En los últimos veinte años Alemania regresó de manera notable a la escena internacional. El pragmatismo, la prudencia y el multilateralismo guían el diseño e implementación de su política exterior. Después de Brasilia, Ankara , Sidney y Pretoria (1) Le Monde diplomatique, edición Cono Sur presenta «El mundo visto desde…» Berlín.
Una asombrosa constancia que no excluye ajustes… Hasta 1990, la política exterior de la República Federal de Alemania (RFA) se caracterizó por cierta reserva, motivada por su pasado hitleriano y la división del país en varias zonas. De hecho, el contexto internacional fue el que propició en 1949 -momento de la fundación del país- el surgimiento de los dos pilares que rigen la gestión de las relaciones exteriores alemanas. Por una parte, el anclaje en el Oeste y el rearme efectuado durante el mandato del primer canciller de la RFA, Konrad Adenauer, dirigente de la Unión Demócrata Cristiana de Alemania (CDU). Por la otra, la apertura al Este (u Ostpolitik). La Ostpolitik, lanzada por el primer gobierno de gran coalición entre la CDU, la Unión Social Cristiana (CSU) y el Partido Socialdemócrata (SPD) de 1966 a 1969, fue continuada de manera sistemática por los cancilleres Willy Brandt, de 1969 a 1974 y Helmut Schmidt (SPD), de 1974 a 1982; lo mismo hizo su sucesor Helmut Kohl (CDU), quien se adaptó a ella después de haberla combatido.
Podría haberse imaginado que la caída del Muro de Berlín y la reunificación de Alemania desencadenarían un aumento del nacionalismo, un despertar de las tentaciones de dominación e incluso un movimiento pendular entre el Este y el Oeste. Semejantes transformaciones habrían provocado sin duda una ruptura en la política exterior del país. ¿Acaso su entorno no había sufrido cambios que tornaban la mayoría de los mapas obsoletos? Desaparición de la Unión Soviética, del Consejo de Ayuda Mutua Económica (CAME o Comecon) (2), del Pacto de Varsovia; surgimiento de nuevas entidades estatales; reformas en el seno de la Unión Europea y de la Alianza Atlántica; aparición de nuevos conflictos en todo el mundo…
Un enfoque comunitario y multilateral
Todos estos acontecimientos tuvieron un impacto considerable sobre Alemania. Sin embargo, su política exterior evolucionó con prudencia, sin apartarse verdaderamente de su línea anterior. Con una excepción: el rechazo del canciller Gerhard Schröder (SPD) a avalar la intervención militar de Estados Unidos en Irak en 2003. De hecho, durante las dos últimas décadas, los gobernantes alemanes hicieron todo lo posible por tranquilizar a sus socios extranjeros y convencerlos de que no se olvidaran de las lecciones de la historia.
Esta resistencia al cambio deriva tanto de las disposiciones institucionales propias del país como de la personalidad de sus dirigentes políticos. Para empezar, el federalismo, con su amplio reparto de poder entre las regiones (Länder) y el Estado Federal, incita a los partidos a cooperar más que a enfrentarse. Las verdaderas disputas sobre la orientación de la política exterior (anclaje en el Oeste, rearme, Ostpolitik, euromisiles) se desarrollaron antes de 1989. Desde la reunificación prevaleció un consenso bastante amplio, excepto sobre la reciente intervención militar en Afganistán, donde murieron soldados alemanes.
Por otra parte, la Ley fundamental, en especial su artículo 65, confía la tarea de fijar las grandes orientaciones de política exterior al canciller. Si bien la Ley precisa que, en ese marco, «cada ministro Federal dirige su departamento de manera autónoma y bajo su propia responsabilidad», el poder del jefe de Gobierno no es discutido y su ministro de Relaciones Exteriores es con frecuencia vicecanciller y hasta presidente del otro partido de la coalición.
Así, fieles a un enfoque comunitario y multilateral, los diferentes cancilleres han administrado las situaciones de crisis privilegiando las soluciones civiles. El recurso a medios militares -muy restringido- sólo intervino ante el pedido de organizaciones internacionales tales como la Unión Europea, la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) o la Organización de Naciones Unidas (ONU), y después del acuerdo del Parlamento. Un pragmatismo y una ponderación que no impidieron a la nueva Alemania, muy lúcida acerca de sus intereses, ejercer plenamente mayores responsabilidades.
Postulándose como heredero espiritual de Adenauer, Helmut Kohl (1982-1998) se dedicó desde el principio a disipar las inquietudes sobre su política exterior, declarando de buena gana que la unidad de su país y la de Europa eran dos caras de una misma moneda. Así, fue uno de los principales artesanos del Tratado de Maastricht, firmado en 1992, tanto como de la creación de la Unión Económica y Monetaria (UEM). A él se debe también la política de ampliación de la Unión y de la OTAN a los países de Europa del Este. No cesó de buscar el acuerdo con París, aun al precio de amargas negociaciones, diciendo con malicia: «Delante de la bandera francesa hay que inclinarse siempre dos veces» (3).
Intervenciones militares
Consciente de los límites y de las obligaciones que se imponían a su país en 1989 y luego en 1994, Kohl declinó el ofrecimiento de Estados Unidos de convertirse en su socio privilegiado. Sin embargo, razones de orden a la vez constitucional (prohibición hecha a la Bundeswehr -el nuevo ejército fundado en 1955- de intervenir fuera de las fronteras de la OTAN) y práctico impidieron a Alemania participar en la guerra contra Irak después de la invasión de Kuwait en 1990-1991 (guerra que sostuvo sin embargo a través de una contribución financiera sustancial, calificada como «política de la chequera»). A partir de este episodio y después de que la Corte Constitucional Federal autorizara, en 1994, las intervenciones militares alemanas fuera de la zona geográfica cubierta por la Alianza Atlántica, Kohl emprendió la reforma de la Bundeswehr, necesaria para facilitar el despliegue.
Desde la oposición, el SPD y Los Verdes criticaron la «militarización» de la política exterior. Pero apenas algunos meses después de su llegada al poder, de marzo a junio de 1999, la Bundeswehr se unió a los bombardeos de la OTAN contra Serbia, con el fin de prevenir un «genocidio» en Kosovo, según lo que se sostuvo entonces oficialmente. El ministro de Relaciones Exteriores Joschka Fischer (Los Verdes) justificó esta intervención haciendo referencia a Auschwitz, «que no debe repetirse». El propio gobierno sostuvo el concepto de Política Europea de Seguridad y Defensa (PESD) y envió soldados alemanes a los Balcanes, a Afganistán y a África.
Sin embargo, el desarrollo de la crisis yugoslava había convertido a Alemania en el blanco de las críticas (4). En diciembre de 1991, después de haber alentado su secesión, había reconocido precipitadamente a Croacia y a Eslovenia. Esta manera de actuar unilaterialmente le valió ser apartada de las negociaciones sobre la ex Yugoslavia durante dos años. En el momento de la intervención en Kosovo -problemática, ya que no hubo mandato explícito de la ONU-, la Bundeswehr se unió a sus aliados de la OTAN para, según las autoridades alemanas, poner fin a la violación de los derechos humanos cometida por los serbios, evitar una catástrofe humanitaria y estabilizar la región.
Sin embargo, el unilateralismo de la política estadounidense, su forma de esquivar el derecho internacional y su desprecio ostensible hacia la ONU disgustaron cada vez más a Berlín. A pesar de la «solidaridad ilimitada» prometida a George W. Bush después de los atentados del 11 de septiembre de 2001, Schröder (1998-2005) rompió espectacularmente relaciones con él y rechazó implicar a su país en la guerra contra Irak. «Las cuestiones esenciales que conciernen a la nación alemana son tratadas en Berlín y en ninguna otra parte», proclamó con energía ante del Parlamento alemán, el 13 de septiembre de 2002. No es, sin duda, la crisis financiera, económica y social desencadenada por la quiebra de Lehman Brothers en 2008 la que incitará al actual gobierno a innovar.
Tensiones con París
Abandonando todo complejo de inferioridad y defendiendo ruidosamente los intereses nacionales, Schröder causó impacto a veces, al declarar, por ejemplo, en diciembre de 1998: «Más de la mitad de la plata malgastada en Europa es pagada por los alemanes» (5). Desde entonces, las divergencias con París se multiplicaron: en 1999, respecto de la Política Agrícola Común (PAC), que Schröder estimaba demasiado costosa; y en 2000, en el momento de las negociaciones sobre el Tratado de Niza, donde la disputa estuvo referida a la nueva ponderación de votos en el Consejo Europeo. El canciller alemán operó sin embargo un acercamiento con París y Moscú, convirtiéndose en el portavoz de una «vía alemana» (der deutsche Weg) que recordó enojosamente las particularidades del «otro camino» (Sonderweg) de la segunda mitad del siglo XIX . Después del fracaso de los movimientos nacionales y liberales de 1848, tanto la construcción estatal como el proceso de unificación en Alemania originaron, sobre la base de una industrialización rápida, un régimen autoritario y pangermanista en oposición con las potencias occidentales.
La descortesía de Schröder no le impidió administrar las relaciones internacionales con prudente determinación: llevó adelante la ampliación de la OTAN y de la Unión e hizo adoptar el proyecto de Constitución europea que los franceses, por su parte, rechazaron el 29 de mayo de 2005. Ese mismo año, le costó admitir que fue vencido con justicia por una mujer, Angela Merkel quien, además, apoyaba la política de Bush.
La canciller Merkel restableció el diálogo con Estados Unidos, tornó la política exterior de Alemania menos dependiente de Francia y tomó distancia de la Rusia del presidente Vladimir Putin, considerado poco respetuoso de los derechos humanos. En ciertas ocasiones flexibilizó su posición, usando un tono moderado, pero sin renunciar a su objetivo: Alemania debía asumir más responsabilidades que antes. Merkel adquirió, a los ojos de los alemanes, una gran autoridad en el plano internacional al presidir con éxito el Consejo Europeo y el G7 en 2007.
Entre sus éxitos reivindicados figuran la adopción del Tratado de Lisboa, la reactivación de la colaboración entre la Unión Europea y Rusia y el Protocolo de Kyoto sobre el cambio climático. Comprometida en la búsqueda de la paz en Medio Oriente, Merkel entabló un diálogo con Israel y los palestinos. Demostró en fin un interés sostenido por África (6) y nunca cuestionó las intervenciones exteriores de la Bundeswehr.
Aunque escucha a sus socios, la canciller no vacila sin embargo en desaprobarlos, incluso en oponerse a ellos. Por eso la conducción de la crisis financiera y económica mundial creó muchas tensiones entre París y Berlín (7). Merkel criticó al presidente Bush a propósito de las prisiones secretas de la Central Intelligence Agency (CIA): «Una institución como Guantánamo no puede y no debe existir a largo plazo», afirmó en enero de 2006 (8).
Desilusión en la Unión
Para no violentar a Rusia, Merkel hizo aplazar la entrada de Georgia y de Ucrania en la OTAN. Las amenazas de represalias chinas -que se concretaron- no le impidieron recibir al Dalai Lama en 2007 y desaprobar la apertura de los Juegos Olímpicos en Pekín en 2008. Puesto que los objetivos esenciales de su política exterior estaban en otra parte, podía darse el lujo de una desavenencia pasajera con Pekín; más aun sabiendo que China era incapaz de prescindir de Alemania en el plano económico.
El anclaje en el Oeste sigue siendo sin embargo la base fundamental sobre la cual se articulan las relaciones de Alemania con el mundo: no se ubica a igual distancia de Washington y de Moscú y no se considera como una potencia central en Europa. Además, los desafíos cruciales que se presentan en el siglo XXI refuerzan el acercamiento multilateral.
El compromiso euro-atlántico descansa sobre la cooperación franco-alemana, la integración europea y la colaboración atlántica forjada con Estados Unidos y la OTAN, elementos difíciles de disociar. Desde la declaración de Robert Schuman (9 de mayo de 1950) (9) y el Tratado del Elíseo (1963) -Tratado de amistad y de cooperación entre Bonn y París-, el dúo franco-alemán juega un papel activo en la construcción europea. Pero la influencia de ese dúo tiende a diluirse con las ampliaciones sucesivas de la Unión; y, a pesar de los abrazos públicos, la voluntad de concertación no excluye serios enfrentamientos respecto a los contenidos que deben darse a esta Europa siempre en gestación. Por esta razón, se alude fácilmente a una banalización, un desencanto, e incluso un desequilibrio en las relaciones franco-alemanas.
Es verdad que, más allá de sus diferencias de estilo y personalidad, Sarkozy y Merkel expresaron desacuerdos sobre una Unión mediterránea (de la cual Alemania debía ser excluida) que se convirtió en la Unión para el Mediterráneo; sobre la independencia del Banco Central Europeo (BCE), y sobre la gestión económica de la Unión. Otras divergencias aparecieron tanto en relación con las soluciones para afrontar la crisis financiera y económica como a la reforma del sistema financiero internacional. Las tensiones nacidas de la deuda griega, en fin, sacan a la luz concepciones opuestas de la «solidaridad europea».
Red de cooperación multilateral
En marzo de 2010, en efecto, para no alentar el «laxismo» que, según ella, podría difundirse en la zona euro, Merkel se mostró intransigente respecto de Atenas, maltratada por los mercados financieros. El 23 de marzo hasta impuso su solución: el recurso al Fondo Monetario Internacional (FMI) y a las ayudas bilaterales. Para tranquilizar al mundo de las finanzas, el pasado 11 de abril intervino un nuevo acuerdo europeo. El monto de los préstamos bilaterales dependerá del porcentaje de cada Estado en el capital del Banco Central Europeo (BCE), del que Alemania es el primer contribuyente. Dos enfoques complementarios: la gestión rigurosa de la zona euro (punto de vista alemán) acompañada de la solidaridad y de una verdadera coordinación de las políticas económicas (punto de vista francés), sin atentar contra la independencia del BCE.
El pacto franco-alemán no deja de conservar su carácter de indispensable: si bien no alcanza para hacer avanzar a Europa, su desaparición le impediría progresar. Además, las divergencias entre los dos países, a menudo mediatizadas, no deben hacer olvidar la amplitud de sus convergencias, puesta de relieve por la estrecha colaboración cotidiana, muy acaparada por la política europea de sus gobiernos.
Europa sigue siendo de una importancia fundamental para Alemania por estar tan ligada a su historia: después de 1945 le dio una suerte de identidad sustitutiva y constituyó el marco dentro del cual pudo recuperar progresivamente su soberanía confiscada por los aliados. Por eso el país no dejó de estar en primera fila en las negociaciones europeas. Sin embargo, aunque desde los años 90 Berlín privilegió la ampliación antes que la profundización, ahora se muestra menos integracionista, se adapta más a la cooperación intergubernamental y no duda en defender sus intereses, tal como lo hacen los otros países.
En 2006, Fischer causó alarma cuando denunció «un desplazamiento fatal de perspectiva». Según él, «Europa ya no es el proyecto central de la política alemana» (10) y sería demasiado percibida a través del prisma deformante de sus intereses nacionales. Así como Schröder apoyaba la entrada de Turquía en la Unión, Merkel se opone a ello y preconiza una colaboración privilegiada, a riesgo de disgustar al aliado estadounidense.
Tanto el desacuerdo con Washington a propósito de la guerra en Irak en 2003 como la decepción manifestada por Merkel ante el interés limitado del presidente Barack Obama por Europa no deben sin embargo hacer olvidar el cordón umbilical que unió a estas dos potencias desde 1949. Estados Unidos participó en el origen de la RFA: facilitó la reconstrucción del país a través del Plan Marshall, garantizó su seguridad y la de Berlín durante la Guerra Fría y organizó el rearme controlado en el marco de la OTAN. Aunque los conflictos se hayan desplazado hacia la periferia o fuera de Europa, Alemania continúa dependiendo de la presencia militar estadounidense en el interior de sus fronteras y, más ampliamente, en el continente.
Gracias a la desaparición de la cortina de hierro en 1989-1990, Alemania reanudó plenamente sus vínculos tradicionales con los Países de Europa Central y Oriental (PECO). Las relaciones con Polonia y la República Checa -objeto de una gran atención-, siguen siendo difíciles a pesar de todo, a causa de la expulsión de los alemanes de esos países en 1945. Berlín desarrolló también una política de vecindad activa con los Estados cercanos a Rusia (Bielorrusia, Ucrania y Moldavia) y, en nombre de la prevención de conflictos, manifiesta un interés verdadero por los regímenes del Cáucaso (Georgia, Armenia y Azerbaiyán) y de Asia Central.
Generalmente, Alemania estima que la resolución de los graves problemas de países tales como Irak, Afganistán, Pakistán o Irán debe pasar por las organizaciones internacionales, de las que es un contribuyente financiero importante. Su política apunta a circunscribir el empleo de la fuerza en provecho de soluciones multilaterales.
En 1990, la promesa de una ayuda económica y financiera consecuente convenció a la URSS a aceptar la unidad alemana. Por razones ligadas al pasado (la historia de los imperios ruso y alemán, las guerras mundiales del siglo XX) pero también económicas (la dependencia energética) y estratégicas (la paz en Europa), las relaciones con Rusia parecen primordiales para Berlín. Los dirigentes alemanes se muestran entonces preocupados por administrar una potencia fuertemente debilitada desde hace veinte años. Así tejieron con Rusia una apretada red de cooperaciones bilaterales, europeas y multilaterales, teniendo cuidado al mismo tiempo de no despertar el temor de los PECO, que guardan en la memoria la tutela del Kremlin.
Las animadas críticas que suscitó el proyecto del gasoducto que unirá bajo el Báltico a Rusia directamente con el norte de Alemania, son una buena ilustración de las precauciones que deben tomar sus dirigentes; estos reproches fueron oídos porque otros socios, entre los cuales se encuentra Francia, se asociaron ahora al proyecto. Independientemente de las crisis políticas (Chechenia y Georgia) y de los desacuerdos persistentes sobre la cuestión de los derechos humanos, el refuerzo constante de la cooperación económica y la reducción de la dependencia energética alemana son considerados esenciales. En un deseo de estabilidad, Berlín quiere hacer de Moscú un socio completo (un objetivo relativamente fácil, comparado con la complejidad del rompecabezas asiático).
Asia constituye un vasto conjunto demasiado heterogéneo como para que sea posible describir a grandes rasgos la política seguida por Berlín respecto del continente. Su enfoque regional establece una distinción entre Asia oriental -China, Japón, Corea-, el Sudeste Asiático -en particular los diez países de la Asociación de Naciones del Sudeste Asiático (ASEAN)- y Asia del subcontinente indio -en especial Afganistán, India y Pakistán-. Además de las relaciones comerciales, los intercambios abarcan muchas cuestiones sociales: educación, formación, investigación, empleo, medio ambiente, energía, tecnología. China, que superó a Alemania como primera potencia exportadora mundial en 2009, llama fuertemente la atención; sin embargo se observa, desde hace algunos años, un interés creciente por India, hasta ahora descuidada, así como por los países emergentes, actores de primera línea en las relaciones internacionales de mañana.
En su declaración gubernamental inaugural del 20 de septiembre de 1949, el primer canciller, Adenauer, fijó tres objetivos para la República Federal, que en esa época no disponía todavía de un Ministerio de Relaciones Exteriores: la soberanía nacional y la igualdad de los derechos con las otras naciones, la construcción europea, la reunificación. Gracias a una política que supo adaptarse a los cambios internos y a la evolución del contexto internacional, esos objetivos fueron alcanzados el 3 de octubre de 1990. La canciller Merkel, dirigiéndose a los diputados por primera vez, el 30 de noviembre de 2005, constataba: «Alemania nunca fue tan libre como ahora».
1 Véase Le Monde diplomatique, ed. Cono Sur, enero, febrero, marzo y abril de 2010.
2 Organización de ayuda mutua económica entre los países del bloque comunista.
3 Citado por Maxime Lefebvre, «L’Allemagne et l’Europe», Revue internationale et stratégique, Armand Colin, Nº 74, París, 2009.
4 «Las responsabilidades de Alemania y el Vaticano en la aceleración de la crisis» fueron «evidentemente abrumadoras», declaró el 16 de junio de 1993 el ministro de Relaciones Exteriores francés Roland Dumas. Véase Paul-Marie de La Gorce, «Les divergences franco-allemandes mises à nu», Le Monde diplomatique, París, septiembre de 1993.
5 Citado por Jacques-Pierre Gougeon, L’Allemagne du xxi siècle, une nouvelle nation, Armand Colin, París, 2009.
6 Raf Custers, «Los intereses europeos en África», Le Monde diplomatique, edición Cono Sur, Buenos Aires, julio de 2006.
7 La balanza comercial alemana, sostenida por una severa política de austeridad salarial, anuncia un cómodo superávit. Este desequilibrio fue criticado recientemente (aunque en términos moderados) por la ministra de Economía francesa Christine Lagarde. En efecto, los superávits alemanes están necesariamente a la altura… de los déficits de sus socios comerciales, entre los cuales se encuentra Francia.
8 Der Spiegel, Hamburgo, 7-1-06.
9 El ministro de Relaciones Exteriores francés anunciaba allí el proyecto de Comunidad Europea del Carbón y del Acero (CECA), fundado sobre un acuerdo franco-alemán, suscripto en 1951.
10 Der Spiegel, 21-12-08.
Henri Ménudier es Profesor de la Universidad Sorbona Nueva París III.
Traducción: Florencia Giménez Zapiola