El alejamiento de «Il Manifesto». El conflicto entre generaciones. Las nuevas desigualdades. Coloquio con la «muchacha del siglo XX». Traduce konkreto.
«No, ya no nos entendemos. Los he escuchado durante muchos años, un largo maullido a mis espaldas. Venían a contarle a la madre las desilusiones existenciales. Los amores, las esperanzas y las dificultades. Pero ahora realmente ya no nos entendemos.» La mirada es severa y, a la vez, sonriente, la tez candida como las camelias que florecen en el jardín que nos rodea. Desde hace algunos meses Rossana Rossanda vive en Brissago, un rincón del Cantón del Tesino (Suiza) donde estará hasta finales del mes de agosto. «Sí, es un bonito lugar. Desde el hospital de París veía sólo la periferia, aquí está el lago, por fortuna encrespado por el viento. Para quien no la conoce, Suiza puede ser encantadora. Pero parece que quien vive aquí la encuentra insoportable».
Azul por todos lados, las velas blancas y también las montañas nevadas, una belleza casi descarada e intolerable para los ojos lastimados de quien vive en la gran casa de cristal frente al lago Mayor. «¿Podría usted por favor», se dirige con familiaridad a la enfermera, «sacar las rosas a que le de un poco el aire?». La habitación es luminosa, sobre la mesita de noche el bote de colonia y la biografía de Furet, un poco más allá el último libro de Asor Rosa, Los cuentos del error. «Es un bellísimo libro sobre la vejez y la muerte. Pero nosotros queremos hablar de otra cosa ¿verdad?. Las necrológicas dejémoslas aparte».
Para los más viejos, en la familia de Il Manifesto, ha sido la hermana mayor, el roble sobre el que resguardarse en la tormenta. Para los «jóvenes» -así los llama, aunque jóvenes no lo son desde hace mucho tiempo- es la madre temida y engorrosa. «Sí, una madre castradora. Me han visto siempre así, aunque yo nunca me he sentido tal. He intentado siempre entender, que tuvieran su propio espacio, pero quizás es una ley generacional. Los hijos para crecer necesitan matar a los padres y a las madres. Y ahora me ha tocado también a mi».
En septiembre pasado dejó el periódico fundado por ella con un artículo muy polémico: ha faltado una reflexión sobre quién somos, en qué se ha convertido el diario, la relación con los orígenes y con el presente. Sobre qué es hoy la izquierda. Junto a Rossanda, se han ido también Valentino Parlato y otras diversas firmas. «No nos hemos ido nosotros. Es Il Manifesto quien nos ha echado. Hemos perdido. No quería saber ya nada de nosotros y nos hemos retirado. También estúpidamente, porque deberíamos haber callado a los mas jóvenes. Hubo una grandísima fractura entre nuestra generación y la posterior. Movidos por una especie de resentimiento, no hacen más que decirnos: solo un montón de escombros, esto es lo que nos habéis dejado. Vosotros, con vuestras certezas y vuestras ideas graníticas. Es la frase más estúpida que he oido nunca».
Escombros, certezas, nosotros y ellos. ¿Ningún error, nada que repensar? «Mi error fue no mantener unido al grupo. Y también no entender que si para nuestra generación fue duro, para aquellos nacidos en los años Setenta y Ochenta del siglo pasado lo es aún más. Pero no hemos debido dejarnos que nos alejaran del periódico. Como en un refrán, nos repiten: todo ha cambiado, nada es igual que antes. ¿Pero qué quieren decir? ¿Qué es este todo ha cambiado?».
El mundo le parece más injusto que nunca, entre el privilegio y la pobreza, explotadores y explotados, ejecutivos superpagados y trabajadores pobres. «Nunca hubo tanta desigualdad en la historia. Pero se pasa sobre todo esto, no importa. También ha sido asumido por los jóvenes la necesidad de abolir el conflicto, como si la lucha social fuera una cosa del siglo pasado. También Il Manifesto ha renunciado a ello desde hace tiempo, mezclando confusamente bienes comunes y ecologismo. Sí, es verdad, estas cosas no me importan nada también por mis limitaciones. Pero siento la necesidad de pedir que se vuelva al conflicto de clase. Y no pienso en un extremista sediento de sangre, sino en los análisis de Luciano Gallino, que recuerdo en la época de Adriano Olivetti».
Le horroriza una sociedad pacificada, «el absurdo acuerdo bendecido por Napolitano entre Berlusconi y lo poco de izquierda que queda». Y no tiene mucha confianza en los movimientos, generosos y vitales pero impotentes. «Prevalece totalmente lo antipartido, que me parece profundamente equivocado. Los partidos han tenido muchos defectos, pero cada uno por sí solo no organiza nada. La alternativa corre el riesgo de ser Grillo, el cual ha conseguido condensar los peores vicios de los partidos -la autoridad del Jefe- sin ejercitar así la función más noble, o sea, juntar a las personas, comprometerlas en un proyecto común. Y hasta el estilo: lo que ha hecho con Rodotà es indecente».
No, ahora no le interesa ya volver a Il Manifesto, confundirse «en aquel charloteo insensato». Prefiere escribir «en un sitio de economistas inteligentes como Sbilanciamoci«.
Pero no es una ruptura personal, solo política. Lo repite muchas veces, para que nos lo creamos. «Al menos para mí es así. No me pesa haber discutido con alguno, humanamente hago las paces rápidamente. Yo no hago las paces con las ideas, que es algo muy distinto. Pero los jóvenes razonan de otro modo. Y quizás yo los quiero más que ellos a mí».
Ahora que ha acabado, aquella historia puede contarse, empezando desde el principio. Donde acaba Una muchacha del siglo pasado, con el nacimiento de Il Manifesto y el intento de hacer de puente entre el 68 y la vieja izquierda. «No funcionó y querría intentar entender qué es lo que ocurrió. El libro lo tengo ya pensado, se trata de escribirlo. Más que la actual ruptura con Norma Rangieri, me impulsan los antiguos debates con Pintor, Magri y Natoli». Hay que entender muchas otras cosas, también por qué el país se ha reducido al estado actual. «Lucio fue el que del fracaso político extrajo las conclusiones más duras, eligiendo morir. La pérdida de su mujer amada coincidió con una pérdida de sentido más general. Y prefirió irse». ¿Por qué quiso acompañarlo en su último viaje? «¡Era lo menos que podía hacer por él. En nuestro grupo, era yo la persona que más lo había herido. En la época del Pdup, lo expulsé del periódico, quitándole el papel más importante en la discusión con Berlinguer. Naturalmente lo volvería a hacer, pero es seguro que lo perjudiqué. Y habiéndolo querido mucho, me pareció que era lo mínimo estar a su lado en el momento final. Estaba mal desde hacía años, no era una melancolía pasajera. Hicimos de todo para disuadirlo, pero no lo conseguimos. Entonces se lo dije: «¿Lucio, quieres que te acompañe?». Esperaba que me dijera que no. Pero me dijo que sí. Y lo hice».
Había imaginado una muerte tranquila, «como ocurría en la antiguedad». Y por el contrario, no ha sido así. «Una experiencia terrible. Pero es una decisión que respeto y entiendo. Vivir por vivir no tiene mucho sentido. Si no estuviera Karol (el marido enfermo que la espera en París, ndr) no tendría ningún interés en seguir viviendo». Acompañar a alguien hacia la muerte -dije una vez en un diálogo con Manuela Fraire- quiere decir aceptar la muerte de una misma. «El dolor te hace entender muchas cosas, el dolor mismo. Nosotros rehuimos la experiencia negativa, la anulación, mientras el dolor te golpea en la boca y entonces lo asumes. No creo, por el contrario, que puedas recuperarte de esto, porque es una dura experiencia, que puede destruirte. Tampoco creo que el luto se pueda procesar, sino que permanece como parte de tí, incancelable».
Todas las personas perdidas las lleva detrás, también aquí, ante el extraño lago parecido al mar. El lago negro de su juventud partisana, en el que los alemanes lanzaron los cuerpos torturados. «Hoy vivo en el presente, pero ya no es el mío, me faltan los elementos esenciales. Un presente que se contrae con el tiempo y la monotonía. Antes podía decir mañana voy a Berlin o a la montaña. Ahora ya no puedo decirlo». Se adelanta a la objeción, los ojos se le iluminan de ironía. «No, no me gusta envejecer. He entrado en los noventa, pero no me enorgullezco de ello. Norberto Bobbio escribió un hermoso libro, De Senectute. Pero yo no pertenezco a esta categoría. Me horroricé cuando me vino un ictus y quería librarme de él. Algo que no ocurriría. No sabemos nada del cuerpo. Mis amigas feministas dicen que las mujeres están más cerca del cuerpo, pero no es verdad. Ahora siento qué quiere decir tener medio cuerpo y es terrible. El cuerpo o es íntegro o no lo es. No se está un poco paralizado, un poco enfermo. Se está completamente».
Pero la mente está lúcida y afilada como antes de la emboscada. «Con un agravante. No puedes olvidarte de lo que eres. No noté nada cuando me vino el ictus. No he sentido dolor, no me he desplomado. Miraba la televisión en mi casa de París. Y de improviso me he convertido en una medusa, una criatura gelatinosa e impotente. ¿Se imagina una gran medusa?». Te mira y se echa a reir, como si el incierto monstruo marino recién evocado pudiera llevarse los miedos. «De verdad, es así. Entonces hay que tener un carácter fuerte y decirse: yo sigo adelante. Pero no tengo este temperamento heroico».
Doriana, la amiga que no la ha abandonado nunca, le acerca la tableta para leer. Rossana está alegre y perpleja, «quizás me termine acostumbrando». Eterna hermana mayor, la que siempre sabe más, y le duele si los otros no la siguen, quizás sea ella la que desee una hermana mayor. «¡No, soy prepotente. Y no podría soportarla». Las «muchachas del siglo pasado» estaban hechas un poco así. «Sí, es verdad, pertenezco al siglo XX. También en el periódico me han visto como una mujer de un tiempo lejano. Pero fue un gran siglo, cosa que el actual no tiene la pinta de serlo. Hemos vivido una historia terrible, pero una gran historia. Ahora vivimos historietas».
Fuente: «La Repubblica», 7 de junio de 2013