Carros de fuego no sólo le dio al COI el verdadero himno olímpico, aquella melodía sintetizada de Vangelis, parodiado por Danny Boyle y Rowan Atkinson (Mister Bean) en la ceremonia de apertura de los juegos olímpicos de Londres. La película de Hugh Hudson era también una defensa sutil de la modernización comercial, profesional, quizás mercenaria, […]
Carros de fuego no sólo le dio al COI el verdadero himno olímpico, aquella melodía sintetizada de Vangelis, parodiado por Danny Boyle y Rowan Atkinson (Mister Bean) en la ceremonia de apertura de los juegos olímpicos de Londres. La película de Hugh Hudson era también una defensa sutil de la modernización comercial, profesional, quizás mercenaria, de los Juegos Olímpicos, que empezó en Los Ángeles en 1984, se consolidó en Atlanta 1996 y alcanzó su culminación en la mega fiesta de marketing multinacional de Londres 2012.
Ambientada en los Juegos Olímpicos de París de 1924, la película celebra la caída de los valores del amateur privilegiado de un hipócrita establishment británico, desafiado por el talento meritócrata del atleta judío británico Harold Abrahams (Ben Cross) y por el profesionalismo del estadounidense Jackson Scholz (Brad Davis).
Todo aquello sintonizó perfectamente con el momento histórico en el que se rodó, en 1979, en plena revolución del capitalismo popular e individualismo pro mercado de Margaret Thatcher. Pero Carros de fuego anticipaba el futuro en otro aspecto también. No por su contenido sino por su rodaje.
Trabajando con bajo presupuesto, Hugh Hudson, el director británico del filme, decidió aprovechar el momento para huir de los estudios de cine londinenses que contaban con una fuerte organización sindical y elevados salarios. Llevó todo el equipo de Carros de fuego a Liverpool, uno de los puntos negros de la dura recesión de los setenta donde el paro masculino ascendía al 25%. Era una cantera perfecta de extras de contrato basura y bajo coste.
Lo sé porque yo fui uno de ellos.
A los 18 años, tras terminar los estudios escolares, había decidido dedicar un año a trabajar antes de ir a la universidad. Pero en tiempos de colapso socio económico, eso no era tan fácil. Llevaba varios meses acudiendo cada semana al Job Center cuando vi un anuncio curioso. Se buscaban jóvenes para participar en el rodaje de una película en el estadio deportivo de Bebington. Sólo ofrecían salario mínimo para un par de semanas de trabajo. Pero no estaba en condiciones para decir que no.
Cuando llegué al estadio me encontré con cientos de otros jóvenes parados de Merseyside que habían cambiado sus vaqueros y botas Doctor Martens por el traje olímpico modelo 1924 en preparación para la escena de la ceremonia de apertura. Fue un reparto de lo más inverosímil para una película sobre las élites deportivas de los años entreguerras.
A mí me eligieron para el equipo francés, traje blanco de costuras color azul marino y sombrero canotié de paja estilo boater. Tuve que caminar a paso lento detrás del líder del equipo que llevaba la bandera francesa mientras una orquesta tocaba La Marsellesa. A parte de encontrar a extras de bajo coste en Liverpool, Hudson había invitado a residentes de cierta edad de Liverpool a presentarse voluntariamente luciendo sus propios trajes antiguos o los de sus padres. Estaban encantados de participar voluntariamente y recordar los good old days. Luego estaban los jóvenes actores que trabajaban sin cobrar con la esperanza de que el director se fijase en ellos.
Mi gran oportunidad se presentó cuando un grupo de extras fue elegido para una escena interior de un baile de salón. Tuvimos que acudir a maquillaje, donde nos aplicaron un gel al pelo para crear el efecto engominado estilo Retorno a Brideshead de Evelyn Waugh, muy de moda por la serie de la BBC. Un colega de la oficina de paro de un barrio duro de Birkenhead, ciudad que tenía el dudoso honor de albergar una calle de un kilómetro de largo en la que nadie trabajaba, protestó: Fuck off! I’m not putting that crap in me air!(«¡Ni hablar! ¡No voy a meter aquella porquería en mi pelo!»). Y, prueba de la insumisón laboral que aún perduraba en la ciudad, se marchó del set para regresar a la oficina de paro.
Yo, en cambio, había visto a Jeremy Irons en Brideshead y no tenía ningún inconveniente. Pero luego, bajo los focos intensos del rodaje, vi que integrantes del equipo de Hudson me miraban con gestos de preocupación. Se me acercó un ayudante de dirección de melena larga y acento de Eton: «Lo siento, chico, tienes aspecto demasiado punki para esta escena», me dijo. Y efectivamente, al retirarme del set, pude mirarme en un espejo y comprobar que mi pelo se había vuelto un tono fluorescente verde que daría envidia a Johnny Rotten.
Mientras tanto, los primeros conatos de la rebelión de los extras se manifestaron en el césped delante del estadio. Tras esperar seis o siete horas a que el rodaje arrancase, habíamos organizado un partido de fútbol. De repente se oyó por megafonía. «¡Se ruega a los extras no jugar a fútbol porque van a ensuciar sus trajes!». Pero eso era Liverpool, en los años de Bob Paisley, Kenny Dalglish y Terry McDermott. De modo que el partido continuó y unos cuantos extras fueron despedidos sumariamente.
Recordé el rodaje de Carros de Fuego la semana pasada mientras recorrí las calles de la Londres olímpica empapeladas de marketing multinacional en el que marcas globales como McDonalds, Visa, Coca Cola, BMW, Heineken se peleaban por identificarse con el exuberante nacionalismo deportivo. Miles de jóvenes parados habían sido contratados por empresas privadas de nombres como G4S o Close Protección UK, subcontratadas para la mega operación olímpica. Hablé con un joven paquistaní que me dijo que cobraría 10 euros la hora durante dos semanas y luego volvería al paro.
Días antes, G4S, la principal empresa de mano de obra temporal, había reconocido que miles de trabajadores contratados temporalmente por salario mínimo para la duración de los Juegos no se habían presentado para trabajar, quizás una protesta silenciosa, al igual que las protestas de los extras de Carros de Fuego. El fiasco forzó la movilización de miles de soldados británicos.
Close Protection UK, por su parte, había sido denunciada por abusar a trabajadores temporales durante el 60 aniversario de la coronación de Isabel II en mayo prometiéndoles trabajo pagado para luego convertirlo en work experience (prácticas sin cobrar), un requisito supuestamente para trabajar en los Juegos Olímpicos. Antes de marcharme de Londres, llamé a la directora de Tomorrow’s People, la oenegé que ayuda a Close Protection a encontrar su mano de obra. «¿Para qué sirven practicas en un trabajo que consiste en esperar en la calle con una chaqueta amarilla diciendo «This way, please» a miles de espectadores?», pregunté. «Algunos de esos jóvenes llevaban cinco años sin trabajar; estas oportunidades son muy útiles», respondió.
Y en el mercado de trabajo olímpico, al igual que en el rodaje de Carros de fuego la nueva mano de obra precaria en Londres 2012 convive con una enorme fuerza de trabajo voluntaria de 70.000 personas. Gente como Linda Short que dijo a The Guardian que estaba encantada de trabajar jornadas de 10 horas ya que «es una oportunidad para demostrar lo mejor de nuestro país».
Es el mercado de trabajo olímpico, precursor de la Big Society de David Cameron, en la que se sustituirán muchos servicios públicos por organizaciones voluntarias mientras que el resto se externaliza en multinacionales como G4S . Será la última escena de la larga película de terror laboral que se inició a finales de los años setenta y que Hugh Hudson -sin darse cuenta- anticipó en el rodaje de Carros de fuego.
Fuente: http://blogs.lavanguardia.com/diario-itinerante/?p=1197