Cuando el despertador me avisó que era hora de levantarme ya hacía un buen rato que estaba en pie. Había llegado el día. Domingo 5 de julio, la postergada jornada eleccionaria finalmente se materializaba. Entre la extensa ducha y el apurado café recorrieron mi mente las imágenes de una campaña que fue la más atípica de las que tenga memoria.
Salir de Uruguay el 2 de marzo y llegar a la República Dominicana supuso el primer choque: en el Río de la Plata no se tenía conciencia de que había una pandemia, en cambio, solo al pisar el suelo de la isla caribeña el cambio fue notorio, todos portaban barbijo, una prenda que pasó a ser casi tan frecuente como el uso de la ropa interior.
Menos de veinte días después de instalarme en Santo Domingo llegó la sorpresa, el gobierno tomaba medidas estrictas para contener al coronavirus, entre ellas el confinamiento y el toque de queda obligatorio entre las 17 y las 6 horas, que más allá de los aspectos sanitarios y económicos generaron cambios drásticos en la forma de hacer campaña, ya que todo tipo de contacto presencial con la ciudadanía quedaba suspendido.
El contacto físico es vital en cada campaña: el abrazo, dar la mano, tocar y sentir a la gente; visitarlos, estar en sus barrios, en sus casas; escucharlos, mirar a las personas a los ojos, sin intermediarios de ningún tipo. Por primera vez surgía el desafío de cancelar un plan de movilización y construir un tipo de comunicación que supliera lo insustituible.
Las redes sociales –fundamentalmente los lives–, los encuentros por zoom y los medios de comunicación tradicionales, jugaron un papel fundamental, pero nada sustituye el cara a cara del candidato con el ciudadano. A sabiendas de esta situación la solución no demoró en llegar, la solidaridad. Una solidaridad que en ocasiones fue real y en otras un simple y burdo disfraz del más vil proselitismo.
En pocos días las calles se vieron copadas por algunos candidatos disfrazados como si fueran los nuevos superhéroes posmodernos de un mundo en extinción. Estos autoproclamados salvadores pandémicos fumigaban las calles, participaban en operativos de limpieza y salían a entregar alimentos, que en ocasiones estaba envuelto con material electoral. En cambio, otros optaron por la honestidad de su accionar, siendo solidarios pero sin proclamarlo a los cuatro vientos.
De este proselitismo disfrazado de ayuda social también participó el gobierno, apoyando al candidato del Partido de la Liberación Dominicana (PLD) –el partido oficialista–, por ejemplo cuando hacía la vista gorda y le permitía hacer campaña violando el toque de queda hasta cualquier hora de la noche.
El relato de la campaña electoral viró. Lo que antes eran propuestas para construir un país mejor, a partir de la segunda quincena de marzo, se transformó en una competencia sobre quién ayudaba más a los afectados mayormente por la pandemia, producto del informalismo laboral, de las pérdidas de fuentes de trabajo y del incremento de la pobreza.
Recién las últimas dos semanas previas a la elección –que había sido suspendida, su fecha original era el 17 de mayo– los candidatos empezaron a presentar propuestas, pero al mismo tiempo comenzó una despiadada campaña negativa, en donde los ataques por redes sociales, las fakes news, el penoso rol que jugaron muchos periodistas, generalmente embanderados y financiados por el gobierno, así como también el papel de figuras religiosas que utilizaron la fe para llamar al voto en el nombre de Dios y para denostar lo que para ellos entendían era una amenaza, estuvieron a la orden del día.
El resultado final fue el voto por el cambio. La corrupción y la división interna del PLD fueron definitorios en la elección. También la esperanza y el aire fresco que representa dar la oportunidad de gobernar por primera vez al Partido Revolucionario Moderno (PRM), encabezado por un candidato, Luis Abinader, que fue víctima de coronavirus durante la campaña y que no tuvo el alta médica hasta pocos días antes del llamado a las urnas.
El pueblo dominicano habló, entonó fuerte el “se van” –y en primera vuelta–, pero eso ya es historia, ahora es el momento de hacer, de pasar de las palabras a la acción para salir de la crisis sanitaria y económica, pero sobre todo para construir el país sin excluidos que se merecen.
Marcel Lhermitte es consultor en comunicación política y campañas electorales. Periodista, licenciado en Ciencias de la Comunicación y magíster en Comunicación Política y gestión de Campañas Electorales. Ha asesorado a candidatos y colectivos progresistas en Uruguay, Chile, República Dominicana, Francia y España fundamentalmente.