Traducido por Rocío Anguiano
«Primavera de los pueblos árabes», «la revolución en marcha», «transición democrática», «fin de la dictadura». Las gran maquinaria discursiva se ha puesto en funcionamiento. Es lo único que hacía falta para poder presentar la caída de los regímenes pro occidentales del Magreb como nuevas victorias de Occidente y el triunfo inesperado de sus valores.
La fiebre revolucionaria que últimamente se ha adueñado de los más prudentes editorialistas muestra, en primer lugar, la intensa respuesta inmunitaria a la que se ha visto abocado el discurso dominante ante esos hechos. Se responde con un fuerte ataque de orientalismo a la necesidad de poner, cuanto antes, un solido cordón sanitario entre nosotros y las actuales revueltas. Se maravillan ante estas «revoluciones» para esquivar mejor las evidencias que nos echan a la cara, para contrarrestar mejor la confusión que suscitan en nosotros.
Las ilusiones que se intenta preservar de esta forma han de ser muy valiosas para que se deshagan, por todas partes, en similares apologías de la insurrección, para que se entregue la palma de la no violencia a un movimiento que ha quemado el 60 % de las comisarias egipcias. ¡Que grata sorpresa descubrir de pronto que las principales cadenas de información están en manos de los amigos del pueblo!
Ahora bien, si los insurgentes del otro lado del Mediterráneo dicen: «Antes eramos muertos-vivientes. Ahora, nos hemos despertado», eso a su vez supone que nosotros, que no nos revelamos, somos muertos vivientes, que estamos dormidos . Si dicen: «Antes vivíamos como animales, vivíamos en el miedo. Ahora hemos encontrado la confianza en nosotros mismos, en nuestra fuerza, en nuestra inteligencia», eso significa que nosotros vivimos como animales, nosotros que estamos claramente gobernados por nuestros miedos.
¿A los que hoy pintan con los colores más lúgubres la despiadada dictadura del atroz Ben Alí no les parecía ayer tan respetable? Así que necesitan mentir hoy, como mentían ayer. El error de Michèle Alliot-Marie ha radicado exactamente ahí: en haber desvelado en unas palabras dichas en la Asamblea Nacional que, detrás de tantas redacciones escolares sobre la diferencia entre sus dictaduras y nuestras democracias, se esconde la continuidad policial de los regímenes; eso en lo que unos son ciertamente más expertos y menos burdos que otros.
Se puede describir hasta la nausea la brutalidad de la represión del régimen de Ben Alí. Sin embargo, las doctrinas contra insurreccionales, o el arte de aplastar los levantamientos, son ahora la doctrina oficial de los ejércitos occidentales, ya se trate de aplicarlas en los suburbios o en el centro de las ciudades, en Afganistán o en la plaza Bellecour de Lyon. El serial semanal de pequeñas mentiras y de miserables manejos de Alliot-Marie no puede ocultar el verdadero escandalo: haber calificado como «situación de seguridad ciudadana» una situación revolucionaria. Si no estuviéramos ocupados en trenzar coronas de jazmín o de flor de loto para las revueltas del Magreb, quizás no habríamos olvidado ya que Ben Alí, cuatro días antes de desaparecer en las cloacas de la historia, había hablado de las revueltas en Sidi Bouzid como «imperdonables actos terroristas perpetrados por gamberros encapuchados». O que su sucesor creyó mitigar la cólera del pueblo con el anuncio, como medida inicial, de la derogación de «todas las leyes antidemocráticas», empezando por las leyes antiterroristas.
Si nos negamos a considerar como asombroso el encadenamiento que lleva de la inmolación de Mohamed Bouazizi a la huida de Ben Alí, es que nos negamos a admitir como normal, sino todo lo contrario, la indiferencia aterciopelada que encontró en todas partes durante muchos años la persecución de tantos opositores. Lo que estamos viviendo, nosotros y cierta juventud politizada, desde hace tres años, también tiene algo que ver con esto. En los últimos tres años, ha habido en Francia más de una veintena de compañeros, de todas las tendencias, que han pasado por la casilla de la cárcel, en la mayoría de los casos con la excusa del antiterrorismo y por motivos irrisorios: posesión de fumígenos, colocación de pegamento en cajeros automáticos, tentativa fallida de incendio de vehículo, pega de carteles o patada.
En enero, llegamos al punto en que la magia de la aparición en el fichero de los «anarco-autónomos» ha llevado a una chica a la cárcel por una etiqueta. Esto está sucediendo en Francia y no en Rusia, ni en Arabia Saudí, ni en China.
Sin embargo, todos los meses nos enteramos de que se han llevado a un nuevo compañero en plena calle, de que han propuesto a una amiga, entre muchas otras, que se convierta en confidente a cambio de la impunidad o de un sueldo o de conservar su puesto de profesora, de que un conocido ha caído a su vez en la dimensión paralela en la que vivimos actualmente, con sus celdas sucias, sus juececillos llenos de odio contenido, de mala fe y de resentimiento, con sus insomnios, sus prohibiciones de comunicar, sus policías ya íntimos a fuerza de espiarnos. Y la apatía te vence, la apatía de los que viven «normalmente» y se extrañan, la apatía organizada.
Porque se trata de una política europea. Las periódicas redadas de anarquistas en Grecia de los últimos tiempos dan prueba de ello. Ningún régimen puede renunciar al rodillo judicial cuando se trata de acabar con lo que se le resiste. La culpabilidad es algo que se fabrica y, como tal, es una cuestión de inversión, financiera y personal. Si está dispuesto a utilizar medios al margen de la ley, puede perfectamente convertir una serie de falsos informes, de falsos testimonios y de intrigas de la policía secreta en un expediente de acusación creíble.
En el caso Tarnac, la reciente reconstrucción de la noche de los sabotajes, que tanto había reclamado la defensa, ha dado un magnífico ejemplo de ello. Fue uno de esos momentos apoteósicos en los que resplandece, hasta en los detalles más ínfimos, el carácter de maquinación de toda verdad judicial. Ese día, el juez Fragoli supo ocultar con verdadero arte todo lo que demostraba la imposibilidad de la versión policial. Se volvía repentinamente ciego cada vez que la tenaz realidad contradecía su tesis. Consiguió incluso que los redactores del falso informe de seguimiento evitaran la contradicción, dispensándoles de estar presentes. Lo que en realidad era innecesario, dado que todos ellos habían pasado por allí una semana antes, en secreto.
A decir verdad, que haya sido necesario amañar la reconstrucción es suficiente para demostrar que el informe estaba manipulado. Eso es, sin duda, lo que había que ocultar a las miradas cuando cercaron la zona con muros de gendarmes apoyados por brigadas caninas, helicópteros y decenas de bestias de las subdirección antiterrorista.
A día de hoy, habrá costado algunos millones de euros transformar en instrucción bien montada los fantasmas policiales. Poco importa saber a quién se le imputarán finalmente los actos que sirvieron de pretexto a la detención. Nosotros, por nuestra parte, denunciamos ya al tribunal que ha hecho pasar por terrorismo la colocación de algunos inofensivos ganchos, ahora que bloquear la circulación se ha convertido en el medio de acción esencial de un movimiento de masas contra la reforma de las pensiones.
El cauteloso silencio de los gobernantes europeos sobre los sucesos de Túnez y Egipto dice mucho de la angustia que los oprime. El poder depende de tan poca cosa. Un avión despega y todo un edificio de prevaricación se viene abajo. Las puertas de las prisiones se abren. La policía se desvanece. Se alaba lo que hasta ayer se despreciaba y lo que era objeto de todos los honores ahora lo es de todos los sarcasmos. Todo poder se asienta sobre este abismo. Lo que a nosotros nos parece paranoia por la seguridad solo es pragmatismo policial, antiterrorismo razonado.
Desde el punto de vista del responsable de las situaciones de seguridad ciudadana, el orden público nunca se habría alterado y Ben Alí seguiría tranquilamente de presidente, si se hubiera conseguido neutralizar a tiempo a un tal Mohamed Bouazizi.
Es evidente, tanto en las suburbios como en los movimientos de revuelta, que se ha abierto la caza a los Bouazizi, a los posibles instigadores de levantamientos, y es una carrera contra el reloj; porque, de Ben Alí a Sarkozy, quien reina por el miedo se expone a la ira.
Señor Presidente, en Texas hay ranchos en venta y su avión le espera en la pista de Villacoublay.
Aria, Benjamin, Bertrand, Christophe, Elsa, Gabrielle, Julien, Manon, Matthieu e Yildune, son las diez personas inculpadas en el caso denominado «de Tarnac»
rEV