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La corrupción de la democracia

Fuentes: Le Monde Diplomatique

El «caso Bettencourt» que zarandea Francia con su vendaval de arrestos, odios familiares, cheques ocultos, grabaciones furtivas, fechorías fiscales y donaciones ilegales al partido del Presidente Nicolas Sarkozy, está hundiendo el país en una profunda crisis moral. Liliane Bettencourt, una de las mujeres más ricas del planeta, poseedora de una fortuna de 17.000 millones de […]

El «caso Bettencourt» que zarandea Francia con su vendaval de arrestos, odios familiares, cheques ocultos, grabaciones furtivas, fechorías fiscales y donaciones ilegales al partido del Presidente Nicolas Sarkozy, está hundiendo el país en una profunda crisis moral.

Liliane Bettencourt, una de las mujeres más ricas del planeta, poseedora de una fortuna de 17.000 millones de euros y propietaria del imperio de cosméticos y perfumes L’Oréal, se halla en el epicentro de un alucinante culebrón devenido asunto de Estado. Unas conversaciones robadas en su domicilio revelaron que el ministro de Trabajo, Eric Woerth, usó su influencia (cuando era ministro del Presupuesto, y por consiguiente responsable de la administración fiscal) para obtener que su esposa, Florence, fuese contratada por la multimillonaria -con un salario anual de 200.000 euros- para administrar su fortuna… De paso, Eric Woerth, que también era tesorero del partido del Presidente, percibió presuntamente donaciones de decenas de miles de euros (1) para financiar la campaña electoral de Sarkozy… A cambio, se sospecha que el ministro hizo la vista gorda sobre una parte del patrimonio oculto de la dueña de L’Oréal: por ejemplo, varias cuentas millonarias en Suiza y una isla en las Seychelles valorada en unos 500 millones de euros…

Este asunto, de por sí bochornoso, adquiere mayor morbo en la medida en que Eric Woerth es el encargado de conducir la dura reforma de las jubilaciones que castigará a millones de asalariados modestos. En un ambiente de fuertes tensiones sociales y de motines de desclasados en los guetos urbanos, el «caso Bettencourt» está reactivando el viejo litigio entre las elites y el pueblo común. «El clima de la sociedad, advierte el filósofo Marcel Gauchet, se halla hoy impregnado de revuelta latente y de un sentimiento de distancia radical hacia los dirigentes» (2).

Francia no es la única democracia carcomida por la corrupción de algunos políticos y por la permanente confusión que muchos de ellos mantienen entre cargos públicos y beneficios privados. Está aún fresco en las memorias el escándalo de los abusos de los gastos parlamentarios a expensas de los contribuyentes, ocurrido en el Reino Unido y que, junto con otras causas, provocó el descalabro de los laboristas en las elecciones del 6 de mayo pasado. O el de la Italia de Silvio Berlusconi en donde, casi veinte años después de la operación mane pulite que decapitó a gran parte de la clase política, la corrupción, a modo de metástasis, vuelve a extenderse ante la impotencia de una izquierda paralizada y sin ideas. El Tribunal de Cuentas italiano, en su último informe, establece que los delitos de corrupción activa de los funcionarios públicos aumentaron el año pasado en más de 150% (3). Y qué decir de España, agobiada por los múltiples casos de corrupción de cargos públicos asociados a los «señores del ladrillo» enriquecidos por las delirantes políticas urbanísticas. Sin hablar del esperpéntico «caso Gürtel» que sigue coleando.

A escala internacional, la corrupción alcanza hoy, en la era de la globalización neoliberal, una dimensión estructural. Su práctica se ha banalizado igual que otras formas de criminalidad corruptora: malversación de fondos, manipulación de contratos públicos, abuso de bienes sociales, creación y financiación de empleos ficticios, fraude fiscal, disimulo de capitales procedentes de actividades ilícitas, etc. Se confirma así que la corrupción es un pilar fundamental del capitalismo. El ensayista Moisés Naím afirma que, en los próximos decenios, «las actividades de las redes ilícitas del tráfico global y sus socios del mundo ‘legítimo’, ya sea gubernamental o privado, tendrán muchísimo más impacto en las relaciones internacionales, las estrategias de desarrollo económico, la promoción de la democracia, los negocios, las finanzas, las migraciones, la seguridad global; en fin, en la guerra y la paz, que lo que hasta ahora ha sido comúnmente imaginado» (4).

Según el Banco Mundial cada año, en el planeta, los flujos de dinero procedentes de la corrupción, de actividades delictivas y de la evasión de fondos hacia los paraísos fiscales alcanza la astronómica suma de 1,6 billones de euros… De ese montante, unos 250 000 millones corresponden al fraude fiscal realizado anualmente sólo en la Unión Europea. Reinyectados en la economía legal, esos millones permitirían evitar los actuales planes de austeridad y ajuste que tantos estragos sociales están causando.

Ningún dirigente debe olvidar que la democracia es esencialmente un proyecto ético, basado en la virtud y en un sistema de valores sociales y morales que dan sentido al ejercicio del poder. Afirma José Vidal-Beneyto, en su libro póstumo y de indispensable lectura, que cuando, en una democracia, «las principales fuerzas políticas, en plena armonía mafiosa, se ponen de acuerdo para timar a los ciudadanos» (5) se produce un descrédito de la democracia, una repulsa de la política, un aumento de la abstención y, más peligroso, una subida de la extrema derecha. Y concluye: «El gobierno se corrompe por la corrupción, y cuando hay corrupción en la democracia, la corrompida es la democracia».

Notas:

(1) En Francia, la ley de financiamiento de los partidos políticos del 11 de abril de 2003, limita las donaciones de las personas físicas a 7.500 euros al año.

(2) Le Monde , París, 18 de julio de 2010.

(3) Clarín , Buenos Aires, 17 de febrero de 2010.

(4) Moisés Naím, Ilícito , Debate, Madrid, 2006.

(5) José Vidal-Beneyto, La corrupción de la democracia , Catarata, Madrid, 2010.

Fuente: http://www.monde-diplomatique.es/isum/Main?ISUM_Portal=1

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