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Todos impulsaron gobiernos de derecha, incapaces de promover el desarrollo con bienestar social

Tiranos y dinastías en América Latina

Fuentes: Rebelión

Dictadores, tiranos y dinastías oligárquicas forman parte de la historia en los países latinoamericanos. Pero entre ellos hay dictadores y tiranos más destacados que otros: en el siglo XIX, por ejemplo: José Gaspar Rodríguez de Francia (Paraguay, 1814–1840), Juan Manuel de Rosas (Argentina, 1829–1832/1835–1852), Antonio López de Santa Anna (México, 1833–1855), Gabriel García Moreno (Ecuador, 1861–1865/1869–1875), Porfirio Díaz (México, 1876–1880/1884–1911), Cipriano Castro (Venezuela, 1899–1908); y en el siglo XX: Gerardo Machado (Cuba, 1925–1933), Fulgencio Batista (Cuba, 1940–1944/1952–1959), Marcos Pérez Jiménez (Venezuela, 1952–1958), Gustavo Rojas Pinilla (Colombia, 1953-1957) y todas las dictaduras anticomunistas que se instalaron en la región en las décadas de 1960 y 1970, con Augusto Pinochet (Chile, 1973–1990) y Jorge Rafael Videla y la Junta Militar (Argentina, 1976–1981) a la cabeza de la lista. Entre las dinastías más destacadas están los Somoza, Trujillo, Duvalier y Stroessner.

En Nicaragua, una sola familia controló largamente el poder, iniciado por Anastasio Somoza García, jefe de la Guardia Nacional, quien dio un golpe de Estado en 1936 y, en adelante, manipuló su elección a la presidencia (1937–1947/1950–1956) colocando presidentes títeres en su intermedio. Fue asesinado, asumiendo su hijo Luis Somoza Debayle (1956–1963), seguido por el hermano Anastasio Somoza Debayle (1967–1972/1974–1979), quien impuso un feroz régimen represivo y anticomunista, hasta su derrocamiento por el Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN). Al siguiente año fue asesinado en Paraguay. Los Somoza se apoyaron en la privilegiada Guardia Nacional, altos empresarios cafetaleros, ganaderos e industriales aliados y usaron al Partido Liberal Nacionalista como pantalla política. Se enriquecieron apropiándose tierras, con bienes estatales, contratos, monopolios, corrupción y malversación de fondos. Eran, literalmente, los dueños del país. Para mantener el poder acudieron a los sistemáticos fraudes electorales y, sobre todo, a la brutal represión contra opositores, campesinos, sindicatos y guerrilleros, que cultivó un miedo generalizado.

El jefe del ejército Rafael Leónidas Trujillo tomó el poder y estableció su régimen dinástico en República Dominicana (1930-1961) colocando a hijos y familiares en altos cargos y presidentes títeres, que incluyen a su hermano Héctor Trujillo (1952-1960). La familia controló el Partido Dominicano, reconocido oficialmente y convertido en instrumento de dominación, pues el “carné” era obligatorio para acceder a diversos servicios o cargos públicos. Se creó así un vasto aparato de enriquecimiento con otros empresarios obligados a asociarse con empresas trujillistas, que disfrutaron de la corrupción y los recursos públicos. El mantenimiento del poder significó la represión sangrienta a toda oposición, así como a las organizaciones sociales. El tirano fue responsable de una masacre de haitianos (1937), el asesinato a las hermanas Mirabal (1960) y el intento de asesinato al presidente venezolano Rómulo Betancourt (1960). El régimen terminó con el asesinato de Trujillo (1961).

Entre 1957-1986 gobernó en Haití la sanguinaria dinastía de François “Papa Doc” Duvalier (1957–1971) y su hijo Jean-Claude “Baby Doc” Duvalier (1971–1986). El fundador apeló al voto de la población negra mediante populismo, clientelismo y fraude electoral. Mantuvo aterrorizados a todos, contando con la “Tonton Macoute”, una milicia paramilitar privilegiada y ejecutora de la represión sangrienta, con torturas y asesinatos en total impunidad. Gozaban del poder un puñado de familias y empresarios estrechamente vinculados con el régimen. La dinastía igualmente acumuló una fabulosa riqueza proveniente de la apropiación de recursos estatales y privados. Al morir “Papa Doc”, su hijo “Baby Doc”, de 19 años, heredó el poder y al huir por la fuerza que adquirieron los levantamientos populares en plena crisis económica, saqueó los recursos del país que se llevó a Francia.

Con un golpe de Estado en Paraguay se hizo con el poder Alfredo Stroessner (1954-1989) quien, aunque no estableció propiamente una “dinastía”, se rodeó de familiares y se mantuvo en el poder con estados de excepción permanentes, el control del Partido Colorado y triunfos por elecciones manipuladas cada cinco años. Esta tiranía alió a militares privilegiándoles con reparto de tierras y contó con un círculo de empresarios fieles, mientras todos disfrutaban de los recursos públicos, el contrabando, la corrupción y la concentración de propiedades rurales. Desde luego, el régimen tenía que mantener a raya -y a fuego y sangre- a cualquier oposición y se alineó al “Plan Cóndor” patrocinado por el dictador Augusto Pinochet desde Chile. Fue derrocado por un golpe de Estado, ante lo cual se exilió en Brasil.

Todas estas dinastías y tiranías afirmaron Estados oligárquicos, que mantuvieron el subdesarrollo, atraso, pobreza y desatención a sus pueblos, siendo Haití el caso más extremo. Cada tirano acumuló riquezas personales y familiares que se calculan, por lo menos, entre 200 y 500 millones de dólares. Tuvieron la tolerancia y hasta apoyo de los Estados Unidos interesados en mantener gobiernos anticomunistas y territorios geoestratégicos para cubrir sus intereses americanistas, política que también patrocinó a las dictaduras militares anticomunistas posteriores a la Revolución Cubana (1959) como las del Cono Sur.

En el siglo XXI el fortalecimiento de las democracias representativas parecía haber frenado dictaduras, tiranías y dinastías oligárquicas. Pero tras la experiencia que dejaron los gobiernos progresistas de los primeros lustros, ha aparecido un nuevo fenómeno: grandes empresarios y algunos poderosos millonarios incursionan en la política y varios han alcanzado la presidencia en distintos países. Temerosos del retorno de los “progresismos” y convencidos con la idea de que solo el sector privado debe manejar la economía, acogieron la ideología neoliberal y ahora la libertario-capitalista, para tomarse el Estado y “achicarlo” a su conveniencia, es decir, privatizando bienes, servicios y recursos públicos. En otra oportunidad ya cité el libro Presidentes empresarios y estados capturados: América Latina en el siglo XXI (IEALC, 2020) de Inés Nercesian, quien estudia el fenómeno y destaca a varios personajes. Todos impulsaron gobiernos de derecha, incapaces de promover el desarrollo con bienestar social. Otros estudios han ampliado los casos hasta el presente.

Las experiencias de la última década dan cuenta que en los países latinoamericanos los empresarios políticos incursionan en el Estado para acumular riquezas y afianzar economías dinásticas. Les favorecen diversos mecanismos: contrabando, evasión tributaria, recursos en paraísos fiscales, contratos, privatizaciones y, sobre todo, flexibilidad laboral para ajustar la explotación a los trabajadores. Han aprendido a captar las funciones y aparatos de Estado, a legitimar su poder con leyes, instituciones, medios de comunicación, elecciones y se sirven de la criminalización de la protesta social y el lawfare. Cuentan con apoyo internacional y especialmente de los EE.UU. Con estas nuevas oligarquías la “democracia” pasa a ser un disfraz que cubre a las élites del poder y la concentración de la riqueza.

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