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Brutalidad policial en Copenhague: ¿hay un fascismo latente en Europa?

Fuentes: Rebelión

El desalojo de La Casa de la Juventud (Ungdomshuset) de Copenhague fue realizado en la mañana del 1 de marzo con una imponente precisión militar. Un enorme despliegue de las fuerzas del orden bloqueó la zona como si en el inmueble hubiese un grupo de terroristas, y no unos cuarenta jóvenes desarmados cuya edad promedio […]

El desalojo de La Casa de la Juventud (Ungdomshuset) de Copenhague fue realizado en la mañana del 1 de marzo con una imponente precisión militar. Un enorme despliegue de las fuerzas del orden bloqueó la zona como si en el inmueble hubiese un grupo de terroristas, y no unos cuarenta jóvenes desarmados cuya edad promedio no rebasaba los veinte años. Las puertas y las ventanas de Jagtvej 69 fueron rociadas con unos cañones que lanzan chorros de una espuma que al momento se petrifica, lo cual impidió que se abrieran desde dentro. Miembros de élite de la brigada antiterrorista, armados hasta los dientes, descendieron sobre la azotea desde dos helicópteros. Según informaciones de la policía, el operativo fue minuciosamente planeado desde hacía tiempo. Inmediatamente después de la toma y desalojo de la casa se produjeron manifestaciones de protesta, que al principio fueron pacíficas. La policía cercó a los manifestantes y pronto se desató la violencia. La característica más traumática de la acción policial fueron las detenciones masivas e indiscriminadas. Por todas partes se veían jóvenes, la mayoría apenas unos niños, maniatados en las aceras y las calles en escenas dignas de una guerra, con el ruido de un helicóptero que sobrevolaba, sin cesar, la zona de operaciones. Hubo autos volcados e incendiados. Los activistas hicieron barricadas de containers y bicicletas. Se lanzaron cocteles molotov, adoquines y botellas. Cada vez que la policía lograba dispersar el grueso de los manifestantes, nutridos grupos de jóvenes se unían por calles adyacentes dejando una estela de containers en llamas y autos calcinados. En medio de la refirega y hasta que la resistencia se hizo imposible, se pudo oír a todo volumen, desde un camión con un altoparlante, la música de Manu Chao. Mientras tanto, ocho filas de policías y camionetas antidisturbios bloquearon totalmente el acceso a Jagtvej 69. Durante los días y las noches que duraron las hostilidades, la policía realizó razzias sin razones legales concretas, por ejemplo en la Casa del Pueblo de Stengade, en un colectivo independiente de Baldersgade, en La Casa de la Solidaridad (Solidaritetshuset) y en numerosos domicilios privados de Copenhague, en busca de extranjeros que tuviesen algo que ver con los disturbios. En esas acciones más de 90 personas fueron arrestadas, no porque se les imputase ningún crimen sino en base a una hipotética presunción de peligrosidad para evitar que participaran en futuras acciones. La Asociación de Padres contta la brutalidad policial, que juega un papel importantísimo como testigos de lo que los activistas llaman el salvajismo estatal, ha denunciado estas prácticas atentatorias contra los derechos civiles.

Además del uso excesivo de la fuerza, la actuación de la policía estuvo marcada, en un punto incontrovertible, por la ilegalidad: la multitud de menores de edad que fueron detenidos, cuyo número exacto no ha sido facilitado por la policía y que a partir de ahora quedan fichados. El control de las fronteras, la cantidad de hombres y vehículos antidisturbios movilizados, los gases lacrimógenos, la ferocidad de las arremetidas contra los manifestantes con furgonetas especiales así como las detenciones masivas arbitrarias, dieron la imagen de un cuerpo policial militarizado que empieza a mostrar una peligrosa tendencia antidemocrática. Un refuerzo de veinte furgonetas policiales suecas llegaron desde Malmö, al otro lado de Öresund. Cinco altos jefes de la policía sueca acudieron como observadores, para aprender de sus colegas daneses. Testigos presenciales informaron de que policías vestidos de civil, equipados con el característico audífono en la oreja, se movían en medio de los disturbios comunicándose en otros idiomas, alemán y también francés e inglés. Ante una pregunta de este periódico para aclarar este asunto, el portavoz de la policía de Copenhague negó categóricamente que unidades policiales de otros países hubiesen operado en Dinamarca. Si alguno estaba allí, matizó, era «en calidad de observadores», y subrayó que de eso él no tenía información alguna. Una nueva táctica policial fue puesta en escena: unidades especiales de policías vestidos como los activistas se mezclaron en la manifestación, lanzándose de súbito sobre los que parecían ser dirigentes, inmovilizándolos y llevándoselos a rastras. Como los manifestantes coordinaron sus acciones mediante una complicada red de SMS y por sus páginas de internet, en las que se podía seguir el derrotero de los enfrentamientos hora por hora con información detallada sobre los movimientos policiales, una de las nuevas prioridades de la policía es interferir técnicamente esas comunicaciones. Las consignas de los jóvenes hacen pensar en una radicalización: NO AL ESTADO POLICIAL; LA CULTURA NO PUEDE ESTAR PRESA. LIBERTAD A LOS PRESOS POLÍTICOS.

El 5 de marzo la Casa de la Juventud fue demolida por trabajadores enmascarados que operaban unas excavadoras cuya empresa ocultó su identidad, en medio de un férreo bloqueo policial. Con la pulverización de Jagtvej 69 desapareció una parte esencial de la historia del movimiento obrero danés. Hay detalles en los que no se ha hecho suficiente hincapié, pero que son imprescindibles para entender el odio que esa casa despertaba en ciertos círculos. Desde su construcción en 1897, Jagtvej 69 fue sede de La Casa del Pueblo (Folketshus) donde la clase obrera pobre de Norrebro realizaba su agitación política. Por allí pasaron personajes como Lenin y Rosa Luxemburgo. El 26 de agosto de 1910 tuvo lugar en esa casa una conferencia internacional de mujeres socialistas, en la que Clara Zetkin lanzó la idea de la creación del Día Internacional de la Mujer. A la luz de esta historia, la premura casi desesperada por destruir el edificio no parece motivada únicamente por la pretensión de las autoridades danesas de poner punto final al conflicto con los jóvenes antisistema, que empezó 24 años atrás.

En 1982, la municipalidad de Conpenhague concedió el derecho de usar la casa a los jóvenes independientes, tras casi dos años de enfrentamientos. En 1999 la municipalidad decidió cerrarla. Según los políticos, las actividades «no eran satisfactorias» y el inmueble estaba en mal estado tras un incendio en 1996. Por su parte, los jóvenes antisistema defendían su derecho a ser diferentes en esa casa con su tradición de lucha, y donde disponían de cuatro pisos y un sótano que albergaban una librería, una sala de conciertos y otras de ensayo, un estudio de grabación, una imprenta, numerosas salas de reuniones y una cocina comunitaria. Con más de 500 visitantes por semana, Ungdomshuset constituía una forma radical de pensamiento alternativo y era un centro de actividades culturales, sociales y políticas basadas en la tolerancia, la responsabilidad y la solidaridad, sin discriminación racial ni sexual y con un desprecio total por el consumismo. Un detalle importante es que en la ideología de estos jóvenes no cabe la idea de cambiar la sociedad, por lo que no constituyen un peligro para la seguridad del Estado. Lo que exigen es que los dejen desarrollar su cultura a su manera. En el 2000, la dirigencia socialdemócrata de la Municipalidad vendió el inmueble a la secta Faderhuset (Casa del Padre), un grupo religioso fundamentalista que apoya la «cruzada» contra los musulmanes en Dinamarca, que cuenta con unos pocos miembros y cuyo líder sólo escucha los argumentos que le llegan «directamente de Dios». Esa venta fue un acto de guerra simbólico, y a partir de ese instante el conflicto se hizo insoluble. Los jóvenes rechazaron todas las ofertas de cambiar de casa, negándose a aceptar a curadores y asistentes que les cuadriculasen el tiempo libre y la forma de pensar. Todas las instancias jurídicas danesas fallaron en su contra, el conflicto se planteó en términos de defensa de la propiedad privada y la demanda de desalojo, auspiciada por la secta, obtuvo una cobertura legal.

A las protestas violentas le siguieron repetidas demostraciones pacíficas. El 8 de marzo, una manifestación de mujeres que aglutinó a más de 3000 personas llevaba al frente una pancarta que decía: CADA DÍA SERÁ UN DÍA DE LUCHA. La policía realizó controles generalizados de identidad. Una vestimenta inapropiada o un pasaporte extranjero bataba para ser detenido. Dinamarca nunca había experimentado un estado de emergencia policial de esta envergadura. Más de 750 personas fueron detenidas, entre ellas unos 140 extranjeros. El área metropolitana de Copenhague cuenta con un poco más de 1.000.000 de habitantes. Proporcionalmente, si esas detenciones se hubieran realizado en París, 8 000 personas habrían ido a la cárcel. La policía no dio a basto para encerrar e interrogar a tantos detenidos. Muchos fueron transportados a Fyn y a Jylland. Una cárcel de Copenhague tuvo que ser parcialmente evacuada de presos comunes para poder alojar a los jovencitos detenidos. Del 10 al 19 de marzo la policía declaró a Nørrebro y Christianshavn como zonas en las que todo ciudadano está expuesto a ser cacheado y registrado, sin que exista ninguna sospecha en su contra. Esta medida, única en tiempos de paz, bastaría para atestiguar el fracaso de las autoridades. No obstante, según la policía el operativo «fue un éxito», ya que gracias a la masividad de las detenciones, y a la contundencia de los choques, no hubo muchas personas físicamente lesionadas. Si esta manera de justificar el implantamiento subrepticio de medidas propias de un Estado policial prosperase en Europa, pronto estaremos ante una situación pseudofascista que es necesario evitar.

¿Cómo se explica el desmesurado ingrediente represivo? Para Lars Dencik, pofesor de la Universidad de Roskilde, el Estado danés se ha preparado para enfrentarse a fuertes peligros terroristas en su territorio. Pero como no pasa nada, en la toma de La Casa de la Juventud vieron una ocasión de oro para probar sus fuerzas de élite. Además, una parte de la población apoyó la solución policial del conflicto. Para el profesor Mikael Rothstein, de la Universidad de Copenhague, algo crucial se ha degradado en Dinamarca. De haber sido uno de los países más tolerantes y libres de Europa, ha pasado a ser retrógrado y estrecho de miras. El actual gobierno danés, que es una coalición liberal-conservadora sostenida por la extrema derecha xenófoba y ultranacionalista, ha librado una batalla no sólo política, sino ante todo cultural, contra todo tipo de disidencia antisistema. Poco a poco se ha impuesto una mentalidad de limpieza de sangre y de «nivelación» de las opciones ideológicas. Hasta en materia de literatura han tratado de imponer un canon excluyente. Dentro de las exigencias del neoliberalismo triunfante todo está permitido, incluida la existencia generalizada de burdeles con sus secuelas de tráfico de blancas, explotación y miseria humana. El rechazo a todo lo que sea distinto de las normas de docilidad y sumisión propias del neoliberalismo sin contención se ha mezclado en Dinamarca, mucho más que en el resto de Europa, con una ebriedad de ser «danés étnico» en contra de los inmigrantes. En este clima social intolerante y enrarecido, el Estado consideró que los valores fomentados por la contracultura solidaria y aniconsumista de Jagtvej 69 podían resolverse con la represión. A mi juicio, la toma y rápida demolición de Ugndomshuset, con las secuelas a las que ha dado pie, pueden entenderse como un arreglo de cuentas contra un grupo indomesticable que, por debatir temas culturales y políticos desde una perspectiva disidente y desafiar los valores de egoísmo y conformismo que se quieren imponer, constituían un peligro de contaminación para la juventud y había que borrarlo del mapa. El próximo objetivo podría ser el barrio libre de Christiania. Pero en una perspectiva europea más amplia, la actuación del Estado danés en contra de sus propios ciudadanos debe entenderse como un experimento de laboratorio de represión policial, propio de un sistema que intuye que va a necesitarla cada vez más. En Copenhague se desplegaron técnicas de corte semimilitar inadmisiblemente antidemocráticas, con el fin de liquidar un problema cultural, político e incluso histórico. Las fuerzas policiales de otros países europeos tienen ahora un nefasto precedente, estudiado in situ, que les ayudará a responder esta pregunta: ¿cuánta represión soporta la democracia? Por otra parte, los ciudadanos debemos preguntarnos si el modelo neoliberal, con su necesidad feroz de adoctrinar y coaccionar a hombres y mujeres para que cooperen mansamente en contra de su propio bienestar, no ha empezado a mostrar rasgos de un fascismo latente que es imperioso denunciar.

René Vázquez Díaz es escritor. Su últimas novelas, publicadas por Editorial Montesinos, son Un amor que se nos va (2006) y Florina (2007).