Suave Patria, vendedora de chía: / quiero raptarte en la cuaresma opaca,/ sobre un garañón, y con matraca,/ y entre los tiros de la policía. R. López Velarde, La suave patria No falta ironía en el hecho de que las repúblicas nacionales que se erigieron en el siglo XIX en América latina terminaran por comportarse […]
No falta ironía en el hecho de que las repúblicas nacionales que se erigieron en el siglo XIX en América latina terminaran por comportarse muy a pesar suyo precisamente de acuerdo a un modelo que declaraban detestar, el de su propia modernidad -la modernidad barroca, configurada en el continente americano durante los siglos XVII y XVIII-. Pretendiendo «modernizarse», es decir, obedeciendo a un claro afán de abandonar el modelo propio y adoptar uno más exitoso en términos mercantiles -si no el anglosajón al menos el de la modernidad proveniente de Francia e impuesto en la península ibérica por el Despotismo Ilustrado-, las capas poderosas de las sociedades latinoamericanas se vieron compelidas a construir repúblicas o estados nacionales que no eran, que no podían ser, como ellas lo querían, copias o imitaciones de los estados capitalistas europeos; que debieron ser otra cosa: representaciones, versiones teatrales, repeticiones miméticas de los mismos; edificios en los que, de manera inconfundiblemente barroca, lo imaginario tiende a ponerse en el lugar de lo real.
Y es que sus intentos de seguir, copiar o imitar el productivismo capitalista se topaban una y otra vez con el gesto de rechazo de la «mano invisible del mercado», que parecía tener el encargo de encontrar para esas empresas estatales de la América latina una ubicación especial dentro de la reproducción capitalista global, una función ancilar. En la conformación conflictiva de la tasa de ganancia capitalista, ellas vinieron a rebajar sistemáticamente la participación que le corresponde forzosamente a la renta de la tierra, recobrando así para el capital productivo, mediante un bypass, una parte del plusvalor generado bajo este capital y aparentemente «desviado» para pagar por el uso de la naturaleza que los señores (sean ellos privados, como los hacendados, o públicos, como la república) ocupan con violencia. Gracias a esas empresas estatales, a la acción de sus «fuerzas vivas», las fuentes de materia prima y de energía -cuya presencia en el mercado, junto a la de la fuerza de trabajo barata de que disponen, constituye el fundamento de su riqueza- vieron especialmente reducido su precio en el mercado mundial. En estados como los latinoamericanos, los dueños de la tierra, públicos o privados, fueron llevados «por las circunstancias» a cercenar su renta, y con ello indirectamente la renta de la tierra en toda la «economía-mundo» occidental, en beneficio de la ganancia del capital productivo concentrado en los estados de Europa y Norteamérica. Al hacerlo, condenaron a la masa de dinero-renta de sus propias repúblicas a permanecer siempre en calidad de capital en mercancías, sin alcanzar la medida crítica de dinero-capital que iba siendo necesaria para dar el salto hacia la categoría de capital productivo, quedando ellos también -pese a los contados ejemplos de «prohombres de la industria y el progreso»- en calidad de simples rentistas disfrazados de comerciantes y usureros, y condenando a sus repúblicas a la existencia subordinada que siempre han tenido. Sin embargo, disminuida y todo, reducida a una discreta «mordida» en esa renta devaluada de la tierra, la masa de dinero que el mercado ponía a disposición de las empresas latinoamericanas y sus estados resultó suficiente para financiar la vitalidad de esas fuerzas vivas y el despilfarro «discretamente pecaminoso» de los happy few que se reunían en torno a ellas. La sobrevivencia de los otros, los cuasi «naturales», los socios no plenos del estado o los semi-ciudadanos de la república, siguió a cargo de la naturaleza salvaje y de la magnanimidad de «los de arriba», es decir, de la avara voluntad divina. Pero, sobre todo, las ganancias de estas empresas y sus estados resultaron suficientes para otorgar verosimilitud al remedo o representación mimética que permitía a éstos últimos jugar a ser lo que no eran, a hacer «como si» fueran estados instaurados por el capital productivo, y no simples asambleas de terratenientes y comerciantes al servicio del mismo.
Privadas de esa fase o momento clave en el que la reproducción capitalista de la riqueza nacional pasa por la reproducción de la estructura técnica de sus medios de producción -por su ampliación, fortalecimiento y renovación-, las repúblicas que se asentaron sobre las poblaciones y los territorios de la América latina han mantenido una relación con el capital -con el «sujeto real» de la historia moderna, salido de la enajenación de la subjetividad humana- que ha debido ser siempre demasiado mediata o indirecta. Desde las «revoluciones de independencia» han sido repúblicas dependientes de otros estados mayores, más cercanos a ese sujeto determinante; situación que ha implicado una disminución substancial de su poder real y, consecuentemente, de su soberanía. La vida política que se ha escenificado en ellas ha sido así más simbólica que efectiva; casi nada de lo que se disputa en su escenario tiene consecuencias verdaderamente decisivas o que vayan más allá de lo cosmético. Dada su condición de dependencia económica, a las repúblicas nacionales latinoamericanas sólo les está permitido traer al foro de su política las disposiciones emanadas del capital una vez que éstas han sido ya filtradas e interpretadas convenientemente en los estados donde él tiene su residencia preferida. Han sido estados capitalistas adoptados sólo de lejos por el capital, entidades ficticias, separadas de «la realidad». [1]
De todos modos, la pregunta está ahí: los resultados de la fundación hace dos siglos de los estados nacionales en los que viven actualmente los latinoamericanos y que los definen en lo que son, ¿no justifican de manera suficiente los festejos que tienen lugar este año? ¿Los argentinos, brasileños, mexicanos, ecuatorianos, etcétera, no deben estar orgullosos de ser lo que son, o de ser simplemente «latinos»?
No cabe duda de que, incluso en medio de la pérdida de autoestima más abrumadora es imposible vivir sin un cierto grado de autoafirmación, de satisfacción consigo mismo y por tanto de «orgullo» de ser lo que se es, aunque esa satisfacción y ese «orgullo» deban esconderse tanto que resulten imperceptibles. Y decir autoafirmación es lo mismo que decir reafirmación de identidad. Resulta por ello pertinente preguntarse si esa identidad de la que los latinoamericanos pudieran estar orgullosos y que tal vez quisieran festejar feliz e ingenuamente en este año no sigue siendo tal vez precisamente la misma identidad embaucadora, aparentemente armonizadora de contradicciones insalvables entre opresores y oprimidos, ideada ad hoc por los impulsores de las repúblicas «poscoloniales» después del colapso del Imperio Español y de las «revoluciones» o «guerras de independencia» que lo acompañaron. Una identidad que, por lo demás, a juzgar por la retórica ostentosamente bolivariana de los mass media que en estos días convocan a exaltarla, parece fundirse en otra, de igual esencia que la anterior pero de alcances continentales: la de una nación omniabarcante, la «nación latina», que un espantoso mega-estado capitalista latinoamericano, aún en ciernes, estaría por poner en pie. Y es que, juzgado con más calma, el orgullo por esta identidad tendría que ser un orgullo bastante quebrado; en efecto, se trata de una identidad afectada por dolencias que la convierten también, y convincentemente, en un motivo de vergüenza, que despiertan el deseo de apartarse de ella.
La «Revolución» de Independencia, acontecimiento fundante de las repúblicas latinoamericanas que se auto-festejan este año, vino a reeditar, «corregido y aumentado» el abandono que el Despotismo Ilustrado trajo consigo de una práctica de convivencia pese a todo incluyente que había prevalecido en la sociedades americanas durante todo el largo «siglo barroco», la práctica del mestizaje; una práctica que -pese a sufrir el marcado efecto jerarquizador de las instituciones monárquicas a las que se sometía- tendía hacia un modo bastante abierto de integración de todo el cuerpo social de los habitantes del continente americano. Bienvenido por la mitad hispanizante de los criollos y rechazado por la otra, la de los criollos aindiados, el Despotismo Ilustrado llegó, importado de la Francia borbónica. Con él se implantó en América la distinción entre «metrópolis» y «colonia» y se consagró al modo de vida de la primera, con sus sucursales ultramarinas, como el único «portador de civilización»; un modo de vida que, si quería ser consecuente, debía primero distinguirse y apartarse de los modos de vida de la población natural colonizada, para proceder luego a someterlos y aniquilarlos. Este abandono del mestizaje en la práctica social, la introducción de un «apartheid latino» que, más allá de jerarquizar el cuerpo social, lo escinde en una parte convocada y otra rechazada, están en la base de la creación y la permanencia de las repúblicas latinoamericanas. Se trata de repúblicas cuyo carácter excluyente u «oligárquico» -en el sentido etimológico de «concerniente a unos pocos»-, propio de todo estado capitalista, se encuentra exagerado hasta el absurdo, hasta la automutilación. Los «muchos» que han quedado fuera de ellas son nada menos que la gran población de los indios que sobrevivieron al «cosmocidio» de la Conquista, los negros esclavizados y traídos de África y los mestizos y mulatos «de baja ralea». Casi un siglo después, los mismos criollos franco-iberizados -«neoclásicos»- que desde la primera mitad del siglo XVIII se habían impuesto con su «despotismo ilustrado» sobre los otros, los indianizados -«barrocos»- pasaron a conformar, ya sin el cordón umbilical que los ataba a la «madre patria» y sin el estorbo de los españoles peninsulares, la clase dominante de esas repúblicas que se regocijan hoy orgullosamente por su eterna juventud.
El proyecto implícito en la constitución de estas repúblicas nacionales, que desde el siglo XIX comenzaron a flotar como islotes prepotentes sobre el cuerpo social de la población americana, imbuyéndole sus intenciones y su identidad, tenía entre sus contenidos una tarea esencial: retomar y finiquitar el proceso de conquista del siglo XVI, que se desvirtuó durante el largo siglo barroco. Es esta identidad definida en torno a la exclusión, heredada de los criollos ilustrados ensoberbecidos, la misma que, ligeramente transformada por doscientos años de historia y la conversión de la modernidad europea en modernidad «americana», se festeja en el 2010 con bombos y platillos pero -curiosamente- «bajo estrictas medidas de seguridad». Se trata de una identidad que sólo con la ayuda de una fuerte dosis de cinismo podría ser plenamente un motivo de «orgullo». . . a no ser que, en virtud de un wishful thinking poderoso -acompañado de una desesperada voluntad de obnubilación-, como el que campea en Sudamérica actualmente, se la perciba en calidad de sustituida ya por otra futura, totalmente transformada en sentido democrático.
Sorprende la insistencia con que los movimientos y los líderes que pretenden construir actualmente la nueva república latinoamericana se empeñan en confundir -como pareciera que también López Velarde lo hace en su Suave patria– [2], bajo el nombre de Patria, un continuum que existiría entre aquella nación-de-estado construida hace doscientos años como deformación de la «nación natural» latinoamericana, con su identidad marmórea y «neoclásica», y esta misma «nación natural», con su identidad dinámica, variada y evanescente; un continuum que, sarcásticamente, no ha consistido de hecho en otra cosa que en la represión de ésta por la primera. Es como si quisieran ignorar o desconocer, por lo desmovilizador que sería reconocerla, aquella «guerra civil» sorda e inarticulada pero efectiva y sin reposo que ha tenido y tiene lugar entre la nación-de-estado de las repúblicas capitalistas y la comunidad latinoamericana en cuanto tal, en tanto que marginada y oprimida por éstas y por lo tanto contraria y enfrentada a ellas. Se trata de una confusión que lleva a ocultar el sentido revolucionario de ese wishful thinking de los movimientos sociales, a desdeñar la superación del capitalismo como el elemento central de las nuevas repúblicas y a contentarse con quitar lo destructivo que se concentraría en lo «neo-» del «neo-liberalismo» económico, restaurando el liberalismo económico «sin adjetivos» y remodelándolo como un «capitalismo con rostro humano». Es un quid pro quo que, bajo el supuesto de una identidad común transhistórica, compartida por opresores y oprimidos, explotadores y explotados, integrados y expulsados, pide que se lo juzgue como un engaño históricamente «productivo», útil para reproducir la unidad y la permanencia indispensables en toda comunidad dotada de una voluntad de trascendencia. Un quid pro quo cuya eliminación sería un acto «de lesa patria».
Desde un cierto ángulo, las «Fiestas del bicentenario», más que de conmemoración, parecen fiestas de auto-protección contra el arrepentimiento. Al fundarse, las nuevas repúblicas estuvieron ante una gran oportunidad, la de romper con el pasado despótico ilustrado y recomponer el cuerpo social que éste había escindido. En lugar de ello, sin embargo, prefirieron exacerbar esa escisión -«último día de despotismo y primero de lo mismo», se leía en la pinta de un muro en el Quito de entonces- sacrificando la posible integración en calidad de ciudadanos de esos miembros de la comunidad que el productivismo ilustrado había desechado por «disfuncionales». Y decidieron además acompañar la exclusión con una parcelización de la totalidad orgánica de la población del continente americano, que era una realidad incuestionable pese a las tan invocadas dificultades geográficas.
Enfrentadas ahora a los resultados catastróficos de su historia bicentenaria, lo menos que sería de esperar de ellas es un ánimo de contrición y arrepentimiento. Pero no sucede así, lo que practican es la «denegación», la «transmutación del pecado en virtud». Esta cegera autopromovida ante el sufrimiento que no era necesario vivir pero que se vivió por culpa de ellas durante tanto tiempo las aleja de todo comportamiento autocrítico y las lleva por el contrario a levantar arcos triunfales y abrir concursos de apología histórica entre los letrados y los artistas.
Los de este 2010 son festejos que en medio de la autocomplacencia que aparentan no pueden ocultar un cierto rasgo patético; son ceremonias que se delatan y muestran en el fondo algo de conjuro contra una muerte anunciada. En medio de la incertidumbre acerca de su futuro, las repúblicas oligárquicas latinoamericanas buscan ahora la manera de restaurarse y recomponerse aunque sea cínicamente haciendo más de lo mismo, malbaratando la migaja de soberanía que aún queda en sus manos. Festejan su existencia bicentenaria y a un tiempo, sin confesarlo, usan esos festejos como amuletos que les sirvan para ahuyentar la amenaza de desaparición que pende sobre ellas.
El aparato institucional republicano fue diseñado en el siglo XIX para organizar la vida de los relativamente pocos propietarios de patrimonio, los únicos ciudadanos verdaderos o admitidos realmente en las repúblicas. Con la marcha de la historia debió sin embargo ser utilizado políticamente para resolver una doble tarea adicional: debía primero atender asuntos que correspondían a una «base social» que las mismas repúblicas necesitaban ampliar y que lo conseguían abriéndose dosificadamente a la población estructuralmente marginalizada pero sin afectar y menos abandonar su inherente carácter oligárquico. Era un aparato condenado a vivir en crisis permanente. «Anti-gattopardiano», suicida, el empecinamiento de estas repúblicas en practicar un «colonialismo interno» -ignorando la tendencia histórica general que exigía ampliar el sustento demográfico de la democracia- las llevó a dejar que su vida política se agostara hasta el límite de la ilegitimidad, provocando así el colapso de ese aparato. Ampliado y remendado sin ton ni son, burocratizado y distorsionado al tener que cumplir una tarea tan contradictoria, el aparato institucional vio agudizarse su disfuncionalidad hasta el extremo de que la propia ruling class comenzó a desentenderse de él. Abdicando del encargo bien pagado que le había hecho el capital y que la convirtió en una élite endogámica estructuralmente corrupta; tirando al suelo el tablero del juego político democrático representativo y devolviéndole al capital «en bruto» el mando directo sobre los asuntos públicos, esta ruling class se disminuyó a sí misma hasta no ser más que un conglomerado inorgánico de poderes fácticos, dependientes de otros trans-nacionales, con sus mafias de todo tipo -lo mismo legales que delincuenciales- y sus manipuladores mediáticos.
Prácticamente desmantelada y abandonada por sus dueños «verdaderos», la «supraestructura política» que estas repúblicas se dieron originalmente y sin la cual decían no poder existir, se encuentra en nuestros días en medio de un extraño fenómeno; está pasando a manos de los movimientos socio-políticos anti-oligárquicos y populistas que antes la repudiaban tanto o más de lo que ella los rechazaba. Son estos movimientos los que ahora, después de haberse «ganado el tigre en la feria», buscan forzar una salida de su perplejidad y se apresuran a resolver la alternativa entre restaurar y revitalizar esa estructura institucional o desecharla y sustituirla por otra. Se trata de conglomerados sociales dinámicos que han emergido dentro de aquella masa «politizada» de marginales y empobrecidos, generada como subproducto de la llamada «democratización» de las repúblicas oligárquicas latinoamericanas; una masa que, sin dejar de estar excluida de la vida republicana, había sido semi-integrada en ella en calidad de «ejército electoral de reserva».
Las «fiestas del bicentenario», convocadas al unísono por todos los gobiernos de las repúblicas latinoamericanas y organizadas por separado en cada una de ellas, parecerían ser eventos completamente ajenos a «los de abajo», espectáculos republicanos «de alcurnia», transmitidos en toda su fastuosidad por los monopolios televisivos, a los que esas mayorías sólo asistirían en calidad de simples espectadores boquiabiertos, entusiastas o aburridos. Sin embargo, son fiestas que esas mayorías han hecho suyas, y no sólo para ratificar su «proclividad festiva» mundialmente conocida, sino para hacer evidente, armados muchas veces sólo de la ironía, la realidad de la exclusión soslayada por la ficción de la república bicentenaria.
Las naciones oligárquicas y las respectivas identidades artificialmente únicas y unificadoras, a las que las distintas porciones de esa población pertenecen tangencialmente, no han sido capaces de constituirse en entidades incuestionablemente convincentes y aglutinadoras. Su debilidad es la de la empresa histórica estatal que las sustenta; una debilidad que exacerba la que la origina. Doscientos años de vivir en referencia a un estado o república nacional que las margina sistemáticamente, pero sin soltarlas de su ámbito de gravitación, han llevado a las mayorías de la América latina a apropiarse de esa nacionalidad impuesta, y a hacerlo de una manera singular.
La identidad nacional de las repúblicas oligárquicas se confecciona a partir de las características aparentemente «únicas» del patrimonio humano del estado, asentado con sus peculiares usos y costumbres sobre el patrimonio territorial del mismo. Es el resultado de una funcionalización de las identidades vigentes en ese patrimonio humano, que adapta y populariza convenientemente dichos usos y costumbres de manera que se adecuen a los requerimientos de la empresa estatal en su lucha económica con los otros estados sobre el escenario del mercado mundial.
La innegable gratuidad o falta de necesidad del artificio nacional es un hecho que en la América latina se pone en evidencia con mucha mayor frecuencia y desnudez que en otras situaciones histórico-geográficas de la modernidad capitalista. Pero es una gratuidad que, aparte de debilitar al estado, tiene también efectos de otro orden. Ella es el instrumento de una propuesta civilizatoria moderna, aunque reprimida en la modernidad establecida, acerca de la autoafirmación identitaria de los seres humanos. La «nación natural»3 mexicana o brasileña no sólo no pudo ser sustituida por la nación-de-estado de estos países sino que, al revés, es ella la que la ha rebasado e integrado lentamente. En virtud de lo precario de su imposición, la nación-de-estado les ha servido a las naciones latinoamericanas como muestra de la gratuidad o falta de fundamento de toda autoafirmación identidad, lo que es el instrumento idóneo para vencer la tendencia al substancialismo regionalista que es propio de toda nación moderna bien sustentada. Muy pocos son, por ejemplo, los rasgos comunes presentes en la población de la república del Ecuador -república diseñada sobre las rodillas del Libertador-, venidos de la historia o inventados actualmente, que pudieran dar una razón de ser sólida e inquebrantable a la nación-de-estado ecuatoriana. Sin embargo, es innegable la vigencia de una «ecuatorianidad» -levantada en el aire, si se quiere, artificial, evanescente y de múltiples rostros-, que los ecuatorianos reconocen y reivindican como un rasgo identitario importante de lo que hacen y lo que son cada caso, y que les abre al mismo tiempo, sobre todo en la dura escuela de la migración, al mestizaje cosmopolita.
La disposición a la autotransformación, la aceptación dialógica -no simplemente tolerante- de identidades ajenas, viene precisamente de la asunción de lo contingente que hay en toda identidad, de su fundamentación en la pura voluntad política, y no en algún encargo mítico ancestral, que por más terrenal que se presente termina por volverse sobrenatural y metafísico. Esta disposición es la que da a la afirmación identitaria de las mayorías latinoamericanas -concentrada en algo muy sutil, casi sólo una fidelidad arbitraria a una «preferencia de formas»-, el dinamismo y la capacidad de metamorfosis que serían requeridos por una modernidad imaginada más allá de su anquilosamiento capitalista.
NOTAS:
[1] Lo ilusorio de la política real en la vida de estas repúblicas se ilustra perfectamente en la facilidad con que ciertos artistas o ciertos políticos han transitado de ida y vuelta del arte a la política; ha habido novelistas que resultaron buenos gobernantes (Rómulo Gallegos), y revolucionarios que fueron magníficos poetas (Pablo Neruda); así como otros que fueron buenos políticos cuando pintores y buenos pintores cuando políticos. Nada ha sido realmente real, sino todo realmente maravilloso.
[2] La «patria suave» de López Velarde -aquella que quienes hoy la devastan se dan el lujo hipócrita de añorar- pese a lo pro-oligáquica que puede tener su apariencia idílica provinciana (con todo y patrones «generosos» como el de Rancho Grande), resulta a fin de cuentas todo lo contrario. Es corrosiva de la exclusión aceptada y consagrada. El erotismo promíscuo de la «nación natural» que se asoma en ella, subrepticio pero omnibarcante, no reconoce ni las castas ni las clases que son indispensables en las repúblicas de la «gente civilizada», hace burla de su razón de ser.
Bolívar Echeverría (Riobamba, Ecuador, 1941) es profesor emérito de filosofía en la Facultad de Filosofía de la UNAM, México. En 2006, recibió en Caracas el Premio Libertador Simón Bolívar al Pensamiento Crítico.