realizada después de los cinco suicidios ocurridos en pocos meses en la fábrica alsaciana del grupo Psa, concentra la identificación de las causas en la intensificación del trabajo, en el aislamiento, en las represiones y en el ambiente de la fábrica. En general aumentan las patologías ligadas al trabajo, especialmente las condiciones de estrés. Aunque el sufrimiento en el trabajo no es ciertamente una novedad, sí lo es su agravamiento, relacionado no solo con la organización del trabajo y las características de su realización sino también con la soledad producida por la destrucción actual de los sistemas de solidaridad que actuaban como contrapeso de las dificultades y de las injusticias laborales. Actualmente los vínculos sociales en el trabajo, con frecuencia se han disuelto ya que la organización informal de la relación entre trabajadores y la convivialidad han sido consideradas como un coste que hay que eliminar (con lo que la comunidad laboral ha sido dividida y desestructurada) y nadie puede contar con los demás. Incluso la informatización se ha utilizado para hacer de la individualización de las actuaciones un sistema de organización de la producción, destruyendo relaciones sociales que hasta ahora habían resistido constituyendo un humus de sociedad civil en los lugares de producción. El trabajo ha pasado a ser predominantemente malestar.» (23)

Peor aún: de enfermar, Adam habría de ponerse en manos de uno de esos médicos a los cuales 65 ó 78 horas de trabajo a la semana mermarán indudablemente sus facultades de galeno. «Après moi le déluge! es el lema de todo capitalista y de toda noción capitalista. Por eso, el capital no tiene en consideración la salud y la duración de la vida del obrero, a menos que lo obligue a ello la sociedad. A las quejas sobre la degeneración física y espiritual, la muerte prematura, la tortura del trabajo excesivo, responde: ¿nos va a atormentar este tormento que aumenta nuestro placer (la ganancia)?» (24)

Hemos citado varias veces a lo largo de este artículo El Capital. Pero no como recurso escolástico y doctrinario, como quien cita la Biblia, si no, más bien, como expresaba Bertinotti en el artículo anteriormente citado, porque en «el punto maduro de la gran reestructuración, ha vuelto el tiempo «del trabajo», es decir, de una interpretación unitaria del trabajo asalariado en este ciclo capitalista, el de la globalización y financiarización de la economía y el de la reorganización interna en la dirección de lo que los apologistas llaman la economía del conocimiento. [En este contexto las] categorías marxistas de la explotación y de la alienación se hacen, si cabe, aún más imprescindibles. La idea de Marx, que basa la sociedad en la valorización de la riqueza abstracta por parte de un capital que tiende a asimilar y organizar, según sus leyes internas, todo el campo de la producción y reproducción social, presuponiendo una capacidad de acumulación tendencialmente infinita, no ha sido nunca tan pertinente.» (25) Repárese si no en este inmejorable ejemplo, también de El Capital:

«»¿Qué es una jornada de trabajo?» ¿Cuál es la cantidad de tiempo durante el cual puede consumir el capital la fuerza de trabajo cuyo valor diario paga? ¿Hasta dónde puede prolongarse la jornada de trabajo por encima del trabajo necesario para la reproducción de la propia fuerza de trabajo? Como ya se ha visto, el capital responde a estas preguntas: la jornada de trabajo comprende las 24 horas del día, descontando únicamente las pocas horas de descanso, sin las cuales la fuerza de trabajo se negaría en absoluto a funcionar. En primer lugar, es evidente que el obrero, durante toda su vida, no es más que fuerza de trabajo, que, por tanto, todo su tiempo disponible es, por naturaleza y por derecho, tiempo de trabajo, o sea, que le pertenece a la autovalorización del capital. Tiempo para la educación humana, para el desarrollo intelectual, para el cumplimiento de las funciones sociales, para las relaciones sociales, para el libre juego de las fuerzas físicas y espirituales de la vida, incluso para santificar el domingo, aunque sea en el país de los beatos del precepto dominical, ¡pura fruslería! En su impulso ciego y desmedido, en su hambre canina de plustrabajo, el capital no sólo derriba las máximas barreras morales, sino también las puramente físicas de la jornada de trabajo. Usurpa el tiempo que necesita el cuerpo para crecer, desarrollarse y mantenerse sano. Le roba el tiempo que se necesita para consumir aire libre y luz solar. Acorta el tiempo de las comidas y lo incorpora, a ser posible, al proceso de producción, de manera que al obrero se le suministran alimentos como a un medio de producción más, como a la caldera de vapor carbón y a la máquina sebo o aceite. Reduce el sueño sano que concentra, renueva y refresca las energías vitales, al número de horas de rigidez indispensables para reanimar un organismo absolutamente agotado. En vez de ser la conservación normal de la fuerza de trabajo el límite de la jornada laboral, sucede lo contrario: el mayor gasto diario posible de fuerza de trabajo, por muy violento y penoso que resulte, es lo que determina el límite de tiempo de descanso para el obrero. El capital no pregunta por la duración de la vida de la fuerza de trabajo. Lo que le interesa es única y exclusivamente el máximo de fuerza de trabajo que se puede gastar en una jornada.» (26)

¿Y acaso no es eso lo que estamos viendo? Mutato nomine de te fabula narratur! (¡Bajo otro nombre a ti se refiere esta historia!) Las fábricas en donde se vulneraban por sistema todos y cada uno de los derechos de los trabajadores ahora se llaman sweatshops o maquilas y, como todo el mundo sabe, se han trasladado a Bangla Desh, China o Filipinas, pero las jornadas de trabajo no sólo no se han mantenido inalteradas en toda Europa occidental sino que ahora, de aprobarse la propuesta eslovena, volverían a los registros de 1919. El proletariado industrial ha sido sustituido en gran medida -que no por completo, como quisieran los apologistas de la «sociedad de la información»- por los «obreros de cuello blanco», y las enfermedades derivadas del polvo y el ruido de las máquinas, por el «síndrome del edificio enfermo» (27), el abotargamiento frente al ordenador y bajo irritantes luces de neón incluso a plena luz del día, y una plétora de trastornos psicológicos y emocionales cuyo impacto social resulta extremadamente difícil de evaluar.

«El trabajo no es la «fuente de toda riqueza». La naturaleza no es menos fuente de los valores de uso (¡y en éstos consiste la riqueza objetiva!) que el trabajo, el cual no es sino la manifestación de una fuerza natural, la fuerza humana del trabajo», sentenciaba Marx en la Crítica del Programa de Gotha, «Aquella frase se halla en todas las fábulas para niños, y sólo es verdadera, si se supone que en el trabajo van incluidos los medios y los objetos que le acompañan. […] Sólo en la medida en que el hombre se relaciona de buen principio como propietario de la naturaleza -que es la primera fuente de todos los medios y los objetos del trabajo-, sólo en la medida en que la trata como cosa suya, será el trabajo fuente de valores de uso, es decir, de riqueza. Los burgueses tienen muy buenas razones para fantasear que el trabajo es una fuerza creativa sobrenatural; pues precisamente de la determinación natural del trabajo se sigue que el hombre que no posea otra propiedad que su propia fuerza de trabajo, en cualesquiera situaciones sociales y culturales, tiene que ser el esclavo de otros hombres, de los que se han hecho con la propiedad de las condiciones objetivas del trabajo. Sólo puede trabajar con el permiso de éstos, es decir: sólo puede vivir con su permiso.»

Quiere la aplicación del rodillo neoliberal que a comienzos de siglo XXI, como durante todo el XIX y a comienzos del XX, la lucha de los trabajadores vuelva a ser por el control del cronómetro. De momento es el cronómetro quien le domina a él. Hay una escena cinematográfica que siempre se emplea, muy apropiadamente, como metáfora de esta lucha: la del operario del reloj de la fábrica de Metrópolis (Fritz Lang, 1926) que había de ajustarse a sus manecillas, por descontroladas que éstas marcharan. Quizás algún día seamos nosotros quienes ajustemos las manecillas a nuestros intereses y no al revés.

Àngel Ferrero es colaborador de Sin Permiso y Rebelión. Iván Gordillo es economista y miembro del seminario TAIFA de economía crítica.

NOTAS

(1) Karl Marx, El Capital (Madrid, Akal, 2006), vol. I, cap. VII, p. 308. Para un desarrollo de la noción de plusvalía, véanse del mismo autor, además naturalmente del citado volumen, Trabajo asalariado y capital [Marxists Internet Archive: http://www.marxists.org/espanol/m-e/1840s/49-trab2.htm] y Salario, precio y ganancia [Marxists Internet Archive: http://www.marxists.org/espanol/m-e/1860s/65-salar.htm]
(2) «La primera regulación que se hizo referente a la duración de la jornada de trabajo, fue en la Conferencia General de la Organización Internacional del Trabajo convocada en Washington por el Gobierno de los Estados Unidos de América el 29 de octubre de 1919. En esta Conferencia se estableció el convenio por el que se limitan las horas de trabajo en las industrias a ocho horas diarias y cuarenta y ocho semanales cuestión que constituye el primer punto del orden del día de la reunión de la Conferencia celebrada en Washington.» [Wikipedia: http://es.wikipedia.org/wiki/Jornada_de_trabajo]
(3) Roberto Gargarella, Las teorías de la justicia después de Rawls (Barcelona, Paidós, 1999), p. 55
(4) Karl Marx, El Capital, vol. I, cap. VIII, p. 314
(5) Leáse, por ejemplo, el reciente artículo de Juanjo Basterra para Gara «De las 64 horas de trabajo en 1870 a las 65 horas en 2008» [Rebelión: http://www.rebelion.org/noticia.php?id=68934]
(6) El Capital., vol. I, cap. VIII, p. 396 y p. 400
(7) El derecho a la pereza en el Marxists Internet Archive (MIA), traducción de María Celia Cotarelo: http://www.marxists.org/espanol/lafargue/1880s/1883.htm
(8) El diccionario del Marxists Internet Archive (MIA) define toyotismo como un sistema de división del trabajo que desde los setenta, ha «generado su propia estructura de clase: una clase trabajadora dividida entre una masa de trabajadores extremadamente pobres y totalmente alienada sin seguridad laboral o estabilidad en su trabajo por un lado, y un grupo de trabajadores especializados con un empleo relativamente satisfactorio realizado bajo buenas condiciones laborales del otro. Los límites entre comercio y producción, manufactura y servicio, trabajador y gerente, se tornan borrosos.» En algunos casos notablemente espectaculares, este sistema ha conducido en Japón a la muerte de algunos trabajadores por exceso de trabajo, un fenómeno conocido como karoshi. El Ministro japonés de Salud, Bienestar y Trabajo publicó en el 2007 un informe en el que se reveló que 147 trabajadores japoneses murieron aquel año principalmente a causa de una parada cardiaca y 208 cayeron enfermos por exceso de trabajo, un 7’6% por ciento más que el año anterior. El mismo informe estimaba que unos 819 trabajadores desarrollaron una enfermedad mental (205 de ellos recibieron una compensación económica por parte de la empresa) a causa del exceso de trabajo, y que en 176 de los casos habían tratado de automutilarse como consecuencia de lo anterior. El 29 de abril del 2008 se falló un juicio contra una empresa japonesa, que se vio obligada a compensar con 200 millones de yenes a un trabajador que había caído en coma profundo por el exceso de trabajo. [Wikipedia: http://en.wikipedia.org/wiki/Karoshi].
(9) El Capital, vol. I, cap. VIII, p. 359
(10) Ibid., p. 322
(11) Diego Guerrero, Manual de Economía Política, (Madrid, Síntesis, 2002), p. 169-170
(12) David Harvey, Breve historia del neoliberalismo (Madrid, Akal, 2007) p. 151
(13) «Los trabajadores pobres son aquellas personas que, a pesar de tener un contrato legal de trabajo, están por debajo del umbral de pobreza de su área geográfica de referencia. Se trata de trabajadores que son pobres, que no salen del umbral estadístico de pobreza. Los trabajadores pobres constituían un fenómeno normal en el mercado laboral de Estados Unidos, pero no en el de la Unión Europea. Desde hace no muchos años esto ya no es así. Si el Estado de bienestar existe en la mayor parte de los países europeos, surgido después de la Segunda Guerra Mundial, había podido excluir la pobreza a las personas que disponían de un trabajo asalariado, desde hace al menos tres lustros esta situación ha cambiado. Y los datos son espectaculares. «El 3’6 por ciento de la población de la UE son working poor y, lo que es más significativo, (…) el 10 por ciento de la población europea vive en hogares asalariados pobres. Los países del Sur de Europa, que tienen los niveles de pobreza global más altos, vuelven a registrar los datos de pobreza salarial también más elevados. El caso más grave es el portugués, donde más de un 20 por ciento de la población vive en este tipo de hogares» (Medialdea-Álvarez, 2005: 59). Traducido en números absolutos, ello significa que, en el conjunto de la Unión Europea, hay más de 35 millones de trabajadores pobres. En el corazón de la zona mundial con mayor protección social, 35 millones de personas no es una cantidad que pueda ser considerada despreciable.» Daniel Raventós, Las condiciones materiales de la libertad (Barcelona, El Viejo Topo, 2007), pp. 118-119
(14) http://www.elclarin.cl/index.php?option=com_content&task=view&id=11339&Itemid=47
(15) http://es.wikipedia.org/wiki/Dumping
(16) El Capital, pp. 310-311
(17) Ernst Mandel, El capitalismo tardío (México D.F., Era, 1972), p. 384
(18) Karl Marx, Manuscritos de economía y filosofía (Madrid, Alianza, 2005), p. 110
(19) Friedrich Engels, Del socialismo utópico al socialismo científico (Barcelona, DeBarris, 1998), p. 77
(20) Ibid., pp. 77-78
(21) Diego Guerrero, Op. Cit., p. 169-170
(22) «Tres de cada cuatro trabajadores, en concreto el 73 por ciento, sufren estrés en su ámbito laboral y tres cuartas partes de ellos tienen problemas de salud por culpa de esta situación, siendo las dolencias más habituales la fatiga, dolor de cuello y de cabeza, irritabilidad, sensación de agobio, insomnio, falta de concentración y dificultades oculares. Así lo refleja un estudio del Observatorio de Riesgos Psicosociales de UGT, que analiza más de 4.000 puestos de trabajo en diferentes áreas de actividad, como la hostelería, el textil, la enseñanza, la atención primaria y especializada, la cerámica y la industria cárnica, entre otras.» «El 73% de los trabajadores sufre estrés laboral»
[http://www.expansionyempleo.com/edicion/expansionyempleo/desarrollo_profesional/salud_en_el_trabajo/es/desarrollo/1130337.html]
(23) Fausto Bertinotti, Las casamatas del trabajo, trad. de Anna Garriga
(24) El Capital, vol. I, cap. VIII, p. 359
(25) Fausto Bertinotti, Las casamatas del trabajo.
(26) El Capital, pp. 352-353
(27) La Organización Mundial de la Salud (OMS) ha definido el «síndrome del edificio enfermo» como «un conjunto de enfermedades originadas o estimuladas por la contaminación del aire en estos espacios cerrados. Es un conjunto de molestias y enfermedades originadas en la mala ventilación, la descompensación de temperaturas, las cargas iónicas y electromagnéticas, las partículas en suspensión, los gases y vapores de origen químico y los bioaerosoles, entre otros agentes causales identificados. El tipo de malestares que producen y estimulan estas situaciones es variado: jaquecas, náuseas, mareos, resfriados persistentes, irritaciones de las vías respiratorias, piel y ojos, etc. […] Los factores que contribuyen al síndrome se relacionan al diseño del ambiente construido, y puede incluir combinaciones de algunos o a todas las siguientes causas: Interior polución del aire, Perfumes artificiales, Pobre o inapropiada e incluso excesiva iluminación (incluyendo ausencia de o solo limitados accesos a la luz natural. La excesiva iluminación genera reflejos en las pantallas de trabajo de los puestos administrativos), Pobre calentamiento o enfriamiento de las estancias y / o ventilación, Mal posicionamiento de los sistemas de calefacción y aire acondicionado, Mala acústica, Pobres diseños de muebles y equipos (e.g. monitores de PCs, fotocopiadoras, etc.), Pobre ergonomía, Contaminación química, Contaminación biológica. Al dueño o al operador de un «edificio enfermo», los síntomas pueden incluir altos niveles de empleados enfermos o ausentismo, baja productividad, baja satisfacción laboral y alta rotación de empleados.» [Wikipedia: http://es.wikipedia.org/wiki/S%C3%ADndrome_del_edificio_enfermo]