Traducido del inglés para Rebelión por Sinfo Fernández.
A los tres días de iniciado 2016, la crisis europea de fronteras se cobraba su primera víctima: un bebé de dos años apareció ahogado en la costa de la isla griega de Agathonisi. En comparación con el estallido de protestas que provocaron las fotos del cuerpo sin vida de Aylan Kurdi en una playa turca en agosto del año anterior, la reacción ante el hecho de que las políticas europeas de fronteras habían asesinado a otro bebé inocente fue, como mucho, tibia. Si bien pudo ocurrir que la falta de una imagen trágica atestiguando el hecho sirviera para aislar a muchos de la reacción visceral que esas duras realidades visuales estimulan a menudo, es también cierto que en el interím se había producido un gran cambio por toda Europa. Aunque había -y todavía hay- un torrente de iniciativas independientes de la sociedad civil en apoyo de los refugiados por todo el continente, la visión xenófoba de la extrema derecha sobre la «crisis de los refugiados» ha demostrado en última instancia tener mucha más influencia sobre la política y arenas electorales. Quizá este ascendiente pueda apreciarse mejor en la forma en que la política inicial alemana de puertas abiertas como modelo de respuesta dio finalmente paso a un cínico acuerdo entre la Unión Europea (UE) y Turquía. Este acuerdo cambió el deber de defender el Convenio para los Refugiados de 1951 por el insólito candidato del régimen despótico autoritario del presidente Erdogan. Se puede encontrar otro ejemplo en la decisión del referéndum británico de abandonar la UE, como resultado de una campaña orquestada por la derecha cuyos elementos más destacados trataron de mezclar y confundir las generalizadas quejas sociales y la desilusión política popular con las diversas cuestiones de la migración a la UE y la afluencia de refugiados a Europa.
Sin embargo, mientras tanto, la crisis europea de fronteras no se ha atenuado en absoluto y la cifra de quienes han perdido la vida en el mar este año se eleva ya a 2.868, lo que implica que el total de personas ahogadas en el Mediterráneo desde 2014 supera las 10.000. La escala y urgencia sin precedentes de esta fabricada catástrofe humana contrastan agudamente con la inercia que caracteriza la respuesta colectiva europea. Esta situación revela que cualquier proclama que pueda aún existir sobre los ideales fundacionales universales del proyecto europeo no es nada más que una fachada morbosamente irónica. Que el favorecido enfoque de las restricciones y disuasión representa una perversión de esos ideales fundacionales es que a menudo se pone de relieve, al igual que el hecho de que este enfoque es manifiestamente contraproducente. Sin embargo, sigue siendo la única opción que ha sido objeto hasta ahora de una consideración política seria. Si bien la falta de consenso entre los Estados miembros de la UE es la explicación superficial de esta situación ¿podría la actual coyuntura estática tener también raíces históricas y estructurales más profundas?
Lo que expongo a continuación no trata de ser un análisis exhaustivo de cualquiera de los períodos abordados, sino más bien una amplia descripción analítica de cómo ha ido evolucionando en el tiempo la relación entre el continente europeo y la movilidad humana, a fin de trazar las continuidades y divergencias entre el pasado y el presente migratorio de Europa.
Empresa colonial, conflicto nacionalista y movilidad humana
Puede que sea de utilidad empezar descentralizando los hechos, recordando que durante la inmensa mayoría de su historia, Europa ha sido un continente de emigración más que de inmigración. Gran parte de esta movilidad exterior se produjo durante el período colonial desde los centros de los diferentes imperios europeos hacia sus respectivas colonias. Todas las fases del colonialismo europeo entrañaron niveles importantes de movilidad humana, pudiendo distinguir entre movimientos voluntarios y movimientos forzosos, que a menudo coincidían con la división entre ciudadanos y sujetos coloniales. La servidumbre por contrato de endeudamiento de los inmigrantes blancos pobres europeos en las Américas y colonias caribeñas representa un determinado matiz al respecto. Sin embargo, no puede considerarse en paralelo a la coacción absoluta implicada en la movilidad forzosa de los africanos negros esclavizados y de las poblaciones indígenas desplazadas violentamente. La modalidad de migración europea, numéricamente más importante y socialmente relevante durante este período, fue la de los asentamientos coloniales. Esto conllevó asentamientos de población a gran escala, normalmente para asegurarse el acceso a la tierra, como ocurrió en los casos de la Sudáfrica holandesa, la Argelia francesa y la Rodesia británica. No obstante, también se produjeron emigraciones de menor escala desde las metrópolis coloniales para situar personal colonial, organizado en capas administrativas y militares poco numerosas, frente a las poblaciones migrantes a gran escala de los asentamientos coloniales.
Como parte de un programa de dominación militar y política, explotación económica y sometimiento cultural más amplio, el Imperio británico fomentó y facilitó activamente los asentamientos coloniales en sus territorios de ultramar, un proyecto que comprendía las dos formas anteriormente mencionadas de migración colonial. De esa forma, entre 1815 y 1914, alrededor de nueve millones de personas emigraron desde el Reino Unido al Imperio en ultramar. Lo mismo sucedió en gran medida con el Norte de África italiano y francés, donde a principios del siglo XX el 10% de la población era europea; una cifra que se elevaba a casi el 50% en las ricas ciudades costeras de Casablanca, Orán, Argel, Túnez y Trípoli. Como habían llegado también dentro de un contexto de asentamientos coloniales, estos migrantes europeos detentaban un gran control de las finanzas, la industria, el comercio exterior y la tierra, lo que les colocaba en una posición de dominio cultural y socioeconómico que tendrían implicaciones duraderas para la región (1). Sería un eufemismo decir que estas migraciones coloniales alteraron a las sociedades receptoras de manera mucho más arraigada e irrevocable que cualquier nivel de migración hacia el continente europeo que hayamos presenciado hasta ahora. Y podemos asumir con seguridad que esta asimetría no va a alterarse en ningún momento de un futuro previsible a pesar de los hiperbólicos debates sobre las supuestas amenazas a los valores occidentales.
La migración colonial se desarrolló también desde las colonias a la metrópoli durante este período, aunque a una escala mucho menor. En un esfuerzo por reconciliar el proyecto colonial francés con los valores republicanos, a los migrantes argelinos se les ofreció la posibilidad de alcanzar la ciudadanía francesa. Sin embargo, en el caso de los musulmanes, se otorgaba a condición de renunciar primero al Islam. La Compañía Británica de las Indias Orientales introdujo en sus filas a trabajadores del sur de Asia, facilitando a menudo su asentamiento en Gran Bretaña con tal objeto. En ambos casos, las condiciones laborales y la posición de clase de estos sujetos migrantes coloniales eran exactamente las inversas de sus homólogos de los asentamientos coloniales europeos, otra asimetría que sobreviviría al proceso de descolonización.
La tendencia neta anterior a la segunda mitad del siglo XX fue, de forma decisiva, la de la migración europea hacia el exterior. Esto se debió al hecho de que los trabajadores migraron en grandes cifras desde naciones periféricas como Polonia, España e Italia a Francia, Alemania y Suiza durante la revolución industrial. En el curso del siglo XIX y principios del XX, la gente abandonó también Europa en dirección a América en cifras cada vez mayores. Sólo durante la hambruna irlandesa, alrededor de 1,5 millones de personas salieron del país en dirección a América entre 1845 y 1855. En total, alrededor de 48 millones de europeos emigraron de su patria natal entre 1846 y 1924, una cifra que supuso el 12% de la población del continente en 1900 (2). Esta sostenida movilidad hacia el exterior produjo una situación por la que, cuando estalló la I Guerra Mundial, alrededor del 38% de la población mundial era de ascendencia europea.
El expansionismo imperial y el chauvinismo nacional que apuntalaron los comportamientos coloniales mencionados acabarían finalmente desembocando en un prolongado período de conflicto interno en el corazón del continente europeo. Este desarrollo tendría implicaciones duraderas para las fronteras y pautas de movilidad europeas. Aunque al final de la I Guerra Mundial la solución fue en gran parte la de redefinir las fronteras en consonancia con las nuevas realidades demográficas, las posturas de los aproximadamente 60 millones de europeos desplazados por la II Guerra Mundial se definieron a favor de la repatriación y el reasentamiento (3). Fue una tarea a una escala sin precedentes que llevaría en última instancia a crear un marco institucional y legal de alcance internacional relacionado con la atención y refugio a las personas desplazadas, así como a su repatriación y reasentamiento. La Convención de 1951 sobre el Estatuto de los Refugiados ensamblaría lo que eran aún elementos jurídicos dispares del derecho a solicitar asilo y las obligaciones de los Estados otorgadores de asilo. Proporcionaría también un mandato al recién creado Alto Comisionado para los Refugiados de las Naciones Unidas. Justo seis años después del final del conflicto, todos, salvo un puñado de desplazados europeos, habían sido repatriados o reubicados. Este logro hace aún más injustificable la incapacidad contemporánea de este bloque de Estados, cuyos niveles de opulencia y cohesión política son mayores ahora que los que tenían tras la guerra.
La inmigración en la posguerra y la ley de hierro de la necesidad económica
El cambio gradual de Europa de ser un continente de emigración a uno de inmigración se produjo durante el período posterior a la guerra, que se caracterizó en términos económicos por la escasez drástica de mano de obra en una serie de industrias clave. Esta demanda se satisfizo mediante el reclutamiento estratégico de mano de obra de las naciones de la periferia europea y del Tercer Mundo hacia los Estados de la Europa Occidental de la posguerra, bien en forma de migración poscolonial o mediante los denominados programas de trabajadores huéspedes. Así, en el curso de las décadas de 1940, 1950 y 1960, la gente iba a Europa a trabajar en una amplia gama de trabajos de manufactura no cualificados. En 1972 hubo once millones de inmigrantes en el continente, el 90% de los cuales residía en Gran Bretaña, Francia, Alemania Occidental y Suiza (4). En los últimos dos países, los residentes extranjeros procedían sobre todo de Yugoslavia, Grecia, Turquía y España. Los imperios en retroceso de Francia y Gran Bretaña también tenían altos niveles de inmigración desde los Estados del sur de Europa, así como de sus antiguas colonias. En el caso de Francia, los Estados recién independizados de Argelia, Marruecos y Túnez eran las principales excolonias de origen, mientras que Irlanda, las islas caribeñas británicas, India y Pakistán eran las de Gran Bretaña.
Aunque había ya una amplia gama de nacionalidades no europeas representadas en el continente, había bastante menos variedad en las condiciones de trabajo y vivienda. Debido a la naturaleza de su función laboral y a sus connotaciones de clase, los migrantes se hallaban muy concentrados, tanto en términos industriales como geográficos. Se alojaban en las periferias de los grandes centros urbanos, como el Gran Londres en Gran Bretaña, las regiones de Lyon y París en Francia y Baden-Württemberg en Alemania. Las deficientes condiciones y el hacinamiento eran omnipresentes en los barrios pobres británicos y en las casas de huéspedes, hoteles y apartamentos de las banlieus francesas, así como en los campos de alojamiento, propiedad de los empleadores, compuestos por refugios y albergues de Alemania Occidental y Suiza. Estos arreglos de alojamiento y condiciones laborales generarían legados de desigualdad económica y privaciones. Además, ahora se perciben de forma más aguda una serie de amplias implicaciones sociales al haber ofrecido la ideología radical islamista, ante la alienación social y resentimiento de la gente, una moneda fuerte a una pequeña minoría.
La crisis del petróleo de 1973 que provocó la recesión económica instigaría un cambio en el enfoque de la gestión de la migración en Europa. De forma gradual, las naciones que habían fomentado programas de reclutamiento pusieron punto final a la migración de mano de obra hacia sus territorios. No obstante, la inmigración hacia Europa persistió a una escala menor a través de las políticas de reunificación familiar (introducidas inicialmente en un contexto de reclutamiento competitivo entre los Estados receptores europeos), así como mediante la expansión del grupo de países de destino para incluir el sur de Europa y Escandinavia. Sin embargo, la migración no se percibía ya de forma utilitaria como antes se había hecho. La combinación del contexto de crisis económica y supurantes problemas sociales dentro de los guetos de migrantes socialmente abandonados, produjo un consenso en gran parte de Europa Occidental en torno a que la inmigración constituía un problema que debería limitarse y restringirse cuanto fuera posible. Los pujantes partidos de extrema derecha han sido extremadamente eficaces a la hora de utilizar esta percepción, capitalizando su presencia en determinados contextos mientras la fabricaban y difundían activamente en otros. Poco después de convertir la inmigración en un tema fundamental de su campaña, el Frente Nacional francés (FN) tuvo su primer gran avance electoral en 1983. El Partido Nacional Británico (BNP, por sus siglas en inglés) se fundó el año anterior y desarrolló un programa racista que giraba en gran medida alrededor de la oposición a la inmigración. En los años siguientes, los partidos políticos dominantes fracasaron a la hora de desarrollar una contranarrativa coherente frente a la de extrema derecha en relación a la inmigración. Esto produjo una situación en la que en muchos contextos europeos los partidos establecidos adoptaron y absorbieron sus supuestos, en un intento de conservar terreno electoral, un fenómeno que ha venido repitiéndose en diversas ocasiones en décadas posteriores.
La introducción de restricciones a la inmigración y límites a la reunificación familiar en la década de 1980, tuvo también el efecto de producir una nueva forma de migración ilegal o «irregular» hacia Europa occidental, un hecho que ha contribuido y alimentado la creciente tendencia de sentimientos antiinmigratorios en el continente. Es preciso subrayar dos factores que sirvieron para sostener esta nueva forma de migración. El primero surge de la observación obvia de que restringir las vías legales de los potenciales migrantes no sirve para reducir los impulsos humanos fundamentales que llevan a la migración. Estos deseos son especialmente agudos cuando uno ya tiene familia y redes sociales en el país de destino. En otras palabras, se había creado una dinámica que no podía desbaratarse fácilmente en función de los antojos políticos y económicos de las sociedades receptoras. El segundo factor tiene que ver con los cambios estructurales que se produjeron en Europa Occidental en el curso de las décadas de 1970 y 1980, en particular un nuevo ambiente económico que favorecía la desregulación y la flexibilidad de los mercados laborales. Esas políticas crearon una demanda sistémica de mano de obra barata a explotar, que los inmigrantes «ilegales» proveen en abundancia. Por eso, aunque había sin duda un fuerte compromiso retórico a nivel de gobiernos de oponerse y limitar la inmigración -complementado por un aumento del sentimiento nacionalista entre el público en general-, en la práctica se suavizó mediante una demanda empresarial sostenida de mano de obra barata y desechable en una serie de sectores económicos en expansión, como el trabajo doméstico y la agricultura (5).
Así pues, en esencia, los imperativos económicos se correspondían aún con el enfoque que favorecía que se gestionara debidamente la migración. Pero el contexto había cambiado del reclutamiento organizado para satisfacer las necesidades del capitalismo industrial de la posguerra a una migración irregular, que encaja a la perfección con una cultura neoliberal más amplia de flexibilidad del mercado laboral y desregulación.
Construyendo la Fortaleza Europa
Otro proceso paralelo, que tendría igualmente importantes ramificaciones para la migración en Europa, iba cogiendo ritmo en esta época, a saber, el de la integración europea. La concepción categóricamente negativa de la inmigración que hacia finales de la década de 1980 iba ganando terreno en varios contextos nacionales europeos serviría de fundamento insidioso sobre el que se construiría el enfoque colectivo europeo sobre la política migratoria. El elaborado aparato preventivo que surgió como consecuencia en la Unión Europea llevaría finalmente a muchos académicos, ONGs y activistas a adoptar la etiqueta crítica de «Fortaleza Europa». Esta etiqueta caracterizaría el enfoque de la UE ante la gestión de la migración. La historia de cómo y por qué esta etiqueta llegó a ser una descripción apropiada de la política migratoria de la UE ilumina un contexto más amplio de la crisis fronteriza europea contemporánea. Sin embargo, para poder componer un relato eficaz es preciso examinar primero cómo el principio de la libertad de movimientos ha evolucionado dentro del proceso de integración europea.
También en sus comienzos una iniciativa fundamentalmente económica, el objetivo de la integración europea en las mentes de sus arquitectos fue siempre el establecimiento de una zona en la que capital, bienes, servicios y mano de obra pudieran circular libremente. A este último elemento se le dio primero expresión legislativa en 1985 en forma de Acuerdo de Schengen, que compromete a sus firmantes a trabajar por la abolición gradual de controles en sus fronteras comunes. También se introdujo un sistema de visados en todo el territorio Schengen, que complementaba los sistemas nacionales de visados preexistentes. Aunque al principio se trató de una iniciativa intergubernamental, el Acuerdo Schengen y la Convención de 1990 que fijaban un marco para su aplicación se incorporaron a la Unión Europea con la firma del Tratado de Amsterdam en 1997. Así se estableció e integró una zona de libre movimiento para los ciudadanos europeos en el cuerpo de la legislación europea.
Una consecuencia importante de este desmantelamiento de las fronteras internas europeas fue la creación de una nueva y única frontera externa de la UE, que se extiende desde las costas mediterráneas occidentales de la Península Ibérica hacia arriba, hasta llegar a los Estados bálticos y Finlandia. Las disposiciones del sistema Schengen dictaban que la eliminación de las barreras internas a la libertad de movimiento irían acompañadas de un reforzamiento de los controles en esa nueva y compartida frontera externa. En la práctica, esto significaba que habría que restringir eficazmente esa libertad de movimiento más allá de la UE como condición de mejora para los ciudadanos de la UE. Así se creó un incentivo entre los responsables políticos de la UE para compartir y aumentar los recursos dedicados a la tarea de hacer frente a la migración irregular, una tarea a la que se dio alta prioridad debido a la percepción negativa de la inmigración preponderante en la mayoría de los Estados Miembros. Su elite intelectual acostumbra a menudo a teorizar la UE como un bastión contra lo que se considera insignificantes nacionalismos retrógrados. Sin embargo, en realidad, la estructura de la UE, y en particular la del pilar de Justicia y Asuntos Internos establecido tras el Tratado de Maastricht en 1992, proporcionó un canal a través del cual las preocupaciones nacionales, intensificadas ya, alrededor de la inmigración se filtrarían hacia arriba conformando la política a nivel europeo (6).
Desde el comienzo del sistema Schengen y a partir de entonces, la restricción y la disuasión han sido los sectores fundamentales en los se ha ido armonizando la política migratoria y compartiendo sus recursos a nivel de la UE. Por otra parte, áreas tales como la reunificación familiar, la política de asilo y el acceso al mercado laboral han permanecido en gran medida nacionalmente dispares. En función de ello, una serie de instrumentos legales, tecnologías de vigilancia y recursos militares se han ido desarrollando para aislar el corazón de Europa e impedir la migración no deseada hacia la UE. Quizá lo más simbólicamente representativo de este enfoque ante la migración sea la Agencia Europea de Fronteras, Frontex. Encargada de «la gestión integrada de las fronteras externas de los Estados Miembros de la Unión Europea», Frontex se encarga de una variedad de actividades a fin de cumplir tal mandato. Entre estas actividades se incluyen las operaciones aéreas y navales dedicadas a interceptar las embarcaciones de migrantes con destino a Europa, haciendo evaluaciones de «amenaza» y «riesgo» en base a inteligencia clasificada que controla las tendencias de movilidad más allá de la frontera externa de la UE, y proporcionando apoyo técnico y logístico a los Estados Miembros de la UE y países más allá de la frontera externa de la UE (7). Este enfoque restrictivo informa también -o deforma- la política de asilo, como se pone de manifiesto en la Convención de Dublín, que estipula que una persona debe solicitar asilo en el primer país de la UE al que llegue. El sistema de Dublín ha sido esencial a la hora de crear las condiciones para que el impacto de la crisis de fronteras europea adopte la desequilibrada forma que tiene, por la que Estados periféricos de la UE, como Grecia e Italia, tienen que soportar una carga enorme en la gestión y procesamiento de las solicitudes de asilo en virtud de su situación geográfica.
Externalizando la tarea y precipitando el «problema»
A medida que en el curso de la década de 1990, el tema de la migración empezó a aparecer en la agenda de las relaciones exteriores de la UE, fue ante todo ese punto de vista negativo de la «seguridad» el que se articuló e importó en el léxico de los interlocutores en las negociaciones. En los documentos y marcos políticos de la UE que gobiernan las relaciones con sus vecinos -como el Proceso de Barcelona, la Política de Vecindad Europea y la Unión para el Mediterráneo-, uno encuentra regularmente referencias a la inmigración ilegal en la misma categoría que el crimen organizado y el terrorismo:
«Las amenazas a la seguridad mutua, ya sea desde la dimensión transfronteriza del medio ambiente y riesgos nucleares, enfermedades de trasmisión, inmigración ilegal, tráfico de personas, crimen organizado o redes terroristas, requerirán de enfoques conjuntos para poder abordarlas de forma integral (8).»
Esta discreta estratagema de colocar la inmigración ilegal como una amenaza de facto de preocupación mutua sirve para racionalizar la estrategia de utilizar la cooperación en el área del control de la migración como moneda de cambio en las negociaciones con los países fronterizos con la UE. Tal cooperación podría suponer, por ejemplo, la profundización de la coordinación entre los cuerpos policiales y militares a cada lado de la frontera externa de la UE. O puede adoptar la forma de acuerdos de readmisión que obliguen al país firmante a aceptar a cualquier nacional del «tercer país» que esté en tránsito en su territorio para entrar en la UE, incluso aunque no sea un nacional del Estado signatario. La cooperación en acuerdos de este tipo puede dar como resultado términos comerciales más favorables o una ayuda al desarrollo más generosa. Esto ha servido como modelo de una lógica que ha empujado a nuevos y dudosos extremos morales y legales en el caso del reciente acuerdo entre la UE y Turquía, y a la posibilidad de que se imite en el caso de Estados africanos cuyos historiales en derechos humanos son bastante deficientes en el mejor de los casos. Así pues, en efecto, en los últimos veinte años, la libertad de movimiento para quienes residen más allá de la frontera exterior de la UE ha disminuido en correlación con la mejoría de la libertad de movimiento de los ciudadanos de la UE, una consecuencia lamentable pero inevitable de la lógica del sistema Schengen (9).
Aunque esta observación pone un foco rotundamente negativo sobre el papel de la UE en el mantenimiento de las disparidades globales en la movilidad humana, debería perdonársele a uno por asumir que las políticas migratorias de restricción y disuasión puedan justificarse en sus propios y cínicos términos, es decir, para impedir que gente no deseada entre en la UE. Sin embargo, esta suposición no se basa sencillamente en la experiencia. Cuando el sistema de visados Schengen fue introducido por España e Italia en 1991, el efecto que tuvo fue el de convertir lo que eran migrantes estacionales del norte de África en inmigrantes «ilegales». Del mismo modo que la limitación de las vías legales a la migración en diversos Estados-nación del norte de Europa en 1980 produciría las condiciones para que la inmigración ilegal ocupara su lugar, el establecimiento de prioridades al nivel de la UE del control restrictivo de la frontera exterior generó el mismo resultado. Al cerrárseles las vías legales, algunos migrantes de Marruecos y Argel acudieron a medios informales para poder continuar ganándose el sustento en el sur de Europa de la misma forma en que lo hacían antes de Schengen. Sin embargo, como la UE incrementó los recursos financieros destinados a tecnologías de vigilancia y disuasión en respuesta a esta nueva «amenaza», las rutas disponibles para los migrantes y los traficantes que les trasladaban a Europa irían haciéndose cada vez más largas y más peligrosas.
Ahí radica la letal paradoja existente en el corazón de la política de fronteras de la UE, a saber, que las rutas y métodos elegidos para entrar en Europa están completamente determinadas por las políticas diseñadas para que sigan donde están. En otras palabras, las políticas restrictivas migratorias no sirven prácticamente para nada a la hora de disuadir a la gente de que emigre; simplemente consiguen que el viaje sea más costoso, tanto en términos económicos como humanos. En este sentido, los traficantes de personas deberían ser considerados nada más que como proveedores de servicios en un mercado altamente lucrativo y demasiado a menudo letal que ha sido fundamentalmente creado y mantenido por las políticas europeas de fronteras. Este mercado se expandió significativamente en la década del 2000 cuando las personas procedentes del África subsahariana empezaron a transitar por el norte de África en número cada vez mayor para llegar a Europa. Esto llevó a reforzar los aparatos de seguridad y vigilancia de la UE diseñados para impedir que llegaran. Sin embargo, el resultado se ha limitado a la pérdida innecesaria de vidas, se calcula que al menos 22.400 personas se han ahogado en el Mediterráneo entre 2000 y 2014. Tal es la naturaleza de la macabra relación dialéctica entre los traficantes de personas y el régimen europeo de fronteras, en función de la cual aquellos se benefician financieramente de la constante determinación de las personas normales de mejorar sus perspectivas de vida (10).
Ahora, en el contexto de la mayor crisis de refugiados desde la II Guerra Mundial, quienes huyen del conflicto y la persecución intentando llegar a Europa han caído víctimas de esta disposición tóxica. Sólo la escala e intensidad sin precedentes de la crisis siria merecen desde hace mucho tiempo que se haga una reevaluación de la negativa estructural a otorgar vías legales a los solicitantes de asilo. Sin embargo, lo que estamos viendo es el refuerzo y mejora del mismo enfoque que sentó las bases iniciales para que la crisis tomara la forma letal que tiene. Aparte del acuerdo UE-Turquía, podemos considerar el anuncio de la Comisión Europea. En respuesta a la «crisis de refugiados», se establecerá una nueva Guardia Costera y Fronteriza para patrullar la frontera exterior de la UE a fin de asegurar que «esté constamentemente controlada con análisis periódicos de riesgos y evaluación obligatoria de vulnerabilidades para identificar y abordar puntos débiles». La rapidez con la que el modelo de la crisis europea de fronteras se ha repetido en los últimos dos años sería señal suficiente de que este enfoque se está viendo superado por los acontecimientos y es ya insostenible en sus propios términos. Sin embargo, no hay indicio alguno de que alguna alternativa pueda siquiera entrar en el reino de lo posible a corto plazo.
Conclusión
Seguramente hay algo que decir respecto a la psicología colectiva subyacente en los intentos de amurallarnos de las personas que provienen de las zonas del mundo que han estado históricamente abiertas y expuestas a asentamientos e intereses coloniales europeos. Aunque muchas cosas han cambiado desde ese período, una tendencia recurrente ha sido la disparidad en términos raciales en las perspectivas de movilidad humana a partir de la subordinación económica. A lo largo de la segunda mitad del siglo XX, un contexto económico en evolución vería cómo la movilidad de los antiguos súbditos del Imperio se tranformaba de activo estratégico en una amenaza a contener. Y es en esta segunda idea donde debería situarse la aparición del sistema Schengen de libertad interna de movimientos. Por consiguiente, la construcción y fortificación de la frontera exterior de la UE creó una clara división entre quienes disfrutaban de un grado sin precedentes de libertad de movimiento y quienes verían esa libertad disminuida; una división que se ajustaba a las viejas líneas raciales y coloniales. A fin de defender su compromiso con el mantenimiento de esta disparidad, la UE se ha despojado de sus legados fundacionales de la posguerra a favor de la creencia institucional de que algunas vidas son más prescindibles que otras.
Con el inicio de la «crisis de los refugiados», el régimen de fronteras europeo ha entrado en una fase de interregno gramsciano. Su enfoque ante la migración, restrictivo y contraproducente, se va paradójicamente aclarando al mismo tiempo que va refinándose. La frontera exterior nunca ha estado más fuertemente vigilada y sin embargo nunca ha estado más «descontrolada». Esta contradicción se debe a la falsa noción generalizada, que se ha convertido esencialmente en un axioma, de lo que significa controlar una frontera. Garantizar la seguridad de las personas y otorgar canales legales para solicitar asilo sería mucho más coherente con la noción de frontera bajo control que el statu quo militarizado contemporáneo, que es en cambio indicativo de una mentalidad de asedio patológica y profundamente insegura. Las muertes innecesarias continuarán produciéndose mientras la Fortaleza Europa siga reforzando las limitaciones y restricciones a la movilidad humana, algo que no va a conseguir más que nuevas pérdidas de vidas.
Notas
[1] Albert Hourani, 1991, A History of the Arab Peoples, London: Faber and Fabery.
[2] Douglas S. Massey, 1988, «Economic Development and International Migration in Comparative Perspective,» Population and Development Review, 14(3), p383-413.
[3] Tony Judt, 2005, Postwar: A History of Europe Since 1945, London: Penguin.
[4] Stephen Castles, Godula Kosack, 1972, «The Function of Labour Immigration in Western European Capitalism,» New Left Review, 73, p.21-44.
[5] Para un ejemplo de cómo esta intersección entre el estatus de indocumentado y la mano de obra precaria cumple una función económica neoliberal, véase Kitty Calavita, 1998, «Immigration, Law and Marginalization in a Global Economy: Notes from Spain,» Law and Society Review, (32):3, p529-556. O para ilustrar cómo los compromisos políticos para frenar la migración entran en conflicto con las demandas estructurales de mano de obra migrante barata, véase Hein de Haas, 2008, «The Myth of Invasion: the Inconvenient Realities of African Migration to Europe,» Third World Quarterly, 29(7), p. 1305-1322.
[6] Véase Martin A. Schain, 2009, «The State Strikes Back: Immigration Policy in the European Union,» European Journal of International Law, 20(1), p.93-109, para aclarar los mecanismos a través de los que se ha producido.
[7] Sergio Carrera, 2007 «The EU Border Management Strategy: Frontex and the challenge of irregular migration in the Canary Islands,» Centre for European Policy Studies, 261.
[8] Comunication de la Comisión al Consejo y Parlamento Europeo: Wider Europe – Neighbourhood: A New Framework for Relations with our Eastern and Southern Neighbours http://eur-lex.europa.eu/legal-content/EN/TXT/?uri=CELEX%3A52003DC0104
[9] Se ha postulado que este efecto se extienda más allá de la emigración orientada hacia Europa. Para ver un análisis de los efectos negativos de la migración exterior de la UE sobre el área de la libertad de movimiento en la Comunidad Económmica de los Estados de África Occidental, véase DIIS Policy Brief, 2011, «Europe Fighting Irregular Migration: Consequences for West African Mobility,» Danish Institute for International Studies.
[10] Para un análisis etnográfico en profundidad de esta interacción autoreproductora entre la miríada de actores implicados en el régimen europeo de fronteras entre Occidente y el norte de África, véase Ruben Andersson, 2014, Illegality Inc. Clandestine Migration and the Business of Bordering Europe, Oakland: University of California Press.
Hassan Ould Moctar estudia Migración y Estudios Étnicos en la Graduate School of Social Sciences de la Universidad de Amsterdam. Sus investigaciones se centran sobre todo en cuestiones sociales y políticas de Mauritania y la región del Magreb, la política de inmigración europea y la inmigración e integración en diversos contextos nacionales europeos. Tweet: @HibernoMoor.
Fuente: http://www.jadaliyya.com/pages/index/24784/a-brief-history-of-fortress-europe
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