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Haití

Entre la intervención y la insurrección

Fuentes: Brecha

Meses lleva metódicamente preparándose el escenario para una nueva intervención militar extranjera en Haití.

La reclama el secretario general de la Organización de Estados Americanos (OEA), Luis Almagro; la reclama el secretario general de Naciones Unidas, Antonio Guterres; la reclama el propio primer ministro y presidente haitiano, Ariel Henry. Y la piden incluso medios de prensa estadounidenses, como el Washington Post, que en un reciente editorial habló de la necesidad de una «acción muscular por parte de actores externos» para evitar que «el caos se instale definitivamente» en el país, reiterando un deseo que el mismo medio ya había formulado un año atrás.

La principal nueva excusa es el creciente poder de bandas mafiosas que controlan parte del territorio haitiano, aterrorizan a la población con secuestros y asesinatos, trafican personas y drogas, y bloquean la distribución de combustibles y hasta de agua potable. La solución a ese estado de cosas sería el retorno al país de las tropas de la Misión de Naciones Unidas para la Estabilización de Haití (Minustah), una fuerza militar que permaneció en la isla caribeña entre 2004 y 2017, y que, según los intervencionistas, los haitianos estarían extrañando, porque son conscientes de que son como niños chicos que no están en condiciones de autogobernarse. Y si no son los cascos azules, será alguna otra forma de misión militar.

Haití vive «en una dimensión más o menos radical» de mezcla de «Estado fallido y sociedad civil débil y vulnerable», y, cuando hay un país en esa situación –semejable al «peor de los mundos»–, la «comunidad internacional» está obligada, de una manera u otra, a actuar desde fuera para devolverlo a la civilización, sugirió la Secretaría General de la OEA en una nota de hace menos de tres meses (Diario de las Américas, 8-VIII-22).

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Dos semanas atrás, el envío de un nuevo contingente de cascos azules a Haití parecía inminente. El 17 de octubre el Consejo de Seguridad de la ONU trató el tema. El veto de China y Rusia impidió que la misión se concretara. «Muchos grupos de oposición piden que no se permita una intervención extranjera, y con razón. Se refieren, por decirlo suavemente, a una experiencia no muy exitosa de injerencia externa en los asuntos del país», dijo en ese organismo el embajador adjunto ruso ante Naciones Unidas, Dimitri Polyanskiy.

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Desde entonces ya no se habla de una nueva misión de la ONU. Tampoco de una fuerza multinacional de amplio espectro. Pero los planes de intervención siguen, ahora comandados casi exclusivamente por la diplomacia de Estados Unidos. Hacia fines de octubre parecía que la fuerza militar despachada hacia Puerto Príncipe sería norteamericana: estadounidense y canadiense. Según la publicación opositora haitiana Rezo Nòdwès (31-X-22), el secretario de Estado de Estados Unidos, Antony Blinken, habría intentado convencer al primer ministro canadiense, Justin Trudeau, de emprender la aventura juntos. Militares de ambos países habrían estado en días pasados en Puerto Príncipe, buscando preparar el terreno y coordinar la intervención con el gobierno local. Este miércoles, Trudeau citó a su gabinete para discutir el asunto y afirmó luego a la prensa que Canadá «debe intervenir» en Haití «de una u otra manera», sin brindar más detalles. Washington, por su parte, continúa determinado a mandar soldados a la empobrecida isla. Un hábito arraigado, una reacción instintiva.

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Las bandas criminales son la excusa que calza perfecto para justificar la intervención armada. Pero qué son esas bandas sino uno de los tantos mecanismos de dominación utilizados en Haití, dijo el 24 de octubre al canal de televisión France 24 el economista Camille Chalmers, coordinador de la Plataforma para el Desarrollo Alternativo de Haití. Por supuesto que las bandas criminales existen, por supuesto que controlan franjas crecientes del territorio haitiano, por supuesto que asesinan con toda impunidad, pero «no salen de la nada». Estas bandas de hoy, y las que han existido siempre, se reactivan como por arte de magia cada vez que hay protestas populares masivas, como las actuales. Chalmers mencionó la existencia de múltiple documentación que prueba los vínculos entre el gobierno de Ariel Henry y esos grupos, así como de repetidas llamadas telefónicas entre sus jefes y políticos oficialistas. Henry finge que las combate, pero en realidad las bandas le sirven para reclamar el envío de fuerzas de intervención y utilizarlas para aterrorizar a la población movilizada, dijo. Y agregó que en Haití opera una «violencia institucional, proveniente de los cuerpos de represión del Estado, y otra informal, proveniente de los paramilitares» y que entre ambas «hay una articulación política casi orgánica».

Chalmers se declaró «indignado» de que alguien como el secretario general de la ONU asimile las acciones de la resistencia a los asesinatos, saqueos y secuestros perpetrados por las bandas. Pero no se dijo sorprendido. Después de todo, comentó, Naciones Unidas, al igual que la OEA, la Unión Europea, potencias como Francia, Canadá y en primerísimo lugar Estados Unidos, han sido siempre parte del «problema haitiano». Fueron esos países y bloques los que generaron el «peor de los mundos» en que viven sus ciudadanos, los que debilitaron adrede el Estado y la sociedad civil, los que han estado en el origen de las diez misiones militares supuestamente estabilizadoras que se han sucedido desde 1993, año del primer golpe de Estado contra Jean-Bertrand Aristide, el único presidente electo en elecciones limpias y con fuerte participación de la historia política de Haití.

Desde 2004, año del segundo golpe contra Aristide y del desembarco de la Minustah, la única legitimidad de los sucesivos gobiernos haitianos ha provenido de la llamada «comunidad internacional», apuntó el economista y dirigente opositor. «Pero han fracasado. Fracasaron en todas sus misiones y fracasaron en la institucionalidad que pretendieron montar. Lo han reconocido ellos mismos. Ya no tienen autoridad moral alguna para seguir imponiéndonos sus fórmulas. Menos aún para enviar tropas, aunque se los pida un gobierno títere como el de Ariel Henry.»

«Libertad sí, independencia sí, invasión no», se leía en algunas de las pancartas desplegadas en las manifestaciones ante la embajada de Canadá y la representación de la Oficina Integrada de Naciones Unidas en Haití el lunes 24 en Puerto Príncipe, según consignaron agencias de prensa.

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Desde hace al menos cuatro años, Haití vive un ciclo continuo de movilizaciones políticas y sociales. Iniciado por el aumento del precio de los combustibles tras el cese de las importaciones de petróleo a bajo precio desde una Venezuela castigada por las sanciones estadounidenses, el ciclo no se detuvo ni siquiera bajo la pandemia de covid-19, que en la isla fue una enfermedad más de esas que diezman constantemente a una población hambreada.

El cólera ha matado en Haití más que el covid. Y está matando otra vez ahora. Su expansión vertiginosa en las últimas semanas (casi 100 mil contagiados y al menos 60 muertos en un mes) es otra de las excusas dadas actualmente para el envío de contingentes militares. Debería ser un oxímoron, pero no lo ha sido nunca cuando de intervenciones armadas extranjeras se ha tratado en Haití (no solo en Haití, pero también en Haití): las últimas se han hecho por «razones humanitarias». En 2010, cuando un terremoto se llevó consigo cuanta construcción había en la isla y mató a más de 270 mil personas, lo primero que hizo Estados Unidos fue despachar soldados. Los marines atestaron el aeropuerto de la capital y su presencia obstaculizó la acción de los socorristas, al punto que la ONG británica Oxfam denunció en la época que los retrasos generados en el arribo de las ayudas en medicinas y personal especializado causaron muertes y amputaciones que habrían sido perfectamente evitables.

Al terremoto le siguió una epidemia de cólera introducida por cascos azules nepalíes. Por años, la ONU negó su responsabilidad, hasta que documentos internos lo reconocieron. Más de 30 mil personas mató la epidemia causada por las tropas de Naciones Unidas, acusadas también de múltiples violaciones y masacres. En febrero de 2007, en Cité Soleil, una de las comunas más pobres y densamente pobladas del país, los cascos azules reprimieron protestas populares dejando un reguero de muertos y heridos.

Bajo el ojo avizor de las autoridades instaladas por los representantes de la «comunidad internacional» y la vigilancia de las tropas onusianas, los escándalos de corrupción política y económica han sido moneda corriente: desde la calificación a la segunda vuelta –por sugerencia explícita de la OEA y de la embajada estadounidense– en unas elecciones amañadas y con escuálida participación de un candidato que había salido cuarto en la primera vuelta,  hasta el desvío de las ayudas internacionales para reconstruir el país posterremoto, que fueron a parar en buena medida a los bolsillos de gobernantes y oligarcas locales y extranjeros. Peor aún: otra parte de ese dinero se fue en sueldos para los funcionarios extranjeros que fluyeron como moscas para organizar la asistencia a los damnificados y «estabilizar» el país. En los diez años que siguieron al terremoto de 2010, «menos del 3 por ciento de la ayuda exterior estadounidense destinada a Haití llegó a organizaciones haitianas. Más de la mitad fue a un puñado de empresas que gravitaban en la órbita del Estado federal. De manera que miles de occidentales vivieron de unas “ayudas” de las cuales el país que debería haberse beneficiado de ellas apenas vio el color», señaló un informe publicado en diciembre pasado en la edición original del mensuario francés Le Monde Diplomatique («La bataille d’Haïti n’est pas finie»).

Y peor, peor aún: tampoco llegaron a haitianos la mayor parte de los fondos de reconstrucción, que en los dos primeros años posteriores al sismo fueron administrados por la Comisión Interina para la Reconstrucción de Haití (CIRH), encabezada por el expresidente estadounidense Bill Clinton. Hasta fines de 2011, la CIRH recibió 267 millones de dólares, que generaron unos 1.500 contratos para empresas estadounidenses y 20 para compañías locales, señaló Le Monde Diplomatique en otro artículo («Haïti dépecé par ses bienfaiteurs», V-13). El CIRH fue reemplazado luego por un organismo codirigido por el gobierno haitiano, la patronal local, el Banco Mundial, el Banco Interamericano de Desarrollo y algunas ONG. Pero los criterios no cambiaron y, antes de llegar a la consideración de ese fondo, las ayudas debían recibir el aval washingtoniano. Fue por entonces que el embajador de Estados Unidos en Puerto Príncipe, Kenneth Merten, dijo en una comunicación diplomática, filtrada luego por Wikileaks, que en Haití los empresarios extranjeros podían hallar un nuevo El Dorado.

Su gobierno (sus gobiernos, demócratas o republicanos) los ayudaría en el saqueo: en 2009, cuando el parlamento haitiano, presionado desde las calles, decidió aumentar el salario mínimo, Washington «intervino en nombre de las principales empresas textiles y de confección para bloquear el proyecto de ley. David Lindwall, exjefe adjunto de la misión de Estados Unidos en Puerto Príncipe, dijo que el intento haitiano de aumentar el salario mínimo “no tuvo en cuenta la realidad económica” y fue un mero intento por apaciguar “a las masas desempleadas y mal pagadas”», recordó hace dos semanas la revista El Viejo Topo (10-X-22).

Esas mismas masas «desempleadas y mal pagadas están hoy en las calles y son equiparadas a bandas criminales por el Core Group», el organismo que regentea efectivamente el país y reúne a los embajadores de Estados Unidos, Francia, España, Brasil, Alemania, Canadá, la Unión Europea y representantes de la ONU y la OEA, apunta la publicación española.

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Chalmers dice que, desde que en 1804 culminó la primera revolución antiesclavista victoriosa de la historia, Haití ha vivido acechado por las intervenciones armadas extranjeras. Dice igualmente que, a partir de la ocupación estadounidense de 1915, el paradigma de la dominación colonial consistió en considerar a los haitianos como incapaces de autogobernarse y que fue en esa lógica que toda la institucionalidad que se intentó construir en los años que siguieron a la caída de la dictadura de los Duvalier, en 1986, fue siendo debilitada. «El vaciamiento institucional ha sido una política, como ha sido otra política el saqueo neocolonial en connivencia con las pequeñas elites locales», declaró a Brecha un mes atrás Henry Boisrolin, coordinador del Comité Haití Democrático que funciona en Argentina (véase «Donde el fuego arde», 16-IX-22).

Le Monde Diplomatique señalaba en una de sus investigaciones que el 80 por ciento de los servicios públicos en Haití son proporcionados actualmente por ONG occidentales, no porque la población local sea «incapaz» de asumirlos, sino porque así ha sido diseñado desde fuera.

«Romper el cordón umbilical con las instituciones y los países que imponen este tipo de dominación, con el imperialismo estadounidense, impulsar una transición de ruptura, sacarles todo sustento a las bandas criminales es lo que se proponen los haitianos que rechazan en las calles las políticas económicas del actual gobierno y una nueva intervención extranjera, cualquiera sea la forma que ella tome», subraya Chalmers.

Daniel Gatti. Periodista y analista político del semanario uruguayo Brecha.

Fuente: https://brecha.com.uy/entre-la-intervencion-y-la-insurreccion/