Los focos de violencia ocurridos durante las últimas semanas en suelo estadounidense a propósito del asesinato de otro ciudadano afrodescendiente a manos de la policía tienden a ser interpretados como una reacción popular legítima en contra del racismo que, desde hace siglos, es un signo social característico del país norteño. Aun cuando se tenga razón en este sentido, habría causas o motivos más profundos que el racismo para entender tal explosión social, lo que implicaría la realización de un estudio sociológico y/o antropológico que escudriñe la sociedad estadounidense desde sus mismos orígenes.
Esto nos remite a las situaciones que han tenido lugar en el ámbito político al sur de nuestro continente, resaltando las escenificadas en Venezuela, Brasil y Bolivia donde grupos autocalificados de derecha, cristianos y democráticos trazaron una línea divisoria abiertamente racista respecto a los sectores populares, descalificando su capacidad para autogobernarse y para ejercer sus derechos constitucionales. Lo mismo podrá afirmarse en relación con los migrantes venezolanos quienes han sido víctimas de la xenofobia alentada por sectores políticos y medios informativos en su empeño por achacarles la culpa de todos los males que se producen en cada uno de estas naciones de nuestra América; buscando así fortalecer y recuperar sus posiciones e influencias internas. Es una regresión histórica que busca expandirse en nuestra América luego de vivirse una etapa importante de esfuerzos integracionistas que servirían de herramientas para deslastrarse de la dominación imperialista ejercida secularmente por Estados Unidos. No es casualidad notar que los sectores reaccionarios de la potencia norteamericana y de sus pares al sur de su frontera coincidan en retórica, acciones e, incluso, en el uso fanático de la Biblia para impedir el avance y el acceso al poder constituido de los sectores populares, en una diferenciación que rememora la clasificación racial impuesta por el colonialismo español en estas tierras.
Esto es, en resumen, la puesta en práctica de una política del odio como legitimación racial y política, cuyo objetivo principal es coartar cualquier posibilidad de emancipación que tenga como eje central la soberanía plena del pueblo. A nuestros pueblos les corresponde, por tanto, trascender el marco de referencia eurocéntrico que ha regido su existencia, de un modo totalmente radical, recuperando así sus raíces históricas y culturales, lo que supone dejar atrás los cánones impuestos por el capitalismo, el colonialismo y el patriarcado a través de la educación y el adoctrinamiento constantes, puesto que tales elementos representan por igual la dominación, la desigualdad y la violencia que les ha tocado enfrentar para asegurar sus derechos, lo que incide -directa e indirectamente- en la percepción que se tiene del mundo en general.
Bajo tal orientación, lo que debiera constituir el deber ético humanitario de todas las personas (que, incluso, podría derivarse en buena parte de las enseñanzas religiosas que profesa una mayoría, independientemente de cuál sea su denominación), cuya orientación básica habrá de expresarse siempre en el logro del bien común, la solidaridad, la cooperación y el sentido de comunidad en lugar de los antivalores que caracterizan al tipo de civilización vigente, dominado como está por la lógica depredadora, excluyente y competitiva del sistema capitalista neoliberal.
Ello nos obliga a comprender que los auspiciadores de este modelo civilizatorio son los ejecutantes de una larga trama perversa mediante la cual se trata de doblegar y derogar la voluntad soberana de los pueblos que aspiran vivir en paz y democracia, sin las imposiciones neocolonialistas e imperialistas de las grandes empresas transnacionales de las naciones desarrolladas. Para ello, es preciso descubrir el discurso seudo democrático y nacionalista -replicado sin pudor por las cadenas noticiosas a su servicio- con el cual ocultan su verdadero objetivo: la instauración de un régimen a imagen y semejanza del existente en Estados Unidos, creyéndolo el mejor y más idóneo del mundo. No obstante, se han visto enfrentados a una resistencia popular inaudita que, pese a las inconsistencias ideológicas e, incluso, corrupciones de la dirección política (sin distinción de derecha o de izquierda) les dice que se requiere transformar el orden establecido, ya que éste no admite más reformas.
Como elemento esencial de su estrategia para que los sectores populares terminen por aceptar su condición subalterna y neocolonial, los sectores derechistas no ocultan su intención de asesinar a aquellos que considera inferiores, por lo que estarían exentos de cualquier acción legal en su contra. El odio como legitimación racial y política es, a grandes rasgos, una realidad condenable. Por consiguiente, resulta vital y necesario confrontarlo desde todo punto de vista aunque ello represente emprender una guerra asimétrica contra aquellos que poco o nada les importa la vida ajena.