En los últimos 50 años la población creció en Uruguay 20 por ciento y la cantidad de presos 700 por ciento. Estos datos fueron presentados el martes por el comisionado parlamentario Álvaro Garcé ante el Consejo de Derechos Humanos de la ONU en Ginebra, en el marco del Examen Periódico Universal al que la institución […]
En los últimos 50 años la población creció en Uruguay 20 por ciento y la cantidad de presos 700 por ciento. Estos datos fueron presentados el martes por el comisionado parlamentario Álvaro Garcé ante el Consejo de Derechos Humanos de la ONU en Ginebra, en el marco del Examen Periódico Universal al que la institución somete a sus países miembros; los divulgó El Observador el miércoles. (http://www.
El sistema de justicia penal tiene por cometido administrar castigos. Un castigo sólo es tal cuando lastima o hiere, cuando causa sufrimiento físico o mental, en definitiva, cuando hace daño, cuando provoca un dolor transitorio o permanente en la persona castigada. El sistema de justicia penal es el ámbito del Estado moderno y democrático que tiene por cometido administrar legítimamente diversos grados de sufrimiento físico o mental a las personas, durante períodos más o menos prolongados y con resultados más o menos permanentes. El lenguaje penal oculta la mayor parte del tiempo el hecho elemental de que todo el sistema está montado para provocar el sufrimiento de las personas. Aunque no suela repararse muy seguido en ello, es sin embargo un hecho trivial y bien conocido por todos. Se supone que los estados modernos y democráticos han renunciado a las formas más bárbaras del tormento, pero no han renunciado (ni podrían hacerlo) al hecho básico de provocar dolor. La Constitución de la República dice que en ningún caso se permitirá que las cárceles sirvan para mortificar a las personas, pero eso es absurdo. El sentido mismo del encierro es provocarle algún tipo de mortificación a la persona encerrada. Si no hubiera mortificación no habría castigo. Lo que el constitucionalista quiso decir (seguramente) es que mortificar a las personas no es un fin en sí mismo sino tan sólo un medio para asegurar otras cosas, que se listan a continuación en el mismo artículo: la reeducación, la aptitud para el trabajo y la profilaxis del delito. Es decir, las cárceles deben servir a la rehabilitación de los ofensores, o por lo menos a su incapacitación temporal para seguir cometiendo ofensas. Probablemente el constitucionalista haya querido decir también que los penados no deben sufrir mayor castigo que el que ya supone estar encerrados, es decir, que no deben ser golpeados, o violados, o acuchillados, que no deben ser tratados como basura ni morir calcinados. En cualquier caso, la cárcel es siempre un mecanismo de mortificación de las personas (incluso aunque no sean golpeadas, violadas o matadas en ella) y convendría no olvidarlo nunca.
¿Qué hace moralmente aceptable el hecho de producir dolor a las personas en forma deliberada? ¿Qué puede justificar moralmente la existencia de las cárceles?
Tradicionalmente se han ofrecido a estas preguntas dos tipos de respuesta bien distintas, basadas en dos intuiciones morales enfrentadas. Una primera intuición establece que el castigo se justifica por los efectos que produce, es decir, por sus consecuencias beneficiosas, mientras que una segunda intuición establece que el castigo se justifica como respuesta a los actos previos del individuo que es castigado. El primer punto de vista se denomina usualmente «consecuencialismo», y el segundo «retributivismo». Los más optimistas entre los consecuencialistas creen que la existencia de la cárcel se justifica porque cumple una función rehabilitadora: el castigo contribuye a la reinserción del delincuente en la sociedad. Los no tan optimistas entre los consecuencialistas creen que la cárcel se justifica porque, aunque rara vez rehabilita, cumple sin embargo una función disuasoria: desestimula a los potenciales ofensores a cometer atentados. Los menos optimistas entre los consecuencialistas creen que la cárcel se justifica porque, aunque rara vez rehabilita y tampoco disuade, al menos incapacita temporalmente a los ofensores: mientras estén a la sombra no podrán cometer más ofensas.
Los retributivistas, por su parte, creen que el castigo se justifica meramente por el crimen, no por las consecuencias presuntamente beneficiosas de la pena. Incluso si las consecuencias no fueran beneficiosas en absoluto, una pena justa (sea lo que fuere que esto signifique) sería de todos modos una pena justa. Los retributivistas no miden la justicia de una pena por sus consecuencias futuras sino por su relación intrínseca con la ofensa que está siendo castigada. Los uruguayos en su mayoría no parecen ser consecuencialistas sino retributivistas. Para la mayoría de los uruguayos hacer justicia parece ser sinónimo de dañar física o psicológicamente a los ofensores, hasta restablecer algo así como un equilibrio imaginario de placeres y dolores. Una vez que una ofensa ha tenido lugar, una cierta cantidad de dolor ha sido infligida a una o a varias personas, las víctimas de la ofensa. Restablecer el equilibrio imaginario de placeres y dolores supone devolver a los ofensores tanto dolor como hayan ocasionado a sus víctimas. Esa parece ser la única forma de hacer justicia que se concibe en Uruguay. Y la cárcel el medio idóneo para realizarla. El autor de esta nota no tiene la facultad de leer las mentes de los uruguayos y enterarse así de lo que piensan sobre la justificación moral del castigo penal. Pero, de ser cierta, esta hipótesis explicaría (o contribuiría a explicar) por qué en el debate público en Uruguay la idea de hacer justicia está siempre asociada a la pena, al sufrimiento y a la cárcel y nunca a la idea de reparar a las víctimas o a la de restaurar una situación anterior a que la ofensa tuviera lugar. Un elemento que puede esgrimirse como evidencia a favor de la predilección de los uruguayos por la cárcel -y en última instancia también de su concepción cruda y estrechamente retributivista del castigo- es la actitud de los jueces penales. Los jueces usan la prisión como castigo, cuando muchas veces tienen alternativas a ella (no muchas, es cierto, pero alternativas al fin). Un caso particularmente escandaloso es el uso punitivo de la prisión preventiva, que debería ser una medida cautelar.
En las cátedras universitarias se enseña que en ningún caso la prisión preventiva deberá ser usada como adelanto de la pena, pero la práctica concreta desmiente todos los días esa afirmación doctrinaria. Los jueces penales actúan como si existiera algo así como un sentido de justicia propio de la comunidad, un sentimiento poderoso que naciera de su seno y que se expresara en forma pública e inequívoca al menos en algunas circunstancias, un sentimiento que los jueces penales debieran honrar castigando de forma antedatada a los presuntos responsables de aquellos delitos que hubieran causado particular conmoción o escándalo en la sociedad. Eso y no otra cosa es lo que está por detrás de muchos de los procesamientos con prisión que perfecta y legalmente podrían haberse hecho sin prisión, como en los casos en que se invoca una supuesta «alarma social» para mandar al imputado a la cárcel.
Los 10 mil presos que abarrotan los establecimientos penitenciarios de nuestro país son el testimonio de una larga relación de amor: la de los uruguayos y la cárcel. La idea de que las ofensas sociales puedan ser castigadas de otra manera que no sea con sufrimiento y con cárcel parece resultarle a la inmensa mayoría de los uruguayos una excentricidad nórdica. Mientras tanto, hay cada vez más presos y tampoco hay más seguridad.