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Conocer, para resolver

A veinte años de la invasión de los Estados Unidos a Panamá

Fuentes: Rebelión

Texto elaborado para la mesa redonda «20 años de la Invasión a Panamá: ¿trauma o liberación?», con la participación de Gilberto Marulanda, Guillermo Castro, Elmer Miranda, Guido Bilbao, Ana Elena Porras y Raúl Leis. Biblioteca Nacional de Panamá, 19 de diciembre de 2009.

Para Rodrigo Noriega, maestro, amigo, caballero

Dicho en breve, la invasión de 1989 fue un golpe de Estado ejecutado por un ejército extranjero para resolver mediante el uso de la fuerza una crisis política interna en la República de Panamá. Ese golpe incluyó acciones de una violencia desmesurada con respecto a los propósitos utilizados para justificarlo, que dejaron un saldo de víctimas inocentes muy superior al de la violencia política que caracterizó la vida nacional entre 1968 y 1970, primero, y entre 1987 y 1989, después.

En su gestación y en sus consecuencias, por otra parte, la invasión dejó un legado de severas lesiones a la autoestima de los panameños. La invasión, en efecto, culminó un doble proceso cuyos orígenes pueden ser rastreados quizás hasta 1979. A lo largo de esos años, Panamá asistió primero a la destrucción -en virtud primordialmente de sus contradicciones internas- del movimiento de liberación nacional populista que, entre 1970 y 1977, había conducido el proceso de ampliación de los espacios de participación social en la vida nacional y en el acceso a los frutos del desarrollo, que creó la base política necesaria para culminar la liquidación del enclave militar-industrial establecido por el Estado norteamericano en Panamá desde 1903.

Las contradicciones que llevaron a esa destrucción habían empezado a manifestarse antes incluso de la muerte del principal creador y conductor de aquel movimiento, el General Omar Torrijos Herrera. Las luchas fratricidas por el control del Estado entre quienes pretendieron suceder a Omar Torrijos condujeron a la liquidación desde el poder de las bases de apoyo social construidas en la década anterior -las capas medias profesionales, el movimiento obrero, los campesinos pobres-. Con ello, crearon las condiciones políticas para la derrota militar que llevó a la destrucción de unas fuerzas armadas que ya no sabían ni a quien guardar lealtad sin precio ni duda, ni cuál era la patria por la que debían estar dispuestas a darlo todo.

Por otra parte, aquel proceso liquidó la posibilidad de realizar una transición exitosa entre el régimen militar dominante en la década de 1970, y una democracia de base social ampliada, capaz de legitimar y conducir el vasto proceso de transformaciones que el país debía enfrentar a partir de la liquidación del enclave militar – industrial extranjero. El movimiento conservador populista que sostuvo la lucha política contra el régimen militar terminó marginando a sus sectores más avanzados de capas medias profesionales; no supo incorporar a las organizaciones de trabajadores, y redujo las consecuencias prácticas de su propio éxito a la pretensión de instaurar un statu quo imaginario en el que la sociedad era reducida a una vasta empresa comercial, con el Estado como gerencia, la ciudadanía como masa de accionistas, y la fuerza pública como mero instrumento de control social interno.

En suma, si un sector creó las condiciones políticas necesarias para su propia derrota militar, el otro terminó creando las condiciones sociales que han conducido al descrédito político que hoy aqueja y paraliza al régimen de gobierno surgido de la invasión de 1989. Así, la década de 1980 reveló a la sociedad panameña la incapacidad de sus élites para afianzar lo conquistado en el decenio anterior de un modo que permitiera pasar del Pro Mundi Beneficio que adorna el escudo nacional de 1906, a un Pro Domo Beneficio que estableciera finalmente en el Istmo una República capaz de ejercerse con todos y para el bien de todos.

Aun así, nada justifica la ofensiva incesante contra nuestra propia autoestima que promueven aquellos que atribuyen a una supuesta incapacidad de los panameños para ejercerse en República su propia incapacidad para conducirlos en esta tarea. Aquí solo cabe decir, con José Martí, que la incapacidad «no está en el país naciente, que pide formas que se le acomoden y grandeza útil», sino en quienes «ponen de lado, por voluntad u olvido», alguna parte del problema a resolver, y con ello caen a la larga, por la verdad que les faltó,»que crece en la negligencia, y derriba lo que se levanta sin ella.»1

La parte de verdad dejada hasta hoy en el olvido consiste en que -como país, como sociedad y como nación inconclusa- nos enfrentamos a una situación en la que, si por un lado era y es necesario aspirar a una ruptura con las inercias de un pasado más remoto de lo que creemos para abrir paso a un futuro quizás más cercano de lo que imaginamos, por el otro parece evidente que no existe de momento entre nosotros ninguna fuerza capaz de dar respuesta a esa necesidad. Crear esa capacidad, adecuada a la circunstancia de quienes deben ejercerla – y en primer término de los sectores más sanos de nuestra sociedad, los trabajadores manuales e intelectuales, del campo y de la ciudad, aquellos que saben que «un vaso de agua y un pedazo de pan no engañan nunca» – es la única manera de superar el trauma provocado por los hechos que llevaron a la invasión, y se prolongaron en las consecuencias que se derivan de ella.

Para avanzar en esa dirección, debemos encarar la creación de estas capacidades como una oportunidad de liberación. Y eso implica, muy en primer término, regresar al esfuerzo de conocernos para poder ejercernos. Debemos recuperar y enriquecer esfuerzos como los de Hernán Porras, que nos recordó que las clases sociales están integradas por grupos históricos; de Alfredo Castillero y Ana Elena Porras, que buscan en la construcción de conceptos como los de transitismo e interoceanidad herramientas para conocer y comprender la historicidad de esos grupos; de Marco Gandásegui y de Nils Castro, que tanto han hecho por iluminar las razones de la conducta de las clases sociales integradas a partir de esos grupos; de Manuel Zárate y Rodrigo Noriega, que tanto nos han ayudado a comprender el vínculo entre la política y la cultura en nuestra sociedad; de Ligia Herrera y Richard Cooke, que nos ayudan a entender de maneras insospechadas la riqueza natural y cultural de nuestro medio, y de Xavier Gorostiaga y Rodrigo Tarté, que han contribuido a iluminar de manera nueva nuestras opciones para un desarrollo más equitativo y como tal más sostenible en el futuro.

Esa construcción, como advertía Martí, demandará entrar en la verdad «con la manga al codo, como entra en la res el carnicero», para dar respuesta a preguntas que nuestra cultura dominante condena al reino de lo que no se debe decir, para no tener que escuchar lo que no queremos oír. La formación de la veta racista que recorre toda nuestra cultura, acentuada por el temor que se alienta hasta hoy a la inmigración afroantillana, asiática y sudamericana a nuestra tierra, por ejemplo, o el hecho de que la negociación de cada uno de los Tratados entre Panamá y los Estados que llevaron a la liquidación del Hay Buneau Varilla de 1903 estuvo precedida por un golpe de Estado, del mismo modo que todos ellos fueron firmados por dirigentes políticos involucrados en esas alteraciones del orden constitucional.

De todas esas preguntas, sin embargo, ninguna tendrá tanta importancia para nosotros como la que se refiere al papel de la violencia en nuestra historia, desde la Guerra de los Mil Días hasta la invasión cuyo vigésimo aniversario conmemoramos hoy, pasando por el sacrificio ejemplar de los Mártires del 9 de enero de 1964, precisamente porque la guerra es forma más extrema de la política -esto es, de la cultura en acto-, y esto hace de la política el elemento decisivo para ejercer o prevenir el ejercicio de la violencia en la vida social.

En la tarea de construcción que nos espera, conocer la verdad nos permitirá entender, en primer término, que no estamos condenados a la salvación ni a la perdición. Pero sobre todo nos permitirá comprender que sólo la construcción de una sociedad democrática -estos es, de una norma de vida cotidiana e institucional sustentada en relaciones de verdadera equidad- nos permitirá desterrar la violencia de nuestra vida política, y reducir al mínimo su papel como medio de control social.

Hasta entonces, podemos señalar el camino a seguir de la manera más sencilla, poniendo en futuro nuestro himno nacional, y convirtiendo en un mandato para mañana lo que ayer fue compuesto para una celebración: «Alcancemos por fin la victoria, en el campo feliz de la unión / con ardientes fulgores de gloria, se ilumine la nueva nación. / Es preciso arrancar todo velo / del pasado, el calvario y la cruz / y que alumbre el azul de tu cielo / de justicia la espléndida luz.»

Muchas gracias.

Nota:

(1) Martí, José: «Nuestra América». El Partido Liberal, México, 30 de enero de 1891. En Obras Completas. Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 1975 VI, 16 – 17.

Rebelión ha publicado este artículo con permiso del autor, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.