Se ha sugerido que viajar al pasado es crear un universo paralelo y no regresar a un propio pasado, sino a una copia de éste. Pues bien, eso es lo que parece ocurrir con la política norteamericana de hoy, referida, por lo menos, a América latina. Cuando el ciudadano Kerry dijo recientemente que América Latina […]
Se ha sugerido que viajar al pasado es crear un universo paralelo y no regresar a un propio pasado, sino a una copia de éste. Pues bien, eso es lo que parece ocurrir con la política norteamericana de hoy, referida, por lo menos, a América latina.
Cuando el ciudadano Kerry dijo recientemente que América Latina era nada menos que «el patio trasero» de los Estados Unidos, no estaba hablando como el Secretario de Estado de un país que mira el futuro; sino de otro, que retorna al pasado, solo que de manera ficticia, para extraer una copia del mismo y aplicarlo a una realidad enteramente distinta.
A mediados del siglo XX, cuando la administración yanqui avaló la invasión militar a Guatemala preparada por la CIA y liderada por Castillo Armas a fin de derrocar al Presidente Constitucional de ese país, Jacobo Arbenz; un periodista interrogó al entonces vocero principal de la Casa Blanca John Foster Dulles acerca del impacto que esa acción generaría entre los «amigos» de Washington en el mundo. La respuesta del Secretario de Estado USA fue definida y lapidaria: «Estados Unidos no tiene amigos, tiene intereses».
Eran esos los años en los que el esplendor de la «guerra fría» se orientaba a «alinear» a todos los gobiernos de la región tras la batuta imperial, reeditando la vieja doctrina Monroe que reencarnada en el mensaje de «El Panamericanismo» -definido genialmente por el humorista peruano Luis Felipe Angell, como «Pan para ellos, y Americanismo para nosotros»– asomaba convulsa en un escenario en el que la Guerra de Corea era la expresión dominante.
Pareciera que hoy el Presidente Obama busca reeditar la vieja «doctrina» como una manera de proyectar la imagen de su país como «potencia mundial», pero también como un modo de enfrentar la campaña de la ultraderecha yanqui que anhela volver a los «viejos tiempos» en los que pegar al negro y odiar al rojo constituían el lei motiv de la vivencia yanqui.
Derrotado espectacularmente en Afganistan donde no pudo llegar siquiera a las oscuras cuevas de Bora Bora, vencido en Irak, impotente para obligar a Libia a acoger su «modelo», imposibilitado siquiera de cerrar el Centro Clandestino de Reclusión que funciona en Guantánamo, y repudiado en el medio oriente tras la inenarrable sangría Siria; el Presidente de los Estados Unidos parece haber llegado a la conclusión que debe «replegarse» en su propio escenario. Y concibe éste, como el territorio americano desde los pisos helados de Bering, hasta el estrecho de Magallanes.
Este «viraje» parece haberse perfilado mejor a partir de la designación de John Kerry, el Senador Demócrata y ex candidato a la Presidencia de los Estados Unidos, quien entró al cargo de Secretario de Estado con el ímpetu con el que un picapedrero se empeña en romper los cristales de un hermoso edificio; y diseñar una «nueva política» para la región.
Esa, parece tener una idea inicial y tres puntas definidas. La idea es que el deceso del Presidente Chávez marca un cambio en el escenario continental y permite a Washington retomar con brío su estrategia de dominación. No estando ya el Quijote de Caracas, sería más fácil generar espacios de penetración imperial en la región y soliviantar a los pueblos en provecho extraño.
De ahí que la primera de esas puntas, enfile a Caracas. Partiendo de la premisa que Maduro «no es Chávez», Washington alienta la ofensiva de la contrarrevolución «con todo». Ahora, ataca con el colapso financiero, el desabastecimiento de los mercados, la escasez de víveres, la inflación galopante: mismo Chile de los años 70, previos al Golpe Fascista que hoy todos repudian pero que unos vieron con alivio y otros aplaudieron a rabiar. Esa táctica que domina a la perfección la clase dominante en nuestros países, no es simple: se orienta a generar el clima de una confrontación armada, una suerte de «guerra civil» que, en su momento, reviente como «un conflicto interno» y luego permita a Washington alentar la intervención de una «fuerza de paz» liderada por la OEA y por Naciones Unidas, como lo confirman hoy varios ejemplos.
La segunda punta es el Perú, donde virtualmente se ha trasladado el escenario caraqueño. Aquí dan vueltas como espectros de un pasado vencido los más ramplones politiqueros de la burguesía de la Venezuela pre-revolucionaria y saltan de un programa a otro de la Tele. Los presentan Jaime Altháus, Rosa María Palacios, «la Chichi» y hasta Alvarez Ródrich; y los aúpan los más destacados voceros de la Mafia: Jorge de Castillo, Lourdes Alcorta, Luz Salgado, Rafael Rey, Pedro Pablo Kuczynski y algunos más. Ellos se concentran bajo el patrocinio de ciertas autoridades locales, incluida la alcaldesa de Lima, Susana Villarán; y son aplaudidos por una vocinglera «claque» de venezolanos que huyeron de su país por no rendir cuenta de actos delictivos, ser cómplices de las mafias locales, o simplemente sentir pánico ante los cambios sociales. Recientemente hicieron un espectáculo circense en Pueblo Libre con escolares a los que trasladaron en buses como «comisión de aplausos». Ante ellos, el socio de Canaan, habló de «Moralidad y buen gobierno».
Esa nave anti-chavista que busca surcar los mares peruanos incursionando en todas las esferas de nuestra política, luce sin embargo, desorientada: no sabe si aplaudir el retiro de Rafael Roncagliolo de Relaciones Exteriores, o lamentarlo, asegurando que fue «víctima de Maduro». Y es que resulta incapaz de percibir los hechos. El Canciller peruano, que tuvo una gestión austera, sobria y digna, mantuvo una política de Estado que responde a los intereses y necesidades del país. Por eso, fue aviesamente atacado por los grandes medios al servicio de la corrupción sueltos en plaza por la fuerza del dinero. Y por eso, esa política se ha confirmado hoy como respuesta a los sueños quiméricos de sus detractores, que esperaban que un «diplomático de carrera» asumiera esa función. Querían a Francisco Tudela o a Eduardo Ponce, a quienes brindan espacios y páginas de manera cotidiana. A cualquier de ellos lo habrían aplaudido a cuatro manos. En este marco, a Humala lo detestan, pero sólo Lourdes Flores dice que «es un títere». Los demás, lo castigan con «el látigo de su desprecio».
Y la tercera punta es Argentina, donde la ofensiva contra Cristina Fernández alcanza ribetes inimaginables. La acusan, literalmente, se haberle dado un tiro en la nuca a su esposo, el presidente Kirchner para sustraer inmensas bolsas de dólares y euros, sabiamente ocultados en un bunker especialmente construido en los bajos de su casa. A lo que aspiran es simplemente a liquidar su imagen para impedir la continuación del proceso progresista que se opera en su país.
Por razones de orden geográfico, pero también por las especificidades del proceso nuestro, el Perú parece ser visto por Washington como el eslabón más débil, y por tanto más vulnerable. Y es que la Casa Blanca sabe que aquí radica la oligarquía más venal y más servil del continente. Para ella -lo dijo ya González Prada- el Perú «fue tienda plantada en el desierto de una segunda Arabia; acometieron y despojaron a los dueños; pero no se van porque todavía explotan algunos restos de grandeza y no vislumbran tienda que embestir y robar».
Confiada en la capacidad operativa de esta fuerza obsecuente y envilecida, la White House, afila sus dardos con el propósito de imponer a como dé lugar, una nueva política exterior al gobierno del Presidente Humala. La reciente y sorpresiva visita del ex Presidente Clinton no constituye en nuestro desierto político un hecho casual, como podría serlo una gota de lluvia. Es la antesala de un encuentro mayor: la cita del 9 de junio en la que el Presidente Obama recibirá al mandatario peruano en un encuentro que puede resultar decisivo para la evolución del proceso peruano.
La participación «activa» del Perú en el «acuerdo del Pacífico», con México Colombia y Chile es para Washington una piedra de toque porque podría suscitar un alejamiento de las «posiciones chavistas». Claro que incluso eso resulta relativo, porque en poco tiempo la administración de Santiago cambiará de manos, y Piñera ya no estará para lavar la cara de los yanquis.
Aún así, la toma de distancia con relación a UNASUR y la CELAC, la quiebra de estas estructuras y la renuncia a buscar caminos propios de desarrollo liberador; constituyen hitos básicos que el gobierno de los Estados Unidos exige en una suerte de «ruta del retorno», es decir, una vuelta al pasado de sometimiento y humillación. Ese «retorno» podría ser copia -y mala- del pasado, pero no tendrá futuro: los pueblos, han cambiado.
Gustavo Espinoza M. del Colectivo de Dirección de Nuestra Bandera
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