América Latina no podía funcionar. Fue creada por los colonizadores para que no funcionara, para ser eternamente subalterna del mundo «civilizado». Fue hecha para entregarle materias primas y su fuerza de trabajo superexplotada a la honra de sus señores europeos. América Latina fue colonizada para ser colonia y sentirse colonizada; para subordinarse a las metrópolis […]
América Latina no podía funcionar. Fue creada por los colonizadores para que no funcionara, para ser eternamente subalterna del mundo «civilizado». Fue hecha para entregarle materias primas y su fuerza de trabajo superexplotada a la honra de sus señores europeos. América Latina fue colonizada para ser colonia y sentirse colonizada; para subordinarse a las metrópolis y al imperio.
Más aún cuando las alternativas parecían desaparecer, sólo le restaría a América Latina imitar de forma mecánica el modelo único consagrado por el capitalismo central. Y así fue por un tiempo: América Latina fue el área con más gobiernos neoliberales y sus modalidades sumamente radicales.
Se trató de una devastadora ola que acabó, entre otros, con el estado social chileno, con la autosuficiencia energética de Argentina, además de dejar al continente como una región intrascendente en el plano internacional, de bajo perfil, subordinada a las potencias del centro del sistema, intensificando aún más la desigualdad y la miseria entre nosotros.
De un momento a otro, el fracaso de los gobiernos neoliberales generó una serie de gobiernos que se eligieron con el compromiso de superar ese modelo y de construir sociedades más justas, menos desiguales, soberanas en el plano internacional.
Fue así como la región se volvió la única en el mundo con gobiernos antineoliberales que, además de eso, pasaron a constuir procesos de integración regional autónomos en relación con Estados Unidos [de América]. Aún cuando surgió la profunda y prolongada crisis económica -que acaba de cumplir cinco años- en los países centrales del capitalismo, aquellas naciones no dejaron de expandir sus economías y, sobre todo, de combatir la miseria y la desigualdad.
Entre sus adversarios -de la derecha y de la ultraizquierda- inicialmente el fenómeno generó desconcierto. No era posible que con la recesión mundial, que siempre había arrastrado a todos nuestros países a la falta de desarrollo y al retroceso -Argentina, Brasil, Bolivia, Uruguay, Ecuador y Venezuela-, resistiesen la crisis.
Tras «denunciar» a esos gobiernos como propagadores de ilusiones, tuvieron que aceptar que nuestra situación era distinta a la de los países centrales del sistema y a aquellos de la región cuyos gobiernos mantenían orientaciones neoliberales. Ya no les era posible decir que las condiciones favorables a nuestros países se debían a un contexto internacional positivo porque el mismo había cambiado radicalmente con la crisis.
Había quienes cerraban los ojos a los grandes avances sociales de países del continente más desigual en el mundo, queriendo descalificar sus políticas, reduciendo las orientaciones de esos gobiernos a lo que consideraban «modelos exportadores basados en la devastación de los recursos naturales». Como resultado, quienes propugnaron dichos planteamientos fueron rechazados por los pueblos de esos países, que los han reducido a fuerzas sin ningún apoyo popular ni expresión política.
Sin embargo, las aves de rapiña seguían esperando indicios de problemas, que pudieran -aun después de una década de éxito de las políticas posneoliberales de esos gobiernos- confirmar sus aciagas previsiones. Se ha formado una coalición internacional entre fuerzas de derecha y de ultraizquierda para atacar a los gobiernos progresistas de América Latina, porque los logros de líderes como Hugo Chávez, Lula, Dilma, Néstor y Cristina Kirchner, Evo Morales, Rafael Correa, Pepe Mujica, entre otros, hacen insostenibles sus posiciones.
Bastaba el surgimiento de un problema en alguno de esos países, cualquiera que fuera su razón -aun las presiones recesivas continuadas desde el centro del sistema- para que se renovaran los artículos en la prensa o las previsiones de opositores sin apoyo popular, diciendo que finalmente se agotaba el modelo alternativo de crecimento con distribución de renta de esos gobiernos.
Les resultaba insostenible que Carlos Andrés Pérez, Acción Democrática y Copei fracasaran y Chávez acertara. Que Fernando Henrique Cardoso hubiera fallado y Lula no. Que sus queridos Carlos Menem y Fernando de la Rúa fallaran espectacularmente y Néstor y Cristina salieran bien librados. Que Sánchez de Losada dejara el gobierno expulsado por el pueblo para refugiarse en Estados Unidos [de América] y Evo Morales sea un presidente relecto. Que los gobiernos de derecha en Uruguay cayeran en descalabros y los del Frente Amplio continúen. Que lo mismo pase en Ecuador, con los triunfos de Correa.
Ya no son gobiernos efímeros: todos se han reeligido o escogido sucesores y siguen teniendo posibilidades de proseguir con sus mandatos, promoviendo una segunda década posneoliberal en América Latina.
Sin embargo, según el recetario neoliberal y el de la ultraizquierda, esos gobiernos no podían ser efectivos, tenían que fracasar para probar la realidad del «pensamiento único» y del Consenso de Washington; que los gobiernos populares con amplias alianzas políticas no podían consolidarse y obtener gran apoyo popular porque serían dirigidos por líderes que habrían «traicionado» la confianza popular, cuando en realidad, los pueblos los han confirmado para ser sus conductores.
Esa situación se ha consolidado de tal forma que las oposiciones de cada país no encuentran espacios, liderazgos, ni plataformas alternativas : o callan sobre lo que harían en caso de triunfar o confiesan que volverían a las fórmulas neoliberales, con menos Estado, duro ajuste fiscal, privatizaciones, política externa de regreso a ser subordinados de Estados Unidos.
Los gobiernos posneoliberales han logrado volverse hegemónicos en nuestros países. De ahí su legitimidad y su capacidad frente los problemas que tienen delante, así como encontraron formas de renovación para dar continuidad a programas prioritarios de políticas sociales, de procesos de integración regional y del papel del Estado como inductor del crecimiento económico y garantía de los derechos sociales de todos, desmintiendo a los que creían que América Latina no podía funcionar bien como región independiente.
Traducción del portugués para La Jornada de: Ruben Montedónico
La Jornada. México, 28 de septiembre de 2013.