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Cientos de miles de franceses lanzan un ultimátum al gobierno

Fuentes: Clarín

En una masiva manifestación, exigieron que en 48 horas derogue el polémico contrato laboral juvenil. Si no, convocarán a una huelga general. Se marchó en todo el país, y hubo algunos incidentes aislados

Los padres, los hijos, los abuelos y los nietos del mayo del 68 francés. Estudiantes, liceístas, obreros, profesores y funcionarios. Una multitud intergeneracional y en clima de fiesta familiar se unió en París para protestar contra el contrato de primer empleo ayer a la tarde, bajo un sol de invierno, en un abierto desafío al gobierno del primer ministro Dominique de Villepin, que no quiere ceder. Los líderes sindicales le dieron un plazo de 48 horas para que derogue el contrato o llamarán a una huelga general.

«Todos tenemos derecho a un futuro» se leía bajo un cartel rosa, que la familia Gallois portaba como estandarte. Allí estaba el abuelo Paul, técnico; Henry, el padre economista; Alice, la madre profesora, y Benoit, el hijo estudiante en la universidad de Nanterre. Por primera vez, la protesta social unía a la familia, ante la amenaza de la precariedad laboral o «el liberalismo», como lo llaman los franceses.

La marcha contra el contrato laboral (CPE) generó un clima que no se repetía desde la revolución de 1968: sindicalistas y estudiantes, codo a codo, defendiendo sus intereses. Con cierta culpa, los jubilados los acompañaban con la convicción de que los jóvenes de hoy iban a vivir una vida más dura y más precaria que la de ellos, los hijos del «baby boom» de la posguerra.

La CGT informó que fueron 600.000 manifestantes en París y un millón y medio en Francia. La policía tuvo que conceder que al menos fueron 503.000 en todo el país. Una cifra sin precedentes, desde que miles de franceses salieron a la calle para defender la república cuando Jean Marie Le Pen se convirtió en una amenaza para democracia en 2002 y la movilización le dio el triunfo al conservador Jacques Chirac.

Todos contra el CPE

El contrato que De Villepin diseñó después de la crisis de los suburbios en noviembre para que las empresas pudieran contratar a cualquier joven de menos de 26 años sin necesidad de indemnizarlo, dentro de los dos años, y con un preaviso de 15 días.

Después de los incidentes del jueves en los alrededores de la Sorbona, los sindicatos no querían que la violencia se confundiera con la marcha. La seguridad impuesta por la CGT y Fuerza Obrera fue draconiana: todos los partidos y sindicatos en riguroso corralito, cerrado por sogas o por las férreas manos de los macizos «muchachos» de la seguridad, identificados con cintas coloradas.

El recorrido indicaba que marcharían desde la plaza Denfert Rocheareu, enfilando por el boulevard de L’Hopital, luego el Diderot, hasta llegar a la amplia plaza de la Nación, el punto final de la manifestación.

«Es un llamado a los indiferentes, a los indecisos», había dicho la CGT. Los escucharon. En la densa multitud se distinguían viejos militantes comunistas y socialistas, veteranos de centenares de manifestaciones, obreros, maestros, empleados hospitalarios y de los ministerios.

Pero había un componente nuevo en la manifestación: era supraclase. Se veían a dos aburguesados abuelos acompañando a sus nietos, madres preocupadas por si había incidentes, profesores que acompañaban a los estudiantes, jóvenes de los suburbios dispersos con sus inconfundibles hoodys (capuchas), el colectivo de los inmigrantes sin papeles y miles de estudiantes de liceos, que se han solidarizado con los universitarios.

Larissa, que estudia filosofía en la Sorbona y viene del puerto de La Rochelle, tiene una explicación para esta heterogeneidad de la protesta. «Nos reúne la bronca, el odio. Podría haber sido el CPE o cualquier otra cosa pero en Francia hay cólera. Por eso estallan los suburbios, votamos No por Europa y ahora más de un millón de personas se une contra el CPE. Es un estado de ánimo el que se ha apoderado de la calle y si el gobierno no da una respuesta, no sé cómo terminará todo esto», especula.

A su lado, el sociólogo Christophe coincide y agrega: «Se ha perdido la solidaridad en Francia. Nadie aguanta más y esta es la forma de una sociedad de decir ‘Basta’. No es que queremos cambiar: queremos conservar el mundo que tenemos, que dejen de destruir las ventajas que debemos tener en un mundo justo y no sólo regido por los que tienen dinero».

En el boulevard de L’Hopital, los vecinos salen a los balcones a aplaudir a los manifestantes. Abajo, otro fenómeno nuevo: los protagonistas de una movilización histórica se sacan fotos unos a otros, como si fueran turistas. Posan, piden a los que marchan que hagan de improvisados fotógrafos y se observan en las cámaras digitales si salieron bien. Los de la banlieu (suburbios) se diferencian: con sus teléfonos celulares, graban las imágenes en su cámara de video incorporadas y lo transmiten a sus amigos. Después, los llaman y comentan con grandes carcajadas.

«Ellos son los reyes de la tecnología. Bill Gates debería darle trabajo a los chicos de la banlieu», informa un vicealcalde comunista de Yvelines, asombrado ante el juego.

El clima de la manifestación es un carnaval ruidoso y musical. Una orquesta juvenil de jazz arremete frente a la estación de Austerlitz y todos bailan. Los jóvenes, los viejos, los matrimonios. El boulevard se convierte en una improvisada pista, al son de una música del 60. Los camarógrafos se apilan.

¿Mayo del 68? No, protesta siglo XXI a la francesa

La marcha es familiar y disciplinada. Olas y olas de gente avanzan sin incidentes rumbo a la Plaza de la Nación. Al jazz lo reemplaza el rock, el reggae de Yannick Noah o tecnofurioso. «De Villepin, démission (renuncia)» gritan al unísono.

Una nube azul del humo de merguez, el choripán de las manifestaciones francesas, inunda la plaza de la Nación al atardecer. Las bandas tocan en el centro y todo parece calmo. Hasta que un grupo de jóvenes enmascarados comienza a tirar botellas a la policía antidisturbios, que inicialmente no responde. Policías de civil lanzan gas lacrimógeno. Comienzan las corridas en la plaza y en la rue de Bouvines.

Los jóvenes rompen vidrieras a pedradas, varios parabrisas e incendian un auto. Pronto la plaza de la Nación se blinda, como en los días de crisis de los suburbios. La gente trata de refugiarse en la estación de subterráneo o en los bares, que bajan sus persianas de hierro. La refriega dura al menos una hora. El gas es asfixiante y vomitivo. Doce manifestantes y cuatro policías heridos.

Hubo 160 manifestaciones en Francia pero en Rennes, Marsella y Lille se registraron violentos incidentes entre manifestantes y policías.

Después de esta masiva demostración de fuerza, el gobierno de De Villepin aún insiste en no ceder. Piensa que la marcha fue una catarsis a la francesa y las pasiones se calmarán la semana próxima.

Pero el primer ministro no tiene demasiada experiencia política en el terreno y nunca fue electo para su cargo: es un diplomático más acostumbrado a la negociación de salón que a la fuerza de la calle. Probablemente por eso se hable de una división entre él y el presidente Jacques Chirac, que exigió «diálogo lo más rápido posible» con los sectores sociales. Al final de su gestión, el anciano presidente no quiere un final con psicodrama de su gobierno.

La intersindical anti-CPE lanzó después de la manifestación un «solemne ultimátum» al gobierno De Villepin y a Jacques Chirac. En un llamado público al presidente y al primer ministro francés, le advirtieron que retire el contrato de primer empleo o convocarán a la huelga general la semana que viene. Hasta el lunes, el gobierno podrá decidir los pasos a seguir. Pero los sindicalistas no perdonan que De Villepin -«tan educado, tan sonriente y tan intransigente», como lo describen los gremialistas comunistas- quiera implantar esta legislación sin la menor consulta con ellos.

La solución podría ser aportada por los presidentes de las universidades, que se reunieron con el primer ministro y le pidieron que «retire el controvertido CPE por seis meses para calmar los ánimos y encontrar una salida definitiva a un desempleo juvenil del 23 por ciento en Francia». Una salida para poner paños fríos a una inmensa tensión social y mal humor colectivo.


«No es mejor que nada, es peor que todo»
Una ley que organiza el desamparo social
Cristina Iglesia * desde Lille

Los estudiantes de Lille III son llamativamente tímidos cuando se trata de tomar la palabra en las clases. Pero en la primera semana de marzo debatieron en asambleas y ocuparon el espacio de la universidad para rechazar la ley del gobierno que impone el CPE (Contrato Primer Empleo) sobre sus futuros ya inciertos.

El martes pasado, en una mañana helada, 3.000 estudiantes esperaron pacientes, en fila ordenada y con libreta universitaria sellada en mano, su turno para votar a favor o en contra de la continuidad del «bloqueo». El proceso fue lento pero democrático y el resultado, terminante: mantener la medida hasta el retiro del CPE.

Muchos de estos jóvenes quizás no conocen París pero conocen muy bien el significado social de la palabra precariedad, vedette en los medios, en las asambleas y en las manifestaciones de estos días. Lille es la cabeza de la región del norte de Francia que tuvo un gran desarrollo industrial a fines del XIX y comienzos del XX, con minas de carbón y manufacturas textiles y que desde los años 30 sufrió una crisis económica que la sumió en un deterioro creciente.

Muchos de estos estudiantes son hijos o nietos de desocupados y los que no reciben becas de ayuda, trabajan en empleos temporarios para seguir estudiando y salir de la pobreza. Es esta trama social con un pasado marcado por la cultura del trabajo y un presente sin empleo ni perspectivas la que explica el rechazo masivo del CPE. El jueves 16, en Lille como en otras muchas ciudades de Francia, profesores, padres y una masa de ciudadanos disconformes volvió a manifestar en las calles su apoyo a los jóvenes que pusieron el dedo en la llaga.

El mismo día, en París, una movilización compacta, que inventaba formas irónicas de nombrar al CPE (Contrato Precariedad y Exclusión, Contrato Para Esclavos) mostraba una firmeza desafiante en el rechazo a una ley que generaliza y organiza, desde el Estado, la precariedad y el desamparo social. La consigna «No es mejor que nada, es peor que todo» seguirá escuchándose, si no hay respuesta, en las calles de Francia.

* Crítica literaria, docente de la UBA. Profesora Invitada Universidad Lille III.