La entrada a Managua del Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN), en julio de 1979, despertó la admiración mundial por ese pequeño país, de unos tres millones de habitantes entonces. En medio de la Guerra Fría las palabras nicas y contras dividieron las coordenadas de lo justo en el mundo de entonces.
La década revolucionaria significó formas de compromiso con los pobres no experimentadas antes en ese país. El proceso abrió vías de distribución de recursos, acceso al Estado y movilidad social para los empobrecidos. La educación popular, en el paradigma de Paulo Freire, encontró su lugar en Nicaragua.
El nuevo proceso logró avances en formas de democracia popular, desarrollo de la sociedad civil y produjo altos grados de participación electoral. El providencialismo presente en la cultura popular fue reelaborado, en parte, por la Teología de la Liberación. El marxismo crítico se afincó en el análisis de dicho contexto. El Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN) mantuvo lazos con la Internacional Socialista, en una vía particular de no alineamiento.
El regreso de Daniel Ortega en 2006 a la Presidencia, tras tres candidaturas fallidas, fue recibido de muy diferente manera. El reparto conocido como piñata, el clientelismo, la cultura de la corrupción, la creación de élites oligárquicas revolucionarias, y el ajuste de cuentas entre la dirección sandinista, eran su cosecha. Con el tiempo, tras 2006, esas prácticas se acentuaron en búsquedas de alianzas y consensos, con pactos catastróficos para los ideales sandinistas.
El tránsito del sandinismo al danielismo
El primer paso fue el acuerdo con el Partido Liberal Constitucionalista, del expresidente Arnoldo Alemán —liberado de una sanción de 20 años de cárcel por corrupción, sobreseída a pedido de Ortega—, que garantizó la captura del sistema político para las élites.
Después, por el pacto con las iglesias. Ortega se acercó al cardenal Obando y Bravo, antes archienemigo, y prohibió el aborto terapéutico, rompiendo con una tradición de 169 años de despenalización parcial de la interrupción voluntaria del embarazo en ese país.
Durante el camino se sucedieron pactos con el empresariado —por ejemplo, con Carlos Pellas, el hombre más rico del país, y presidente del Grupo que lleva su apellido-, un sector modoso siempre ante los autoritarismos si cuenta con exenciones fiscales y permisibilidad para las evasiones fiscales, como también con los Estados Unidos, sin cuestionamientos hacia el Tratado de Libre Comercio. El proceso produjo escisiones entre la identidad política sandinista, la más extendida en el país, uno de los legados más fuertes y duraderos de la Revolución, y el danielismo.
El Movimiento de Renovación Sandinista (MRS) unió a una parte importante de los intelectuales, clases medias urbanas y cuadros revolucionarios. Las principales figuras intelectuales del sandinismo (Gioconda Belli, Dora María Téllez, Sergio Ramírez, Carlos Mejía Godoy) se opusieron a Ortega, al que abandonaron también varios de los principales comandantes guerrilleros del 79.
El danielismo avanzó sobre sí mismo: buscó el consentimiento del Fondo Monetario Internacional (FMI), combinando «prudencia macroeconómica» y «programas paliativos», es decir, políticas focalizadas sobre la pobreza, que la alivian, pero no impiden su reproducción. También defendió intereses estadounidenses para la región, como el control migratorio.
Su régimen alentaba contra la derecha a la vez que se mimetizaba con zonas de ella, negoció con parte de la Contra histórica, apoyó alianzas centroamericanas con militares formados en la Escuela de las Américas y dio la nacionalidad a figuras de Honduras, Guatemala y El Salvador señaladas por corrupción.
El
proceso supuso el desmantelamiento institucional, el control de los
órganos de poder, «elecciones autoritarias» (además de la detención de
candidatos electorales, sus candidaturas triunfaron en elecciones
locales con el 82% de abstención), e instituyó formas de patrimonialismo familiar que remedan las de los Somoza.
La rebelión cívica de 2018 vino a significar un parteaguas con ese modelo. La protesta acumuló críticas contra el autoritarismo, las políticas ambientales y la pobreza, todo ello sumado al fin de soportes como la ayuda venezolana.
Las cifras de la represión de 2018 (informes internacionales han contabilizado 355 personas fallecidas, más de 2.000 heridas y 171 privadas de libertad de manera arbitraria y en condiciones contrarias a la dignidad e integridad personal, además de 100.000 exiliados y unas tres decenas de personas aún presas) hicieron estallar lealtades de oportunidad, como las establecidas con la Iglesia y parte del gran empresariado.
El sandinismo disidente profundizó su crítica. Carlos Mejía Godoy, el cantor del pueblo del 79, cuestionó la represión, actualizó el cancionero de lo que fue la nueva trova nicaragüense y unió su voz a la de otros muchos jóvenes críticos, como Perrozompopo.
La respuesta de Ortega fue embestir tanto contra antiguos compañeros de lucha como contra aliados recientes. Cuando liberó a 222 detenidos por causas relacionadas con la insurrección popular de 2018 —de la que participó un amplio arco político-, no lo hizo sin antes retirarles, en contra de la Constitución, la nacionalidad nicaragüense. En estas condiciones, el apoyo social al danielismo se encuentra hoy bajo mínimos.
La democracia liberal y el populismo
En El estado mágico (Nueva Sociedad, Caracas. 1997), Fernando Coronil criticó la visión eurocentrada sobre los sistemas políticos latinoamericanos, que serían «versiones truncas» del modelo occidental. Es una crítica al «monocultivo institucional», que entiende la democracia como un modelo nacido en los países «centrales», distribuible hacia las «periferias», para el cual lo que no encaja en la referencia son desviaciones monstruosas.
Según Coronil, ese rasgo proporciona al Estado mágico un mayor grado de autonomía respecto a la sociedad, en tanto sus ingresos dependen menos del trabajo y de la creación de valor en su ámbito local. Esto es, pueden funcionar como agentes providenciales, con cierta independencia tanto del control social como de la autoridad del capital.
El petróleo venezolano, en la época de la marea rosa latinoamericana, produjo, también para Nicaragua, efectos que el Estado mágico ha generado en la historia de los países con pasado colonial, y que han permanecido como «exportadores de naturaleza». En el mismo horizonte, se situó la promesa de Ortega, tan fallida como mal calculada, de construir el Canal de Nicaragua, que estaría «bendecido por Dios».
Ortega usó ese petróleo para financiar varias rúbricas presupuestarias: las nacionales, las personales, la de los empresarios aliados, para financiar programas con corte clientelar y proyectos sociales de importancia, en materias como infraestructura urbana, salud, etcétera.
No obstante, por debajo de sus discursos antiimperialistas —y de la realidad más reciente de la imposición de sanciones contra su administración, en las que se afianza para sostener un discurso radical, que no tiene correlato en su política interna ni en el hecho de que el comercio entre Estados Unidos y Nicaragua haya crecido 67,15% en los dos últimos años—, Ortega dio continuidad al modelo estructural de acumulación económica en Nicaragua.
Bajo sus mandatos, ininterrumpidos desde 2006, ha existido crecimiento macroeconómico con aumento de la desigualdad social, se han mantenido altos índices de pobreza, se han construido consensos fuertes con la oligarquía y se han destinado enormes transferencias de ingresos a las élites económicas.
El danielismo rentista ha distribuido ingreso sin generar transformación social. Sin embargo, para sectores empobrecidos, muy mayoritarios en el país, una ayuda, aún recibida en forma asistencialista, es preferible a ninguna ayuda, hecho que tiene peso específico, y eso explica apoyos políticos en una Nicaragua con historia oligárquica.
Su propuesta era un paquete: prometió estabilidad política, rechazó las ideas chavistas sobre la organización social de la economía —para tranquilizar al empresariado— y avanzó en procesos autoritarios y fraudulentos desde 2011. Ortega recogió frutos durante casi una década. El Latinobarómetro, un instrumento liberal ortodoxo de medición, lo situó en segundo lugar de popularidad en América latina en 2016, hecho atribuido a sus políticas de reducción de la pobreza con planes sociales, estabilización de la economía y mantenimiento de la seguridad.
Aquí subyace otra implicación de la tesis del Estado mágico. La idea del «modelo democrático a distribuir» es incapaz de reconocer cómo, en contextos reales en que debe funcionar, la democracia liberal es más parte del problema de la injusticia y la exclusión histórica, y menos de su solución. El FSLN, bajo el mando de Ortega, fue parte del problema de esa democracia, primero en la oposición, luego al retornar al gobierno.
Ahora, muchas de las críticas al autoritarismo de Daniel Ortega obvian que el periodo de democracia liberal vivido tras la derrota del sandinismo allanó el camino a la desposesión social, abrió las puertas del país a los mecanismos de ajuste neoliberal, acentuó la crisis del campo y eliminó derechos sociales que la década revolucionaria había procurado. Así lo plantean Salvador Martí i Puig y Mateo Jarquín en El precio de la perpetuación de Daniel Ortega.
Ese autoritarismo se afinca en una idea extendida en los conservadurismos populares en América Latina, que se han revelado muy difíciles de transformar incluso por procesos revolucionarios: la cultura del hombre fuerte, del liderazgo estatizado, como solución a los problemas de inestabilidad, corrupción y abandono estatal de las mayorías.
La acusación de
«populista» dirigida contra Ortega pasa por encima de este campo de
problemas. Deja intacta la referencia a la democracia liberal como
solución universal a todos los problemas, también cuando no los aborda.
El
crecimiento del autoritarismo a escala global, y de la cultura de masas
que los soporta, hace que situar los problemas de la democracia en el
campo de las revoluciones fallidas o, aún peor, del comunismo, parezca
cínico pero sobre todo suicida.
Otra ‘Canción urgente’
En defensa del sandinismo original, el cubano Julio Antonio Mella creó el Comité Manos Fuera de Nicaragua a inicios del siglo XX. Una foto de Mella con sombrero al estilo de Sandino, tomada por Tina Modotti, es una imagen icónica del líder latinoamericano.
Fernando Martínez Heredia, quien trabajó varios años en Nicaragua en los 80, contaba que durante la revolución contra Somoza, en fábricas cubanas se colocaban mapas donde sus trabajadores situaban con alfileres los avances del FSLN. La entrada en Managua fue acompañada de un estallido de júbilo popular en la isla.
El fervor social vivido en Cuba tras la victoria de 1979 fue recogido en canciones de la Nueva Trova Cubana, que sobrecogen hasta hoy. Santiago Feliú dedicó Cuando en tu afán de amanecer a «lo más hermoso en América Latina». Silvio Rodríguez escribió su Canción urgente. A Pablo Milanés, Nicaragua le llegaba al corazón.
Se trataba de una conciencia política, de una ética de la justicia. No se conocen canciones cubanas de hoy sobre el danielismo. Acaso es una manera de comprender, también, cómo Cuba habla hoy consigo misma.
(Este artículo forma parte de Nicaragua: Sueños Robados, un proyecto de periodismo colaborativo y coordinado por la alianza de medios Otras Miradas, con la colaboración de Desinformémonos, de México; los nicaragüenses Divergentes, Despacho 505 y Expediente Público; Agencia Ocote, de Guatemala; y Público, del Reino de España).
Julio César Guanche. Jurista e historiador cubano, es miembro del comité de redacción de Sin Permiso.
Fuente: https://sinpermiso.info/textos/a-nicaragua-otra-cancion-urgente
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