Mientras el tablero global se reconfigura entre Washington, Pekín y los BRICS+, América Latina observa desde la periferia del poder con una mezcla de esperanza y resignación. Su papel en el nuevo orden mundial parece ambiguo, rica en recursos, pero pobre en estrategia, políticamente diverso y plural, pero económicamente muy vulnerable. En tiempos de transición geoeconómica, el continente más desigual del planeta se debate entre seguir siendo un exportador de materias primas o convertirse en un actor con voz propia en la economía global del siglo XXI.
Latinoamérica lleva más de un siglo intentando escapar de la dependencia estructural, primero del salitre, ahora del oro y la plata, luego del café, del cobre, del petróleo y ahora del litio y la soja. Los ciclos se repiten, los precios suben, los gobiernos crecen, los precios caen, llega la crisis. Ni el neoliberalismo depredador de los 90 ni los populismos redistributivos de la década siguiente lograron romper ese patrón. El resultado es una región que sigue atada al vaivén de los mercados internacionales, donde el precio del barril o la demanda china determinan el pulso político interno.
Las contradicciones son evidentes, el Sur americano es uno de los territorios más ricos en biodiversidad, agua dulce, energía renovable y minerales críticos, pero sigue exportando naturaleza e importando tecnología. Un modelo extractivo que financia el presente, pero hipoteca el futuro.
Con la expansión de los BRICS+ y la rivalidad entre EE. UU. y China, el mapa de las alianzas se mueve. Pekín ya es el principal socio comercial de Brasil, Chile y Perú, y avanza en infraestructura y minería en toda la región. Washington, en respuesta, refuerza su influencia con amenazas y acuerdos de seguridad, energía limpia y “relocalización amigable” de industrias. Latinoamérica vuelve a ser territorio de competencia entre potencias, pero con márgenes limitados para decidir sus propias reglas.
En teoría, el acercamiento al bloque BRICS+ podría diversificar las dependencias. En la práctica, sin coordinación regional y sin políticas industriales comunes, el riesgo es pasar de la dependencia norteamericana a la dependencia de Eurasia.
El mapa político latinoamericano es un mosaico en constante cambio. Gobiernos de izquierda y de derecha conviven con más pragmatismo que ideología, unidos por la urgencia económica y la presión inflacionaria. Sin embargo, la falta de proyectos estratégicos de largo plazo es una constante.
México prioriza su integración con Estados Unidos, pero mirando hacia los BRICS+, Brasil busca liderazgo en el Sur Global, Chile y Colombia intentan equilibrar transición verde y estabilidad fiscal, Argentina fluctúa entre reformas ultra neoliberales y una crisis de desgaste y cuasi terminal. La integración regional, mientras tanto, sigue fragmentada, Mercosur, Celac y la Alianza del Pacífico operan en paralelo, sin convergencia reales.
Paradójicamente, la transición energética mundial podría ofrecer a Latinoamérica una segunda oportunidad histórica. El “triángulo del litio” (Bolivia, Chile, Argentina) concentra más del 60 % de las reservas globales del mineral clave para las baterías eléctricas. Brasil lidera en biocombustibles y energía hidroeléctrica. Uruguay y Costa Rica avanzan hacia la neutralidad de carbono.
Si la región logra industrializar parte de esa cadena (economía mixta), podría dejar de ser simple exportadora de materias primas y convertirse en proveedora tecnológica. Pero eso requiere coordinación, inversión en ciencia, educación y una visión compartida. Hasta ahora, el reto no es la falta de recursos, sino la ausencia de estrategia común.
El desencanto ciudadano crece, los pueblos manifiestan una gran desconfianza hacia las elites políticas asociadas a la corrupción, las democracias liberales y formales no dan el ancho y con muchas carencia, corrupción es persistente, desigualdades sociales históricas. Sin embargo, también surgen señales de renovación, cooperativas tecnológicas, economías sociales, movimientos ambientales y redes regionales de innovación científica. No es todavía una alternativa sistémica, pero sí las primeras manifestacionesde un modelo más inclusivo y sostenible, que observa con cierto interés lo que ocurre con los BRICS+.
La pregunta de fondo es si América Latina podrá aprovechar la transición hacia un nuevo orden global para rediseñar su papel o si volverá a quedar atrapada en la dependencia de siempre, ahora con nuevos amos y viejas estructuras.
En este siglo multipolar, América Latina no tiene que elegir entre Washington o Pekín, entre el capitalismo neoliberal o el capitalismo clásico. Podría, si logra articularse, construir su propio camino, un capitalismo regulado en una primera fase, ecológico, con valor agregado y políticas sociales efectivas y sostenibles. No es utopía, es política económica social de largo plazo, algo que las elites políticas al servicio del poder del dinero han postergado demasiadas décadas en la región.
Por ahora, el continente sigue siendo la promesa inconclusa, una región que todos cortejan, pero que aún no define su propio destino. Y en la historia del capitalismo global depredador, ese silencio estratégico puede costar más que cualquier deuda externa.
El siglo XXI no traerá a corto plazo un sistema económico totalmente nuevo, al menos no pronto. Lo que sí traerá es una transición gradual, donde la humanidad deberá elegir entre repetir los errores del pasado o diseñar un modelo capaz de reconciliar prosperidad, justicia social y sostenibilidad. Superar el capitalismo y su expresión ultra neoliberal, es la tarea de las tareas de las fuerzas progresistas de América, Latina, lo otro es quedarse anclado en un sistema ya viejo, desgastado y en fase terminal.
Eduardo Andrade Bone. Analista Político y Comunicador Social.
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