En América Latina, los tres siglos coloniales afirmaron economías primario-exportadoras sustentadas en sistemas de acumulación beneficiosos para los “blancos” propietarios, pero explotadores sobre la enorme población de trabajadores urbanos, mineros o rurales.
Las independencias, si bien lograron la ruptura del coloniaje, no trajeron las idealizadas repúblicas democráticas con las que soñaban muchos de los patriotas independentistas. Durante el siglo XIX se conformaron los diversos Estados nacionales latinoamericanos, sin alterar la matriz económica primario-exportadora, que se afirmó con nuevos productos y las ventajas comparativas aprovechadas en los mercados de los países capitalistas centrales. La base generalizada fueron las haciendas y plantaciones, que aseguraron la riqueza de las clases terratenientes, vinculadas con comerciantes y banqueros. En América Latina no ocurrió la revolución industrial, de modo que las primeras manufacturas de fines del siglo XIX, gracias a capitalistas inmigrantes o incipientes burguesías criollas en grandes países como Argentina, Brasil o México, no aparecen sino con el avance del siglo XX y en forma aislada en otros países de mediano impulso capitalista (Chile, Colombia, Perú), pero son absolutamente tardías en el resto de la región, como ocurrió con los países centroamericanos o como Bolivia y Ecuador en el sur, que hasta inicios de la década de 1960 eran los más atrasados y con estructuras precapitalistas dominantes.
A las condiciones económicas republicanas acompañaron regímenes oligárquicos. En consecuencia, durante un siglo y medio, las agudas desigualdades sociales, que tuvieron como punto de partida el coloniaje y que las repúblicas oligárquicas no solucionaron, han sido una pesada carga histórica en toda la región. Los Estados no podían menos que reflejar esas realidades estructurales, por lo cual la misma democracia permaneció cercada por las clases dominantes del poder económico, que también controlaban los ejes del poder político.
Lentamente desde las décadas de 1920 y 1930, en forma más generalizada desde mediados del siglo XX, pero bajo un acelerado proceso a partir de las dos décadas finales del mismo siglo, en América Latina se han acumulado fuerzas sociales que ahora demandan economías de beneficio colectivo, mejoramiento constante de las condiciones de vida y de trabajo, equidad social con redistribución de la riqueza y Estados realmente democráticos. Ciertamente que en todo ello ha tenido que ver la definitiva modernización capitalista de la región; pero, además, la creciente conciencia entre las diversificadas capas sociales, por un cambio de rumbos en cada país.
Esa conciencia renovadora ha surgido al mismo tiempo que se afirmaron en la región las economías neoliberales. Supuestamente el empresariado privado y el mercado libre traerían esa felicidad y ese bienestar anhelados por la amplia sociedad en cada país latinoamericano. Todos los datos históricos y económicos comprueban que eso no ocurrió. Las explicaciones del fracaso neoliberal son múltiples, pero hay una que merece particular atención: el tipo de “elites empresariales” que tiene América Latina.
Hace pocos días, la Pontificia Universidad Católica del Ecuador (PUCE) realizó una mesa sobre el tema de las elites y el desarrollo en la región (https://bit.ly/3aU9OXB). Las conclusiones prevalecientes entre los estudiosos que participaron, apuntan a señalar que América Latina carece de las elites empresariales “schumpeterianas”, que son las que logran promover el desarrollo; predominan los capitalistas emprendedores, pero no los innovadores; como en puerta giratoria, estos sectores ingresan al Estado para manejarlo a su servicio; sus comportamientos oligárquicos les convierten en bloqueadores de los cambios; resisten o se oponen a la modificación de la economía, las instituciones y la política, procurando que estos ejes vertebradores de la realidad estén subordinados a sus intereses. Sin duda, la historia comprueba esas conclusiones, y sobre el tema también existen numerosas obras.
Pero, además, ahora hemos llegado a una situación histórica excepcional: las “elites empresariales” ya no responden a las necesidades de la época, porque no han podido cambiar su mentalidad ni su comportamiento. Y es tal su conservadorismo conceptual y su atraso ideológico, que tampoco pueden evaluar ni asimilar las propuestas contemporáneas de entidades como la CEPAL, que reflexionan para el conjunto de los países de la región.
Uno de aquellos postulados, de enorme significación, es el que la Cepal realiza sobre el tema de los impuestos. En su reciente Panorama Fiscal de América Latina y el Caribe 2021” (https://bit.ly/3e4VBJw) es contundente el desafío por una política distinta a la tradicional, más aún cuando la pandemia golpeó las economías y el trabajo generales. Será necesario, sostiene la Cepal, una “recuperación transformadora”, basada en el gasto público sostenido “a través de una política tributaria progresiva que no solo incremente la recaudación tributaria para ampliar el espacio fiscal, sino que también tenga un impacto positivo en la mejora de la distribución del ingreso”. El asunto de fondo es que América Latina “la recaudación del impuesto sobre la renta alcanza un promedio del 5,6% del PIB, mientras que en la OCDE el promedio es del 11,5% del PIB; es decir, existe una diferencia de 5,9 puntos porcentuales del PIB. A su vez, por concepto de contribuciones a la seguridad social, en la región se recauda el equivalente al 4,3% del PIB, mientras que en la OCDE estos impuestos representan un 9,0% del PIB, por lo que existe una diferencia de 4,7 puntos porcentuales del PIB”. Y el documento resalta: “En términos de estructura tributaria, en América Latina la recaudación proviene principalmente de los impuestos al consumo, que representan un 46,2% de los ingresos totales, seguidos del impuesto sobre la renta, con un 26,8% del total, y las contribuciones a la seguridad social, con un 20,5% del total. En la OCDE tienen un mayor peso relativo el impuesto sobre la renta, que llega al 34,0% del total, y las contribuciones a la seguridad social, que representan un 26,6% del total, en tanto que los impuestos al consumo alcanzan a un 32,3% del total”.
La resistencia de los empresarios pre-schumpeterianos de América Latina (al mismo tiempo son “neoliberales” a su modo) para pagar impuestos es tan brutal, que se quedan cortos incluso frente a los EEUU, nación que inspira su modo de comportamiento en la economía. En un artículo anterior me referí a la propuesta del presidente Joe Biden para incrementar impuestos a los ricos (https://bit.ly/3u9418n). Apenas unos días atrás (28/04/2021), Biden concretó ante el Congreso su política afirmando: «Es hora de que las empresas estadounidenses y el 1% más rico de los estadounidenses paguen lo que les corresponde«; prometiendo «recompensar el trabajo, no la riqueza«; y ordenando que el Servicio de Impuestos Internos «reprima a los millonarios y multimillonarios que engañan con sus impuestos«. Biden concluye: “Lo que he propuesto es justo. Es fiscalmente responsable» (https://bloom.bg/3eJ6gsu), con lo que ha dejado sin bases a todas las “teorías” que han tratado de demostrar que el aumento de impuestos perjudica a la producción y a las inversiones.
Lo que resulta insólito -y hasta increíble- es que incluso el FMI, otrora el mandamás del neoliberalismo latinoamericano, ahora coincida con la Cepal y en un reciente estudio proponga, igualmente, una “recuperación transformadora”, sobre la base de considerar que “Los sistemas de impuestos y transferencias en la región son sustancialmente menos progresivos que en los países avanzados. Una financiación pública más progresiva ayudaría a reducir la desigualdad y crearía un margen fiscal para políticas favorables al crecimiento y a los pobres. América Latina debería aumentar la progresividad de los impuestos sobre la renta de las personas físicas centrándose en reducir las exenciones fiscales y combatir la evasión y elusión fiscal (https://bit.ly/2RgnHsk).
Como se puede advertir, el FMI no ha tenido menos que incorporar la visión del presidente Biden. Lo que es de esperar es que pronto esta “geoestrategia económica” se imponga en América Latina, a través de gobiernos progresistas, reformistas y renovadores, porque no lo harán los gobernantes conservadores, que hegemonizan en la región. Sin duda, no ocurrirá en Ecuador, país que eligió, como gobernante, a un millonario banquero.