Durante los últimos años América del Sur vivió casi en su conjunto una década de crecimiento de la mano de un cambio en la forma de intervención estatal. Con muchos matices entre los países, se pasó de políticas neoliberales a diferentes grados de desarrollo de políticas sociales, proteccionismo y estímulo a la industria local. Ya […]
Durante los últimos años América del Sur vivió casi en su conjunto una década de crecimiento de la mano de un cambio en la forma de intervención estatal. Con muchos matices entre los países, se pasó de políticas neoliberales a diferentes grados de desarrollo de políticas sociales, proteccionismo y estímulo a la industria local. Ya sea desde los gobiernos más moderados, que señalan la austeridad y la responsabilidad fiscal como virtud, hasta los más radicalizados, que dicen desafiar al capitalismo desde un nuevo socialismo o desde una lógica donde prima el consumo por sobre el lucro, o aquellos que se contentan con llamarse nacionales y populares y apostar a políticas keynesianas, todos coinciden en atribuir al accionar estatal la clave del crecimiento de los últimos años. Más aun, cuando la bonanza de los últimos años coincide con las crisis en Estados Unidos y en Europa, marcadas por las quiebras del sistema financiero, la baja salarial y las políticas de austeridad.
Vanagloriarse de la centralidad de la política distributiva estatal como factor de crecimiento tiene su contracara en que en los últimos años comienza a frenarse el crecimiento, e incluso en algunos países están en recesión. El argumento de que el Estado era el factótum de los buenos años se convierte en su contrario. Los políticos y economistas promercado les comienzan a ganar la batalla a los estatistas. En algunos casos con recambio del personal gobernante, en otros mediante el ingreso de economistas que comienzan a ejecutar políticas de ajuste y de liberalización parcial del comercio exterior. Las explicaciones son variadas, aunque apuntan a la idea de dos proyectos contrapuestos en disputa. Pero lo que esta perspectiva no explica es que la posibilidad de intervención estatal fue de la mano de la suba de los precios de las materias primas, mientras que la caída trae aparejada un cambio en las políticas. Lejos de una tensión entre dos modelos en disputa, lo que se observa es la otra cara de la misma moneda.
El Estado y la renta de la tierra. La región en su conjunto tiene un peso marginal en las exportaciones de mercancías manufacturadas, mientras que los commodities dominan el sector externo. A pesar de lo que señalan muchos sectores de izquierda y nacionalistas, lejos de haber un intercambio desigual favorable a los países que exportan manufacturas, las llamadas «materias primas» son mercancías producidas en condiciones no reproducibles por el trabajo humano. La productividad del trabajo es mayor en la producción agrícola, ganadera, minera y petrolera de los diferentes países, y esas condiciones no pueden ser replicadas. Esto lleva a que la rentabilidad de los capitales que operan en dichos sectores sea mayor a la rentabilidad del capital industrial, como lo muestran numerosos estudios que surgieron bajo el impulso de los trabajos del investigador Juan Iñigo Carrera.
Esta rentabilidad superior a la media, tal como lo señalaron autores como Marx y Ricardo, es una riqueza que no es proporcional al capital invertido en el sector (como ocurre con las ganancias extraordinarias de las empresas innovadoras), sino que es una sustracción al resto de los capitales que pagan más caras las materias primas por la propiedad monopólica sobre una porción del planeta. La exportación de materias primas se convierte así en un ingreso extraordinario para los países de la región. Durante la posguerra y hasta el reciente boom de los dos mil, el llamado deterioro de los términos de intercambio generó la apariencia de que la región se basaba en el desarrollo industrial o en las finanzas. Sin embargo, aunque con un peso menor, la renta de la tierra fue el sostén del capital industrial no sólo nacional sino de las multinacionales. La mayor parte de ellas llegaron a la región en la llamada «industrialización por sustitución de importaciones» (Isi) gracias a políticas de protección y estímulo industrial. De esa forma pudieron apropiarse de renta de la tierra para acumular con una rentabilidad igual o superior a la de sus casas matrices, pero con una tecnología muy inferior. Ese es el secreto de cómo se financió el proteccionismo y los subsidios durante el período de la Isi y es lo que impulsó las políticas expansivas actuales. Cuando la renta cayó, en los años setenta, ese ingreso fue remplazado con deudas externas y rebajas salariales. Deudas que sólo se pudieron pagar en forma neta en los últimos años con la suba de los precios de los commodities.
El flujo de la renta de la tierra surge de una ganancia extraordinaria que pagan los consumidores de materias primas (en su mayor parte extranjeros, en el caso de nuestros países) y que puede ser apropiada debido al monopolio sobre condiciones naturales no reproducibles. Los dueños de la tierra aparecen entonces como quienes tienen el derecho de apropiarse de esa riqueza. Sin embargo, el capital busca recuperar eso que perdió. Cuando la renta es muy alta, incluso la mediación del Estado puede ser total y éste convertirse en forma directa en el terrateniente, como ocurre con el petróleo en Venezuela, por ejemplo, o a través de impuestos específicos a la exportación, como ocurre en Argentina. En esos casos el accionar estatal aparece más explícito y su justificación ideológica se exacerba. Otro mecanismo menos evidente es la apropiación de renta a través del tipo de cambio. El abaratamiento del dólar en términos de la moneda local (o la sobrevaluación de la moneda local) implica que el sector exportador recibe menos unidades de la moneda local por cada dólar, mientras que los importadores y quienes sacan el capital fuera del país pueden comprarlo más barato. El extremo de la moneda sobrevaluada durante los dos mil fue Venezuela, pero el dólar también estuvo barato en Chile, Argentina, Brasil y Uruguay, por ejemplo. Con la caída de los precios de las materias primas sostener esa sobrevaluación se hace cada vez más difícil. La búsqueda de créditos externos aparece como la alternativa, pero ante la continuidad en el bajón de los precios de las materias primas la devaluación se vuelve ineludible en toda la región. De la política expansiva se pasa a la austeridad y el ajuste.
La crisis mundial detrás del sube y baja. Como vemos, el alza y caída de los precios de las materias primas es lo que marca el ciclo de la economía en América del Sur y las posibilidades expansivas del accionar estatal. Con diferencias que remiten a las características del capital en cada país y a cómo se configura la acción política de los trabajadores, en toda la región el crecimiento fue impulsado por la suba de la renta de la tierra. Muchos creyeron que gracias a las políticas oficiales América del Sur estaba blindada ante la crisis mundial. Pero la misma suba de la renta se puede explicar por esa crisis. El precio de las materias primas aumentó por la expansión china, que a su vez está sostenida no sólo por los bajos salarios que paga sino por la demanda de Estados Unidos y Europa, principales destinos de sus exportaciones. Estos países lograron mantener el consumo pese a la crisis, gracias a una fuerte emisión monetaria que permitió la expansión del crédito en diferentes formas. El capital financiero actuó así sosteniendo la producción, pero generó una escalada inflacionaria en los precios de los commodities junto con una creciente demanda china no sostenible en el largo plazo. En los últimos tres años esto se puso en evidencia y el freno chino llevó a una caída en las perspectivas de la demanda de materias primas. Como señalamos, el auge de América del Sur tuvo al Estado como mediador de la apropiación de una renta creciente. Esa apariencia progresiva de una política que podía conciliar aumento de la rentabilidad del capital con mejora salarial se acabó. El giro a la derecha corresponde a la forma ideológica que toma la contracción económica. La esperanza de que el mercado solucione lo que el Estado distorsionó puede haber ganado cierto consenso y no haber necesitado de dictaduras en la región, como en otras oportunidades, pero no significa que sea correcto. La crisis no es una crisis de la forma en que interviene el Estado sino del capital en su conjunto. Una perspectiva superadora de las falsas alternativas que aparecen en juego debe comenzar por reconocer este problema y abordar la discusión de qué sector tiene la potencialidad de hacer una transformación de fondo. Los capitalistas grandes y chicos, nacionales y extranjeros, que se apropiaron de la renta sin cambiar nada de fondo, hoy llaman a los trabajadores a ajustarse para que ellos no pierdan tanto. Incluso los buscan de aliados en su inevitable disputa interna por ver quién sobrevive a la crisis. Frente a la inevitable necesidad de luchar para evitar la caída de sus ingresos, los trabajadores tienen la posibilidad de enfrentar la destrucción de capital que provoca una crisis sin caer en apoyar a uno u otro sector, sino sobre la base de comprender las causas de la crisis a nivel regional para plantearse una alternativa propia. Alternativa que al tener causas comunes sólo puede realizarse mediante una acción común a nivel continental.
* Historiador del Conicet (Argentina) y docente de la Uba y la Ungs.