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Análisis de las elecciones legislativas

Agridulce Francia

Fuentes: Mundo obrero

Macron ha sido una ruina para Francia, pero el país deberá seguir soportando su persistente e ineficaz programa neoliberal que agudiza la decadencia francesa.

En estas elecciones legislativas, Macron ha perdido la mayoría absoluta pero el resultado muestra una agridulce Francia: la enorme abstención, un 54 %, como en 2017; el avance de la extrema derecha, que pasa de 8 a 90 diputados, y la evidencia de que el neoliberalismo macronista obtendrá el apoyo de Les Républicains para imponer sus leyes, augura un difícil horizonte para los trabajadores. La izquierda ha avanzado y duplica sus escaños en la Asamblea Nacional, pasando de los 71 en 2017 a los 147 en 2022, pero representa apenas una cuarta parte de quienes han votado. Pese al avance electoral, las legislativas no han sido la tercera vuelta de las elecciones presidenciales, y la izquierda no puede estar satisfecha: el objetivo lanzado por Mélenchon de conquistar Matignon se ha revelado un espejismo.

Todas las promesas que Macron hizo en 2017 fueron lanzadas a las papeleras del Elíseo. Durante su presidencia, Macron, que se vanagloriaba de ser el defensor de la libertad, no hizo sino atacar los derechos ciudadanos, mientras agitaba el útil espantajo de la extrema derecha, ayudado también por la aparición de otro candidato de extrema derecha, Éric Zemmour, que proponía deportación de emigrantes y prohibición de nombres musulmanes. Para defender la libertad frente a Le Pen, Macron la cercenaba. Su apuesta por la renovación de Francia, con la que pretendía recoger lo mejor de las propuestas del Partido Socialista y de la tradición gaullista representada por la derecha, fue flor de un día: acabó con el impuesto sobre el patrimonio, intentó debilitar más a los sindicatos, asumió la peligrosa prevención contra los franceses o inmigrantes de religión musulmana, limitó las ayudas sociales, quiso retrasar la edad de jubilación, abonó las ganancias empresariales y ha sido incapaz de poner en marcha una nueva Francia industriosa, y el resultado de las elecciones legislativas complica mucho su precaria mayoría en el parlamento.

Tras vencer a Le Pen con el 58 % de los votos en las elecciones presidenciales, Macron reconoció que muchos de sus votos procedían de quienes querían «bloquear» a la extrema derecha. Volviendo a vender humo, Macron se envolvió en una retórica vacía adornada con loas a la república francesa, a la justicia y la igualdad, a la atención al trabajo, repitiendo cuartillas aprendidas de los amanuenses de discursos, como hizo con Quentin Lafay, un joven escritor, en su primera campaña electoral de 2017. Su praxis política ha permitido a la extrema derecha estar de nuevo presente en la segunda vuelta de unas elecciones presidenciales, en un escenario político que, salvando las distancias de sociedades tan diferentes, empieza a parecerse peligrosamente al estadounidense: los ciudadanos tuvieron que elegir entre dos candidatos incapaces de acabar con la grangrena que infecta Francia. El intento de reformar las pensiones públicas, la decadencia de la sanidad, la devaluación de los salarios, el retroceso industrial, se da en un escenario donde solo faltaba la nueva crisis económica asociada a la guerra de Ucrania con el papel desempeñado por Macron para impulsar sanciones económicas a Rusia y, en la práctica, por la escalada de la guerra, por mucho que mantenga posiciones públicas más moderadas que los halcones de los países bálticos o Polonia. Porque la Francia de Macron no sabe, ni quiere, mantener una política exterior disociada de las decisiones de Washington.

El bloque creado por Macron (su partido, LREM, La République En Marche!; MoDem de François Bayrou; Horizons, de Édouard Philippe, a quien hizo primer ministro) ha fagocitado a la derecha tradicional francesa y pretende añadir a tránsfugas de los restos de la derecha gaullista y chiraquiana de Les Républicains, incluso a los adeptos de Sarkozy, y a socialistas que estuvieron, como el propio presidente, en el partido de Mitterrand, hoy desarbolado por completo. Macron choca con el interés de algunos dirigentes por preservar sus cuotas de poder, como ha manifestado Christian Jacob (un viejo ministro de Chirac que hoy dirige Les Républicains) asegurando que estarán en la oposición al gobierno.

Pese a sus diferencias, las ideas conservadoras de Macron no están muy alejadas de las que mantiene Rassemblement national, RN, (hasta 2018, Frente Nacional), y la actuación del presidente ha contribuido a fortalecer a la extrema derecha, que además, como ha mantenido Le Pen durante la campaña electoral, dice defender el «estado del bienestar». Marine Le Pen aumentó sus votantes de 2017 en dos millones y medio en la segunda vuelta de 2022: una consecuencia de su habilidad para presentarse como alternativa, de la progresiva ruptura del cinturón sanitario que se le impuso y de la contribución de Macron, cuya política ha reforzado a la extrema derecha.

Las apelaciones que hizo Macron en 2017 a comprender los motivos que llevaron a millones de franceses a votar al Frente Nacional ante la angustia y la inquietud por el futuro, volvió a repetirlas en 2022. Mientras afirmaba que había que combatir al Frente Nacional, asumía muchas de sus propuestas y aceptaba discutir sus ideas: reforzaba así el discurso de la extrema derecha. En la crisis social, aumenta el crédito de la Francia blanca y el irracional temor hacia los inmigrantes que sigue siendo una bandera de la extrema derecha y el neofascismo. La terrible paradoja de estos últimos años es que la persistente política neoliberal de los gabinetes de Macron ha llevado a muchos franceses a creer que Le Pen defendería mejor las conquistas sociales. Pese a ello, Macron y Le Pen coinciden en el objetivo de rebajar tributos a las empresas, en reducir el impuesto de sucesiones y en limitar los salarios de los trabajadores: un completo programa de la patronal francesa. Reformas laborales, una fiscalidad diseñada para los ricos, nuevas privatizaciones, eliminación de conquistas obreras en algunos sectores, eso es lo que puede esperar Francia del nuevo gobierno de Macron.

Estallidos como el de los chalecos amarillos fueron la expresión del rechazo social al neoliberalismo de Macron, que no solo ha impulsado las privatizaciones, deteriorado los servicios públicos, atacado a la enseñanza republicana de titularidad estatal, sino que pretende una reforma de las pensiones que ha seguido un caótico desarrollo. Aunque el primer ministro Édouard Philippe había anunciado que se impondría por decreto la reforma de las pensiones, con el estallido de la pandemia en 2020, su sucesor, Castex, la aplazó para 2021, y su ministro de Economía, Bruno Le Maire, la reactivó después con el objetivo de retrasar la jubilación hasta los 64 años, que Macron remachó con su propuesta de llevarla hasta los 65 años anunciando el nombramiento de la nueva primera ministra, Elisabeth Borne, que la prensa conservadora situó en el sector más progresista de la mayoría presidencial. Macron, durante la campaña de las elecciones legislativas, anunció que la reforma se aplicará en 2023. Le Pen proponía la jubilación a los 60 años, como Mélenchon, aunque rectificó después de acuerdo con la propuesta de Macron.

La izquierda desorientada, aunque participó activamente de la mano de los sindicatos en las huelgas contra el intento de reforma de las pensiones, no ha conseguido articular una fuerte oposición, y la figura de Mélenchon puede crear problemas adicionales: su pretensión de difuminar al resto de la izquierda (y el fracaso de Hidalgo y de los verdes de Yannick Jadot en las presidenciales reafirma su objetivo) ya ha creado rencillas y problemas en el seno de la izquierda. El Partido Comunista Francés, aun con un limitado espacio electoral, quiere impulsar su reconstrucción, objetivo que no le ha impedido apostar por la candidatura conjunta de la izquierda en las legislativas. Pero el dilema en que se encuentra atrapada la izquierda es cómo articular una alternativa al neoliberalismo de Macron, cerrando el paso a la extrema derecha, y hacerlo sin caer en las luchas cainitas por la hegemonía en el bloque progresista: Mitterrand encabezó la unión de la izquierda, con el objetivo de limitar la influencia del Partido Comunista. Mélenchon ha hecho lo mismo, y ha sido desconsiderado con el Partido Comunista (pese a que Roussel le apoyó en 2017, cuando aún no era el secretario del PCF) y con los socialistas, pero ese camino no conduce a la victoria, aunque haya acertado proponiendo refundar la república francesa bajo otras bases, defienda la salida de la OTAN y un nuevo esquema de relaciones internacionales que evite la subordinación a Estados Unidos, además abordar posibles nacionalizaciones, de proponer un salario mínimo de 1.500 euros mensuales, de reducir la jornada laboral, de limitar el precio de la energía y de los bienes esenciales para las familias. Pero sus ataques a los comunistas tras la primera vuelta, haciéndolos injustamente responsables de su fracaso, crean nuevas dificultades para la izquierda: buena parte de la clase obrera se abstiene en las elecciones.

En las elecciones presidenciales, el país se vio abocado a optar por la «racionalidad» capitalista, expresada en dos opciones: el neoliberalismo de Macron y el neofascismo de la extrema derecha que es también expresión del radicalismo capitalista envuelto en la demagogia de la bandera tricolor francesa. Y Le Pen se ha beneficiado de la aparición de Zemmour porque le otorga una pátina de mayor respetabilidad. Macron impuso una dura política neoliberal, mientras crecía el espejismo social de la extrema derecha, porque Le Pen no es ningún baluarte contra la liquidación de los rasgos que subsisten del Estado social francés. Así ha llegado Francia a las elecciones legislativas. La campaña de la izquierda, incluso con la propaganda editada, se ha centrado en la idea de llevar a Mélenchon al palacio de Matignon, centrándolo todo en su figura, con los candidatos al parlamento desempeñando una función secundaria.

En la legislatura anterior, Macron disponía de mayoría absoluta con 350 diputados, y la izquierda contaba con 71 diputados: los 44 escaños del Partido Socialista, los 17 de la Francia Insumisa de Mélenchon, y los 10 escaños comunistas. En la primera vuelta de estas elecciones legislativas solo votó un 47 % del censo. En la segunda, un 46 %. Ensemble, la coalición de Macron, acudía lastrada por el desastre del ministro del Interior con la final futbolítica de la Champions y por la nueva inflación, y con la mayoría absoluta situada en 289 escaños, tendrá 252 diputados. NUPES, la Nouvelle Union populaire écologiste et sociale, 147 escaños (de ellos, la Francia Insumisa, el partido de Mélenchon, obtiene 84 escaños; los socialistas, 29; ecologistas, 21, y el Partido Comunista, 13), y Le Pen, 91 (en 2018, 8), mientras que la derecha de Les Républicains, obtiene 72 diputados.

Como en Alemania, donde la socialdemocracia y los verdes impulsan la nueva agresividad atlantista, Macron no solo es incapaz de ofrecer una nueva perspectiva para Francia, también es incapaz de articular una salida a la crisis europea y a la sumisión de Bruselas a las imposiciones de Washington: Macron ha visto cómo sus propuestas en Europa eran olvidadas, y con él, Francia desempeña una función secundaria en la escena internacional, pese a su despliegue en el Sahel y su diplomacia de gran potencia: son Washington y Berlín quienes imponen a la Unión Europea el rumbo a seguir. Con el nuevo gobierno que nombre Macron, la guerra de Ucrania, las sanciones económicas a Rusia, las cadenas de la OTAN y el aumento de los presupuestos militares, junto a los avales franceses a Estados Unidos para contener a China, van a seguir devorando el Estado social francés.

En esa agridulce Francia surgida de las elecciones presidenciales y legislativas, agrupar a toda la izquierda bajo un programa común que señale el rumbo al socialismo, abandonando el sectarismo y las imposiciones, exige generosidad y una nueva concepción de Francia, que debe abandonar su condición de aliado secundario de Washington. La izquierda debe también construir un nuevo proyecto para Europa y una visión conjunta de la deriva mundial y de la acción imperialista y, en ese horizonte, China y Rusia no pueden ser enemigos, sino aliados. Llegan años difíciles, porque relanzar la movilización popular tendrá que hacerlo la izquierda francesa sin garantías de avances sociales inmediatos; tendrá que reforzar los lazos con los trabajadores y los sectores marginados, cada año más numerosos en Francia; deberá afrontar la cuestión de la energía, poner las nacionalizaciones de grandes empresas entre los objetivos, reforzar la seguridad social y proteger los salarios: optar por un futuro que termine con el autoritarismo presidencial de la Quinta República, pensando de nuevo Europa, y tendrá que hacerlo temerosa de una nueva oleada de voracidad empresarial y de conflictos imperiales de la mano de Estados Unidos, dotando al mismo tiempo de nueva legitimidad al socialismo. No va a ser fácil.

El vértigo de la izquierda francesa

Jean-Luc Mélenchon ha tenido una peculiar trayectoria: como Lionel Jospin y Jean-Christophe Cambadélis (que en 2017 era primer secretario del Partido Socialista), fue miembro de la OCI, Organisation communiste Internationaliste, un partido trotskista lambertista que infiltraba las filas del partido fundado por Mitterrand, hoy convertido en el POI, Parti ouvrier indépendant, y tenía una dura actitud anticomunista, contraria al Partido Comunista Francés. Mélenchon ingresó en el Partido Socialista y lo abandonó en 2008 (como si fuera un eco de la ruptura de Jean-Pierre Chevènement en 1993) a causa de su inclinación neoliberal en la década de Hollande como primer secretario. Después, Mélenchon creó el Parti du Gauche, con el que adquirió notoriedad, y más tarde fundó La France Insoumise, que se unió en el Frente de Izquierda, para acabar configurando la reciente Nouvelle Union populaire écologiste et sociale, NUPES, que curiosamente no integra a los trotskistas del NPA de Philippe Poutou. La France Insoumise carece de organización, pero Mélenchon, con claras inclinaciones populistas y a veces inquietantes referencias a los «trabajadores extranjeros», no ha trabajado para impulsar una coalición de la izquierda articulando mecanismos democráticos: ha tratado de imponer sus propuestas y lo ha conseguido, porque el resto de la izquierda, atenazada por su debilidad electoral, ha aceptado sus condiciones. Para articular la coalición presentada a las elecciones legislativas, Mélenchon negoció por separado con los comunistas, los socialistas y los verdes, con documentos diferentes que son incluso contradictorios entre sí. De hecho, el objetivo era reafirmar su propio liderazgo en la izquierda.

Los comunistas acertaron con la candidatura presidencial de Fabien Roussel, pese al pobre resultado y al tirón del dinamismo de Mélenchon, que fue muy injusto achacándoles la responsabilidad de que no hubiese pasado a la segunda vuelta de las presidenciales. El conjunto de los candidatos de izquierda consiguió el 32 % de los votos en la primera vuelta. Ahora, con la fallida apuesta por Matignon, el conjunto de la izquierda debe trabajar con generosidad, pero Mélenchon pretende laminar a los partidos de izquierda de la coalición, y durante la campaña de las legislativas apenas se ha mostrado la pluralidad y los símbolos de los partidos que componen NUPES, centrándolo todo en la figura del dirigente de La France insoumise, en un remedo de trayectoria de la Syriza griega o el Podemos español, sin una organización popular que sustente el programa: NUPES es la articulación de un movimiento alrededor de una figura providencial que prescinde del nervio de la izquierda y de las organizaciones locales.

Mélenchon ha intentado engullir el espacio socialista y comunista, y aunque su apuesta por un programa de izquierda, rechazando la moderación que ha contribuido al declive del país y de la propia izquierda, es atractiva, recuerda también la retórica de otros movimientos semejantes, de la Syriza de Sipras al Podemos español, cuyas ambiciosas propuestas quedaron convertidas en humo en un corto periodo de tiempo. En el vértigo de la izquierda francesa, la apuesta por el futuro no puede basarse en la abrasadora irrupción de una figura providencial, sino en la paciente, laboriosa y oscura, transcendental tarea de la organización popular.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.