No es un nuevo fantasma que recorre Europa. Es una realidad cada día más evidente, que se desarrolla de Norte a Sur del continente, y para la que los laboratorios políticos no han encontrado, de momento, un antídoto. En lo que sí parecen ponerse algo de acuerdo los politólogos es en las supuestas causas que […]
No es un nuevo fantasma que recorre Europa. Es una realidad cada día más evidente, que se desarrolla de Norte a Sur del continente, y para la que los laboratorios políticos no han encontrado, de momento, un antídoto. En lo que sí parecen ponerse algo de acuerdo los politólogos es en las supuestas causas que han disparado el fenómeno: crisis económica, descomposición del Estado del bienestar, inmigración desbocada, autismo de los apparatchiks ante los requerimientos de los ciudadanos…
Noruega acaba de inaugurar gobierno. Uno de los países más ricos de Europa gracias a su renta petrolífera, cuenta con tres ministros de la derecha populista del Partido del Progreso, en coalición con el mayoritario Partido Conservador. Sus vecinos suecos conocieron en 2010 el éxito de los «Demócratas suecos», que obtuvieron 20 escaños defendiendo ideas similares. En Finlandia, los «Verdaderos finlandeses» representan casi un 20 por ciento del electorado.
¿Cómo se explica que el paraíso nórdico, la cuna y ejemplo del welfare reproduzca un malestar que conduzca a adoptar posturas nacionalistas y, a veces, xenófobas? Siguendo hacia el sur, daneses y holandeses, siempre considerados generosos en la asistencia social y abiertos a la acogida de exiliados económicos y perseguidos políticos, conocen también la misma reacción entre buena parte de sus habitantes.
Todos estos países, además de Suiza, de Francia, donde el Frente Nacional es el único partido que crece- y de Austria, donde el populismo flirtea sin tapujos con la nostalgia hacia el Tercer Reich, han tenido o tienen algo en común: un sistema de ayudas sociales caro, pero generosísimo con nacionales e inmigrantes. Y si Francia sigue siendo un ejemplo en ese sentido, no es menos cierto que los gobiernos de Viena ya empezaron a conocer antes de la caída del Muro de Berlín las protestas de ciertos austriacos que consideraban que su sistema de ayuda social era dilapidada generosamente en la ayuda a los » extranjeros » instalados en el país.
Ciertos analistas señalan que además de la pérdida de la riqueza material, los europeos temen perder su patrimonio cultural: libertades individuales, igualdad entre sexos, laicidad o, al menos, preminencia del Estado sobre la religión. El comunitarismo y la una islamización creciente, que muchos ven como otro fantasma, es en realidad un denominador común en el sentir de muchos de los ciudadanos que han optado por las formaciones llamadas populistas.
Si bien es cierto que los partidos tradicionales no han sabido ofrecer respuestas a todos estos temores, los datos evidencian que es la socialdemocracia la que más ha perdido en la batalla electoral. Practicando una política poco diferenciada de la de sus rivales conservadores, onubilados por el mercado pero soñando todavía con sus recetas de los años 70, los partidos socialistas europeos se han adormilado en los salones del poder. La consecuencia es difícil de aceptar. Los nuevos pobres, los parados, las clases medias-bajas, los no asimilables en minorías étnicas o sociales, se sienten invisibles y, por lo tanto, olvidados. Los nuevos populistas han encontrado en ellos el vivero insdispensable para iniciar su escalada hacia el poder.
*Luis Rivas, periodista. Ex corresponsal de TVE en Moscú y Budapest. Dirigió los servicios informativos del canal de TV europeo EuroNews. Vive en Francia desde hace más de 20 años.
Fuente: http://sp.ria.ru/opinion_analysis/20131022/158371675.html