Ganó el Brexit y el Reino Unido deja de pertenecer a la Unión Europea (UE), y busca reconstruir su relación con ese bloque en términos puramente comerciales. Las consecuencias para ambos (y el resto de los mortales) pueden ser calamitosas, y hasta ahora bastante impredecibles, especialmente porque el resto de Europa amenaza con no facilitar […]
Ganó el Brexit y el Reino Unido deja de pertenecer a la Unión Europea (UE), y busca reconstruir su relación con ese bloque en términos puramente comerciales. Las consecuencias para ambos (y el resto de los mortales) pueden ser calamitosas, y hasta ahora bastante impredecibles, especialmente porque el resto de Europa amenaza con no facilitar el divorcio.
En esta notas, necesariamente breves y rápidas, es imposible analizar, como se merece, el proceso que habría llevado a dicha decisión tan trascendental para todo Europa, pues es un fenómeno de gran complejidad − y sin duda sobredeterminado.
Pero en términos simples, y respetando todas las enormes divergencias del caso, lo primero que se viene a la mente es que hay un parentesco sanguíneo entre el apoyo por el Brexit en el Reino Unido, y el que tuvo Trump y Sanders en las primarias estadounidenses. De repente, y en forma inesperada para quienes no querían ver más allá de su nariz, pues su ingreso dependía de no ver (pero no para otros, que veníamos analizando lo que pasaba desde hace mucho), se formó una gran alianza entre una variedad, algo sorprendente, de quienes se sentían ‘perdedores’ dentro de esta extraña globalización neo-liberal.
Por una parte están aquellos que directamente habían perdido su empleo − y pasaron de ser obreros manufactureros altamente especializados, a colocar cereales en estanterías de un supermercado por un salario mínimo.
Dentro de la variedad de fenómenos que tomaron lugar desde la elección de Reagan y Thatcher (1979/80), los países así llamados desarrollados tomaron el camino de cambiar su ‘business model’ por el offshoring (cerrar plantas y trasladarlas a los países emergentes). Antes, el modelo asiático (con Japón y Corea a la cabeza), y a diferencia de todos los cuentos que le cuentan los del Consenso de Washington, para desarrollarse colocaban todo tipo de trabas a la inversión extranjera en sus economías.
Pues capitalismo sin una clase capitalista doméstica de verdad (como es nuestro caso) es cualquier cosa menos capitalismo. Pero con el NAFTA, el WTO, tanto progresista renovado, y el diluvio de tratados comerciales, esto cambió de raíz en los países emergentes. Así EE.UU. ha perdido la mitad de su empleo manufacturero desde la elección de Reagan (10 millones de trabajadores) − también precarizando, de paso, la vida del de la otra mitad, al igual que el de la mayoría del resto de los trabajadores.
El nuevo ‘business model’ dejaba en los países desarrollados sólo los componentes rentistas de la actividad económica, como algo de la investigación y desarrollo (pero cada día menos; por ejemplo, la GM ya hace casi todo el suyo en Corea), y la comercialización oligopólica de sus productos. Cuando mucho, dejaba en casa la producción de algunas piezas y partes críticas; pero el grueso de la manufactura se iba al sur.
Así el déficit comercial con México subió de un excedente de US$2.5 mil millones cuando se firmo el NAFTA el ’94, a un déficit de más de US$50 mil millones en la actualidad; mientras que el déficit comercial con China ya pasó los US$350 mil millones − y el déficit comercial total ya va en más de medio billón de dólares, y subiendo.
Como el ingreso de la mayoría de los estadounidenses está, literalmente, estancado (el promedio del ingreso del 90% de la población de ingresos más bajos está estancado en términos reales desde Reagan − y el de los «blue collar», los obreros, está estancado desde 1968), mucho de ese déficit es simplemente incremento del consumo de esa población financiado con deuda.
Mientras tanto los economistas ortodoxos norteamericanos, con Krugman a la cabeza, repiten ad nauseam que era mejor un comercio (supuestamente) ‘libre’, pero de dudosa reputación, que un comercio con políticas comerciales e industriales ilustradas. Los países asiáticos apenas pueden contenerse de la risa.
El punto central es que todo este offshoring creaba una nueva necesidad: la protección a sus activos físicos y financieros en los países donde aterrizaba. ¡No les vaya a pasar lo que le pasó a la Anaconda y Kennecott en Chile! (De lo cual hemos profitado desde entonces).
A raíz de eso, los tratados pasaron de ‘comerciales’ a ser cada vez más de protección a la inversión extranjera. Aunque ya existían instancias multinacionales suficientes para lograr eso (como en el Banco Mundial), las multinacionales querían algo más concreto, con jurisprudencia escrita por sus sacristanes y cortes títeres de su confianza. Nuestro TPP (The Trans-Pacific Partnership), por ejemplo, era un paso importante en este sentido.
Pero como el apetito de las multinacionales es insaciable (seguro que en Chile las multinacionales del cobre todavía creen que no ganan lo suficiente, a pesar de haber repatriado de nuestro país desde el 2002 más utilidades, en precios de hoy día, que lo que costó todo el Plan Marshall de reconstrucción de Europa después de la guerra − la ingenuidad de los renovados es para el Guiness Book of Records), éstas también impulsaron en estos tratados, ya mal llamados ‘comerciales’, el desarrollo del concepto − muy claro en nuestro TLC con EE.UU. − de las «las expectativas de retorno razonables de las multinacionales». (Pregúnteles a los burócratas del segundo piso de entonces qué es lo que eso significa).
Todo esto dentro de un contexto garcía-marqueano llamado «expropiación indirecta», bajo la idea de que también se considerará como expropiación «la medida en la cual la acción del gobierno interfiere con expectativas inequívocas y razonables en la inversión».
Antes de Margaret Thatcher los accionistas se repartían en promedio 10 de cada 100 libras de utilidades corporativas; hoy se llevan entre 60 y 70 de cada 100. Y si antes un accionista se quedaba en promedio por seis años con una acción, ahora es por menos de seis meses. Pero explíquele lo absurdo de ese cortoplacismo (allá y acá) a quienes su ingreso depende de no entender…
Cortes títeres, con jueces elegidos a dedo, y jurisprudencia hecha a la medida eran la única forma de asegurar una correcta interpretación de lo que podría ser (desde esa perspectiva) una ‘interferencia’, lo que podría ser «razonable», y hasta donde se podría estrechar el concepto de «inversión». Sólo cortes Mickey Mouse, con jueces elegidos a dedo, y llenos de conflictos de interés, podían asegurar eso.
Y como si lo anterior no fuese suficiente, en algo que ya desborda la vergüenza − para mis amigos neo-liberales, que ya ni se deben acordar lo que significa vergüenza, ella era una emoción que en antaño nos recordaba que éramos humanos − no sólo había que darle seguridades absolutas a las multinacionales que hacen offshoring en cuanto a expropiaciones directas o indirectas, sino también había que salvaguardar los intereses de cuanto especulador, rentista, depredador, chantajista, embaucador, farsante, prepotente, evasor de impuestos, abusador (por colusión, o función mal intencionada), y extorsionador (especialmente en los medicamentos) exista en este mundo.
Y para ello había que limitar el campo de maniobra de los gobiernos al espacio que las grandes corporaciones y timadores considerasen «tolerable» en áreas como la política económica, lo salarial y tributario, la defensa del medio ambiente, la salud pública, la competencia, los derechos de los consumidores y las finanzas. Y para hacer eso digerible se hacía necesario cooptar a los representantes de los agobiados para que disimularan todo eso dentro de un aura de ‘modernidad’. No era ni siquiera un intento de pasar gatos por liebres, sino de lauchas por liebres…
Alguien ya preguntará ¿qué tiene todo esto que ver con el Brexit? Bueno, entre muchos aspectos sobresalen dos. La primera es que parece ser que una cosa es meternos el dedo en la boca a nosotros, otra a los europeos. A las multinacionales les fue tan bien en las negociaciones con el TPP (incluido el apoyo incondicional de nuestros cheerleaders criollos, siempre tan incondicionales a la nueva modernidad neoliberal), que decidieron hacer un tratado gemelo con la UE (The Transatlantic Trade and Investment Partnership, o TTIP).
Pero bastó que Greenpeace filtrara extractos de las presiones inaceptables de Estados Unidos en la negociación del TTIP para que en Europa se moviera el centro de gravedad respecto a estos tratados en forma sísmica (a diferencia de lo que pasó con nosotros cuando WikiLeaks hizo lo mismo respecto del TPP − que, con honrosas excepciones, no tuvo más repercusión que cambiar los tema de conversación de sobremesa).
Así, de repente, saltó al tapete la necesidad de recuperar soberanía y espacio para las políticas públicas keynesianas. El recuperar fronteras frente a la inmigración desatada del medio oriente − en gran medida producto de las incursiones militares irresponsables que los mismos países europeos, junto a EE.UU., hicieron en dicha región − fue sólo la paja que terminó quebrando la espalda del camello.
Como pasa a menudo en Europa, la primera gran reacción tuvo lugar en Alemania, con demostraciones masivas contra el TTIP − tendré mucha ambivalencia frente a Alemania, fruto de mi educación germánica (el colegio al que fui terminó siendo un componente importante de la trilogía Coco Chanel de mi juventud: Verbo Divino, Universidad Católica y MAPU − al menos el MAPU del pre-´70, pues después algunos, como mi ex-compañero de colegio Eugenio Ruiz Tagle, dieron su vida por sus principios), pero igual tengo gran respeto a la capacidad actual de ese pueblo para trazar una raya sobre la arena y decir: de aquí no se pasa.
Ahí se sumó el gobierno francés y muchos más, y el TTIP (como el TPP en EE.UU.) pasó a la historia. Pero lo que quedó en el Reino Unido fue un gusto muy amargo respecto a estas instituciones supra-nacionales amorfas, como la UE, donde lo último que se toma en cuenta son los intereses del ciudadano común.
El segundo aspecto relacionado con lo anterior y el Brexit (y algo tan conocido en Chile) es que los renovados han sido totalmente incapaces de construir una ideología alternativa al neo-liberalismo capaz de ofrecer un camino nuevo, viable y creíble para guiar a todos aquellos que quieren algo diferente. De repente, ese vacío se hizo muy evidente, pues una gran cantidad de gente, casi de repente, perdió la paciencia.
Por una parte, y en una de las ironías más fantásticas de la historia, la misma derecha neo-liberal que fue la que primero rompió la identidad de clase de los trabajadores en los países desarrollados, ahora (por su miopía) hizo exactamente lo opuesto − devolvérsela− al generar (por su codicia sin límites) un nuevo factor común que los volvió a aglutinar: la inseguridad.
Y ella es tal, que ahora hasta el cambio tecnológico es una amenaza, como lo muestra el masivo apoyo a Trump de los 10 millones de chóferes de camión en EE.UU., asustados por lo que les va a pasar por la llegada de los camiones sin chofer. Antes se podía confiar en un Estado que intentaba coordinar el cambio; ahora sólo rige la Ley de Moraga (el que se perjudica se perjudica).
Y por otra, en parte por su frivolidad narcisista, el error histórico de la así llamada centro-izquierda, el cual desgraciadamente se recordará por generaciones, es haberle entregado de gratis a la vieja derecha pre-neo-liberal, y peor aún, a la entrema derecha, a esa nueva clase de descontentos − aquellos que en lugar de ser proletarios ahora son (o se sienten) ser pobre-letarios. Se me pone la piel de gallina el sólo pensar a lo que nos puede llevar eso.
Aquí no es el lugar de analizar el por qué de este fracaso histórico y wagneriano de los renovados, pero mientras muchos se encandilaban con el poder y el dinero, sus acciones los llevaron a tomar, como grupo, el camino de un pacto de suicidio político colectivo.
Por eso, allá y acá, lo que ahora necesita la dirigencia de las fuerzas progresistas es un gran cambio generacional (y por gran me refiero a gran) − mandando a todos los figurones a la casa; aquellos que se creen duros de matar, pero que no son más que duros de jubilar. Y si la suerte nos acompaña, eso ayudará a que emerja (como en algunas partes se vislumbran) nuevos líderes tipo Piloto Pardo. ¡Ya basta de ‘Sir’ Shackletons!
Finalmente, pues el análisis de un fenómeno tan complejo como el Brexit da para mucho, la guinda en la torta neo-liberal que terminó de cansar a tantos en los países desarrollados − y nos llevó al Brexit; y Dios no lo quiera, a Trump − fue el comportamiento imperdonable de las corporaciones que se quedaron operando en los países (antiguamente llamados) desarrollados.
Por supuesto que una apertura comercial iba a tener ganadores y perdedores, pero desde mi perspectiva keynesiana lo que falló fundamentalmente fue la naturaleza de las empresas ‘ganadoras’. Hoy día en Estados Unidos, Europa y Japón las utilidades corporativas (y la deuda corporativa) están en un nivel récord histórico, pero la inversión privada está por el suelo.
¿Y qué hacen las corporaciones con esos enormes recursos que no invierten? Se destinan ya sea al casino financiero, a comprar sus propias acciones (y así subir su precio en forma artificial − y los bonos de fin de año de los ejecutivos), repartir dividendos astronómicos, a comprarse unas a otras a precios siderales (para así poder coludir en forma legal, al mismo tiempo que eludir impuestos), a incrementar salarios y beneficios de ejecutivos y a contribuir a sus fondos de pensiones. En Estados Unidos, por ejemplo, los ahorros previsionales de 100 ejecutivos − CEOs − de las mayores empresas del país son equivalentes a los de 116 millones de conciudadanos de la mitad más baja de ingresos del país.
En otras palabras, cada uno de esos 100 cree que su valor intrínseco equivale al de 1.6 millones de sus conciudadanos… (Leer la relación entre desigualdad y financialización, aquí). Como nos decía Einstein, en esta vida hay sólo dos cosas infinitas, el universo y la estupidez humana (para luego agregar que en realidad no estaba tan seguro si era el caso del universo). Esto es, dichas utilidades corporativas en record históricos se destinan a cualquier cosa menos a desarrollar los sectores que deberían beneficiarse con el comercio y la especialización.
Como he mencionado anteriormente, según el economista jefe del Banco de Inglaterra esta actitud refleja un proceso de «auto-canibalismo» corporativo. Antes de Margaret Thatcher los accionistas se repartían en promedio 10 de cada 100 libras de utilidades corporativas; hoy se llevan entre 60 y 70 de cada 100. Y si antes un accionista se quedaba en promedio por seis años con una acción, ahora es por menos de seis meses. Pero explíquele lo absurdo de ese cortoplacismo (allá y acá) a quienes su ingreso depende de no entender…
Por esta razón, y a pesar del incremento de los costos debido a las razones anteriores, el excedente sectorial del sector corporativo pasó de negativo a positivo. Como uno esperaría en un mundo racional, hasta hace no tan poco la inversión corporativa era mayor que su ahorro en un monto equivalente al 4% del PIB en EE.UU. y alrededor del 5% en la Comunidad Europea, incluido el Reino Unido. Sin embargo, ahora la inversión es menor en un monto equivalente al 8% del PIB en Japón y alrededor del 3% en el resto del G6 (salvo Francia http://www.econ.cam.ac.uk/research/repec/cam/pdf/cwpe1539.pdf).
Y la mayoría de mis colegas economistas, incluidos los de mi Universidad (que en antaño tuvo gente como Marshall, Keynes, Kalecki, Kaldor y la Joan Robinson − los dos últimos fueron los que me trajeron a este lugar), le predicaban (léase esta palabra en un sentido literal), al igual que lo siguen haciendo nl Chile, que todo eso es lo más eficiente del mundo. ¡Por supuesto!
En el mercado sólo operan agentes puramente racionales e inteligentes, a quienes si se les deja operar sin interferencias, y se les otorga todo tipo de derechos de propiedad, incluso para lo mal habido, maximizan todo de modo tal que el resultado es para todos un equilibrio óptimo y sustentable (a lo Aguas Andina). Sí, quizás, no todos van a ser ganadores, pero los que no lo son es por pura mala suerte, o por no tener las habilidades que se requieren, o por oponerse a la dinámica óptima del mercado.
En estos minutos veo en las noticias como la libra ya cae más que en cualquier otra instancia de su historia contemporánea, y la bolsa de comercio, que acaba de abrir, ya tiene una caída que se ubica entre las tres peores de su historia contemporánea (junto al Black Monday del ’87 y la crisis del proyecto neo-liberal el 2008).
Me imagino que los especuladores financieros, los capitalistas rentistas y los eternos aprovechadores de los traders, al igual que sus pajes renovados, deben estar tratando de entender cómo puede ser posible que la gente no entienda que la única forma de que el capitalismo funcione, es tenerlos (como en Chile) a todos ellos contentos.
Como nos decía Freud, el problema no sólo está en nuestra predilección por simplificar lo real contándonos cuentos; está en la facilidad con la cual terminamos creyendo nuestros propios cuentos. Si García Márquez hubiese sido economista, seguro que igual se hubiese sacado el Nobel (bueno, el premio que los economista pretendemos que es un Nobel).
Muchos de esos cuentos de políticos y economista, como diría Sartre, son de ‘mala fe’ – mala fe no en el sentido corriente en el cual se usa este concepto, sino en el que él lo usa (mauvaise foi): esto es, el de contar cuentos no sólo para convencer a otros, sino también con el fin de auto-convencerse a si mismo. Una tribu de habitantes originarios de Norte América decía que quienes fuesen buenos para contar cuentos dominarían el mundo. Hace 30 o 40 años ha sido así; de repente, la mayoría de la gente del país donde me tocó vivir dijo ayer: ¡son puros cuentos! Como, diría Hans Christian Andersen, repentinamente se transparentó que el emperador no tenía ropa.
José Gabriel Palma, Doctor en Economía en Oxford y profesor en Cambridge.