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Constitucion Europea, Demos y Plurinacionalidad

Fuentes: www.espacioalternativo.org

La historia de la «integración europea», desde la creación de la Comunidad Europea del Carbón y el Acero (CECA) en 1951 y, sobre todo, a partir de los Tratados de Roma de 1957, ha sido fundamentalmente la del proceso de construcción de un espacio-mercado promovido desde las elites dominantes en los Estados firmantes de esos […]

La historia de la «integración europea», desde la creación de la Comunidad Europea del Carbón y el Acero (CECA) en 1951 y, sobre todo, a partir de los Tratados de Roma de 1957, ha sido fundamentalmente la del proceso de construcción de un espacio-mercado promovido desde las elites dominantes en los Estados firmantes de esos acuerdos y sobre la base de compartir una identidad común que tenía como «enemigo» al bloque soviético y a las fuerzas que en el interior de los países occidentales aspiraban a cuestionar el capitalismo. El Acta Única de 1986 y, luego, el Tratado de Maastricht de 1992 marcaron una nueva fase hacia una unión económica y monetaria sobre la base de la cesión de competencias en estas esferas a las instituciones comunitarias por parte de los Estados miembros, al mismo tiempo que se reconocía el principio de subsidiariedad; esto ocurría justamente en un período histórico en el que la caída del muro de Berlín y la crisis yugoslava suponían la desaparición del «enemigo» histórico externo y planteaban el nuevo reto de la ampliación a los países del Este, paralelamente a la adhesión a la OTAN por parte de esos mismos países bajo la notable influencia de EEUU.

Ese «salto» hacia la construcción de una Unión Europea se desarrollaba en el marco de la hegemonía de un neoliberalismo que exigía de los Estados el abandono de las políticas keynesianas practicadas en las décadas anteriores y la asunción de los criterios establecidos en el llamado «Consenso de Washington», ya que -como expresaban abiertamente grupos de presión como la ERT y la UNICE- constituían un requisito indispensable para sentar las bases de un nuevo modelo de acumulación capitalista y de conversión de «Europa» en una superpotencia económica y monetaria capaz de competir con EEUU dentro del mercado mundial (1). Esa aspiración ha ido acompañada por la necesidad de avanzar en el plano de la «Europa» política y militar, siendo reflejo de ello el proyecto de Constitución Europea. No obstante, esto último se ha visto relativamente afectado por los acontecimientos ocurridos con el 11-S y, sobre todo, con la guerra de Iraq, a raíz de la cual se ha podido comprobar las diferencias dentro de la UE respecto a las relaciones con la hiperpotencia norteamericana.

A lo largo de todo este proceso los actores protagonistas en el plano directamente político (2) han sido los gobiernos de los Estados miembros, pero éstos han visto a su vez cuestionada su centralidad en la medida que determinadas competencias se han ido «federalizando» dentro de la UE y otras han sido asumidas o aplicadas por entes subestatales (hay que recordar, por ejemplo, que las regiones aplican el 70% de las políticas comunitarias). Se ha ido configurando así una dinámica en la que han ido emergiendo nuevos actores a escala europea y «regional». En lo que concierne a este último aspecto, y bajo la presión de la Asamblea de Regiones de Europa, la aprobación de un Comité de las Regiones en el Tratado de Maastricht supuso un tímido reconocimiento de esa realidad, pero el hecho de que dentro de ese organismo se incluyera también a los entes locales y de que sus funciones fueran meramente consultivas no ha satisfecho nunca las aspiraciones de aquellas «regiones» en las que se han ido desarrollando procesos de autogobierno con competencias legislativas en determinados ámbitos; esto último ha ocurrido con mayor razón allí donde se han ido consolidando movimientos y fuerzas políticas y culturales basados en la defensa de una identidad nacional diferente de la que define a los Estados dentro de cuyo territorio se encuentran (3). Simultáneamente se han ido desarrollando cooperaciones transfronterizas entre determinadas regiones (siendo la más significativa la de los «Cuatro Motores de Europa»: Baden-Wurtenberg, Catalunya, Lombardía y Rhône-Alpes), aunque generalmente, como recuerda Kepa Sodupe (4), bajo «la estrecha supervisión de los Estados», las cuales han tenido especial impacto allí donde se dan afinidades culturales o nacionales entre sectores de las poblaciones de ambas partes, como ocurre con el caso de Euskadi y Aquitania.

También durante la década de los 90 se han producido procesos de reforma de la organización territorial en Estados como el belga y el británico, a la vez que en otros, como el alemán, ha habido nuevas reformas respondiendo a las demandas de las entidades subestatales de participar en las tomas de decisión de las instituciones de la UE cuando afecten a sus competencias. Simultáneamente, en Europa del Este hemos observado la emergencia de nuevos Estados bien a través de una separación pacífica, como en el caso de la República Checa y de Eslovaquia, bien de forma convulsa, a partir del estallido de la Federación Yugoslava y de la URSS. El Acuerdo de Stormont, de abril de 1998, abrió asimismo un proceso de autodeterminación en Irlanda del Norte que no excluía la posibilidad futura de unificación con el actual Estado de Irlanda. Finalmente, la «Propuesta de Estatuto Político de la Comunidad de Euskadi», presentada en octubre de 2003 por el gobierno vasco presidido por Ibarretxe y aprobada por el Parlamento Vasco el 30 de diciembre de 2004, supone un intento de modificar el marco jurídico de relaciones con el Estado español y, dentro de éstas, de las formas de participación en las instituciones de la UE. Si sumamos a todo esto la experiencia del resultado negativo sobre el referéndum este 24 de abril en Chipre sobre la unificación o no de las dos partes de ese territorio a través de una original variante de Estado federal, o el debate sobre la futura adhesión de una Turquía enfrentada a conflictos internos, especialmente con la minoría kurda, es evidente que la lista de Estados miembros de la UE se encuentra lejos de estar cerrada y que, en cualquier caso, la demanda de un mayor protagonismo por parte de las «regiones» va a verse reforzada en el futuro.

El hecho mismo de que las fronteras exteriores de «Europa» no estén claramente delimitadas (se ha planteado incluso la posibilidad futura de que se incorporaran el Estado de Israel o Marruecos…; ¿por qué no Rusia?) es un factor adicional que complica más el panorama y que permite prever que la tendencia dominante va a ser la combinación de un «espacio-mercado» cada vez más amplio, relativamente supervisado por instituciones como el Banco Central Europeo (5), con una «geometría variable» en la que las «cooperaciones reforzadas» entre Estados -y entre «regiones»- miembros pueden ir variando según las esferas de actuación. Esto será más probable si cabe en un contexto en el que las desigualdades territoriales y los conflictos de intereses se van a acentuar debido a la ampliación al Este y a la reducción de las ayudas comunitarias, y sin que el eje franco-alemán se haya podido convertir en el «motor» capaz de garantizar el necesario consenso intra-elites -gubernamentales, burocráticas y económicas- para avanzar en la construcción de una «Europa-potencia»; de ahí deriva precisamente la importancia adquirida por el debate sobre el sistema de votación en el Consejo Europeo, puesto que de su resolución satisfactoria para el mencionado eje depende su capacidad de control del proceso de toma de decisiones en la UE.

¿Dónde está el demos constituyente europeo?

Entrando ya en el análisis del proyecto de «Tratado por el que se instituye una Constitución para Europa», éste proclama en su artículo 1 de la Parte Primera que «La presente Constitución, que nace de la voluntad de los ciudadanos y de los Estados de Europa de construir un futuro común, crea la Unión Europea, a la que los Estados miembros confieren competencias para alcanzar sus objetivos comunes» (el subrayado es mío). Contrariamente a esta afirmación tan rotunda, el proceso que ha llevado a la elaboración de este proyecto no ha surgido de «la voluntad de los ciudadanos» sino, más bien, de una Convención basada en una representación indirecta de Parlamentos estatales y del Parlamento europeo -lo cual ha supuesto una restricción de la pluralidad existente en las distintas Cámaras- y sin que sus miembros hayan sido mandatados para una labor constituyente ni haya sido posible enmendar sus trabajos; éstos se desarrollaron, además, sobre la base de un consenso interpretado bajo la presidencia de Giscard d’Estaing, típico representante de la derecha europea, y con la inclusión final de una Parte III que apenas pudo ser objeto de debate en la Convención, pese a suponer, por primera vez en la historia, la constitucionalización de principios neoliberales.

Ha sido la Conferencia Intergubernamental la única que ha tenido capacidad de modificar y aprobar el mencionado proyecto, dejando a la libre decisión de los gobiernos la convocatoria o no de un referéndum en sus países respectivos para su ratificación por la ciudadanía; es decir, permitiendo que se hagan allí donde el «euroescepticismo» no sea mayoritario y que se eviten allí donde puedan perderse. La experiencia de los referendos celebrados en Dinamarca (el primero, con un No mayoritario) y Francia (con un 49 % a favor del No) sobre el Tratado de Maastricht, de los de Irlanda sobre el Tratado de Niza (con un proceso similar al danés), del que en 2001 se hizo también en Dinamarca sobre el euro (que fue rechazado) o, más recientemente, en Suecia (donde fue igualmente mayoritario el No al euro) son suficientemente aleccionadoras para las elites políticas y los grupos de interés más poderosos. Por eso, en realidad, nos encontramos ante un Tratado, debido a su carácter eminentemente intergubernamental, que pretende no obstante imponer una Constitución al conjunto de poblaciones de los países miembros sin que éstas hayan tenido la oportunidad de convertirse en sujeto constituyente de la misma.

Nada que ver, por tanto, con un proceso en el que toda la ciudadanía de la UE previamente haya podido elegir a sus representantes para una Asamblea o Congreso Constituyente mediante un debate previo sobre las distintas propuestas y a partir de una participación ciudadana que hubiera permitido el contraste en la esfera pública de los distintos «cahiers de condoléances» y demandas que consideraran necesario presentar las diferentes organizaciones de la tan cacareada «sociedad civil».

Pero a todo esto hay que añadir que incluso en el caso de que esto último se hubiera dado, habría que haber resuelto antes una cuestión central: la necesidad de asumir un concepto de ciudadanía basado en la residencia estable en cualquier país miembro de la UE, lo cual habría llevado a la configuración de un demos incluyente de todas las personas que viven y trabajan dentro de las actuales fronteras de la UE. Ese «demos» plural es el que debería haber iniciado el proceso, reconociendo a su vez los distintos demoi que existan o puedan constituirse en el interior de la UE. Cumplir con esos requisitos habría conducido a revisar la concepción dominante, formalizada en este proyecto, según la cual sólo se tiene en cuenta a los Estados ya existentes y únicamente tienen derecho a la ciudadanía los «nacionales de los Estados miembros»; siguiendo esos criterios, no sólo se niega la realidad plurinacional de muchos Estados sino también la que tiene que ver con la derivada de la presencia creciente de trabajadores inmigrantes procedentes de países «no comunitarios», a los cuales no se les reconoce el derecho a la ciudadanía a partir de un determinado período de residencia estable en el país de acogida; ésta no es una cuestión baladí si tenemos en cuenta que existe el riesgo real, sobre todo tras el 11-M, de que la identidad europea se construya frente a unos nuevos «enemigos» que no serían sólo los «terroristas» sino también aquellas culturas y religiones de las que éstos se reclaman y que comparten con esa población inmigrante «no comunitaria» que, por un lado, no gozaría de derechos básicos de ciudadanía y, por otro, podría ser víctima privilegiada del tránsito del Estado de derecho al Estado penal que acompaña al discurso del «choque de civilizaciones». Pero, al ser esto materia de otro estudio en esta obra colectiva, en este trabajo nos centraremos en el primer aspecto, es decir, el relacionado con la plurinacionalidad de base territorial.

El tabú de la «integridad territorial»

La existencia de diferentes identidades nacionales con arraigo social y territorial dentro de los Estados de la Unión es un hecho insoslayable si nos referimos a casos como el español, el belga o el británico. También lo es que en esos países, con mayor o menor fuerza según los distintos contextos históricos, demandas y relaciones de fuerzas, persiste una relativa tensión en torno a las dificultades de «acomodo» de esas diferencias nacionales dentro de los Estados actuales y en el marco de la UE. En esas circunstancias lo lógico habría sido dejar al menos abierta la posibilidad de que pudieran surgir en el futuro nuevos Estados miembros de la UE a partir del libre ejercicio del derecho de autodeterminación de los «demoi» afectados, o incluso la libre asociación entre «regiones» de Estados vecinos para convertirse en nuevo sujeto político y no sólo área de cooperación económica o cultural. Pues bien, todo esto está explícitamente prohibido en el proyecto constitucional que se nos presenta.

Así, el artículo 5.1 dice: «La Unión respetará la identidad nacional de los Estados miembros, inherente a las estructuras fundamentales políticas y constitucionales de éstos, también en lo que respecta a la autonomía local y regional. Respetará las funciones esenciales del Estado, en particular las que tienen por objeto garantizar su integridad territorial, mantener el orden público y salvaguardar la seguridad interior» (los subrayados son míos). De esta forma se pretende ignorar la presencia de identidades nacionales diferentes de la oficialmente mayoritaria en cada Estado y, sobre todo, se cierra la puerta a la posibilidad de modificar las fronteras políticas actuales de los Estados. Como se sabe, ello se debió a la insistencia del gobierno presidido por Aznar en querer cortar radicalmente cualquier pretensión «secesionista» de fuerzas políticas como el PNV (6).

Hay que recordar, además, que en los borradores previos del proyecto que comentamos el artículo 1 antes citado incluía una mención a «los pueblos» a continuación de la referencia a «los ciudadanos». Esa referencia fue finalmente suprimida debido a la presión ejercida por diferentes grupos parlamentarios y, en particular, por los representantes del PP y del PSOE en la Convención. De ahí la satisfacción expresada por la europarlamentaria Rosa Díez por el resultado alcanzado, ya que «los constituyentes convencionales han optado, tras amplios y rigurosos debates, por una opción política. Han sustituido los viejos textos en los que se hablaba de ‘la Europa de los pueblos’ -término profundamente arraigado sobre todo en Francia- por ‘la Europa de los ciudadanos’. Hemos optado por crear una comunidad unida en base a sus derechos frente a aquélla -la de los pueblos-, que casi siempre se ha constituido en base a su naturaleza o su esencia. Es una sabia decisión. Y un mensaje claro a todos aquellos nacionalistas -lo mismo me da que sean de viejo o de nuevo cuño, de nación o nacionalidad- que hubieran deseado que la Constitución amparara reivindicaciones de ‘pueblos sin Estado’. O, como en el caso de los nacionalistas vascos, de ‘el pueblo por encima de los ciudadanos'» (7). Dejando aparte las deformaciones que esta eurodiputada hace de otras posiciones, lo que queda patente es la satisfacción de quienes se identifican con el nacionalismo de los Estados actuales ante la redacción final conseguida tanto del preámbulo como del artículo I.5.

El trato discriminatorio de los derechos de los pueblos cuyas identidades nacionales no coinciden con la oficial de los Estados no acaba en la negación del derecho a la autodeterminación y de la posibilidad de modificar las fronteras actuales. Se extiende incluso a negarles la configuración de una institución a escala de la UE que vaya más allá de una función meramente consultiva y que, al menos, estuviera separada de otros ámbitos de representación, como el local. Así, se mantiene un Comité de las Regiones que, según declara el artículo 32.2, «estará compuesto por representantes de los entes regionales y locales que sean titulares de un mandato electoral de un ente regional o local, o que ostenten responsabilidad política ante una asamblea elegida». Las funciones de ese órgano consultivo están determinadas en los artículos III.386 a III.388 y se limitan a la posibilidad de ser consultado por el Parlamento Europeo, el Consejo de Ministros o la Comisión, en relación sobre todo a aquellos casos que afecten a la cooperación transfronteriza, mediante la emisión de dictámenes sin ningún carácter vinculante, aunque también se admite que los haga «cuando estime que hay intereses regionales específicos en juego».

En resumen, demasiado poco es lo que se ofrece no sólo en relación con lo que puedan pedir formaciones políticas nacionalistas sino también con lo que ha solicitado la propia Eurocámara, ya que, como recuerda Vidal-Folch, el Informe Napolitano que fue aprobado en la misma «pedía para las regiones con competencia legislativa ‘un derecho de recurso’ a Luxemburgo de carácter individual (dada la diversidad del Comité de las Regiones) y un compromiso de los Estados de defender judicialmente a sus regiones que resultaren ‘afectadas en sus prerrogativas por un acto comunitario’. Y más lejos aún de la idea del eurodiputado francés Alain Lamassoure de crear un estatuto de ‘regiones asociadas de la Unión’, que se beneficiarían de un derecho de consulta, representación en el Comité y capacidad de recurrir individualmente ante el Tribunal» (8).

Queda, por supuesto, la vía de la presión de esas «regiones con competencia legislativa» sobre los respectivos gobiernos de los Estados de los que forman parte para conseguir una mayor participación en las reuniones del Consejo de Ministros de la Unión y otras fórmulas de colaboración con ellos, siguiendo los «modelos» belga y alemán (9); pero es evidente que, dado el blindaje que el proyecto de Constitución establece, hay un techo claramente establecido que impediría ir más allá de una condición de subalternidad dentro del Estado compuesto del que se forme parte. Nos encontraríamos así con que la estructura de oportunidad política que se ha ido abriendo a escala de la UE para las «naciones sin Estado» se vería prácticamente cerrada, sobre todo si recordamos que, en el caso de que se apruebe el actual proyecto de Constitución Europea, cualquier reforma futura de la misma requerirá, según el artículo IV.443 la unanimidad de todos los gobiernos de los Estados miembros.

Para completar la descripción de lo que en el proyecto de Constitución europea tiene que ver con el tema que nos ocupa, parece necesario indicar que hay un artículo, el I.60, que reconoce y regula la «retirada voluntaria de la Unión» por parte de un Estado miembro, es decir, el derecho de secesión. Algunos nacionalistas han planteado que a continuación de ese artículo podría incluirse otro en el que se reconociera y se regulara el derecho de secesión dentro de los Estados miembros; pero es evidente que esta puerta se encuentra también jurídicamente cerrada debido precisamente a lo mencionado en el artículo I.5.1

De todo este análisis se desprende que también en el hecho de no reconocer con todas sus consecuencias la realidad plurinacional (por no hablar de la exclusión de las lenguas de las naciones sin Estado dentro de la UE) se puede anticipar que el proyecto de Constitución Europea va a encontrarse con un déficit de legitimidad grave en las poblaciones afectadas, con mayor razón si no se convoca referéndum sobre el mismo o si, en el caso de que se celebre, hay un alto índice de rechazo en su ámbito territorial concreto. Ese déficit de legitimidad se va a sumar además al existente ya en otros planos y que se conoce como «déficit democrático», derivado tanto del que arrastra desde su fundación la UE y que se ha incrementado en los últimos tiempos (debido a lo que Schmitter define como «complejo, remoto y tecnocrático proceso de toma de decisiones» (10)) como del que resulta del proceso de elaboración y aprobación del proyecto mismo.

 

* Este artículo es una versión actualizada del que aparece bajo el mismo título en el libro La ilusión constitucional, coordinado por X. Pedrol y G. Pisarello, editado por El viejo topo.

 

NOTAS

  1. Para una reinterpretación sintética de esta historia me remito a Werner Bonefeld, «European integration: the market, the political and class», Capital and Class, nº 77, verano 2002. Para una valoración de la ampliación hacia el Este se puede consultar el artículo de Catherine Samary, «La ‘nueva Europa’ aspira a ‘otra Europa'», Viento Sur, nº 71, noviembre 2003
  2. En el sentido al que se refiere Claus Offe: «En conjunto, podemos hablar de una separación entre la capacidad de actuación y el mandato para actuar. Mientras que la capacidad está ya en las instituciones europeas, el mandato corresponde todavía a los gobiernos nacionales» («Democracia y Estado del Bienestar: un régimen europeo bajo la tensión de la integración europea», Zona Abierta, nº 92-93, 2000)
  3. Me remito a varios trabajos publicados en el libro coordinado por Francisco Letamendía: Nacionalidades y Regiones en la Unión Europea, Fundamentos, Madrid, 1999; también, Argimiro Rojo, La exigencia de participación regional en la Unión Europea, BOE-Centro de Estudios Constitucionales, Madrid, 1996, y Desiderio Fernández Manjón, Proyección internacional de la diversidad territorial, Instituto Vasco de Administración Pública, Oñati, 2003
  4. «La Unión Europea y la cooperación interregional», en Francisco Letamendía, op. cit.
  5. Como acertadamente critica Paul Alliés, miembro del Comité Director del Partido Socialista Francés, «por primera vez en la historia se constitucionaliza la independencia absoluta de un Banco Central. Nadie puede sancionarle ni controlarle. En cambio, tiene un poder unilateral de imponer su política a los Estados, reducir los impuestos, reducir la indemnización por desempleo. Y con un poder de sanción fuerte: actuar sobre los tipos de interés» («Le projet de Constitution Giscard ou la dictature bienveillante», Contretemps, nº 9, febrero 2004)
  6. Así se interpretó desde distintas fuerzas políticas y medios; por ej., Gerardo Galeote, del PP («Constitución europea: sí, pero», El País, 19 de junio de 2003), Rosa Díez («Unidos por los derechos», Ideas Progresistas para el Futuro de Europa. En defensa de la Constitución Europea, Convención Europea, nº 3, Debates Europeos,15 de marzo de 2004) y Xavier Vidal-Folch («La Constitución Europea. Norma legal, política real e impacto de la guerra de Irak», Claves de razón práctica, nº 135, septiembre 2003); éste último comenta que «a instancia española se ha incorporado el principio de ‘integridad territorial’ de los Estados miembros, en evidente trasunto de la problemática vasca y en sentido contrario a la autodeterminación. Curiosamente, se llegó a ello tras desecharse el principio de la ‘intangibilidad de las fronteras’, que hubiera impedido una futura solución española para Gibraltar». Véase también sobre este tema el comentario de Pedro Cruz Villalón en «Las autonomías regionales en el proyecto de Tratado-Constitución para Europa» (La Constitución inédita, Trotta, 2004), en donde critica la similitud de la fórmula que se emplea en el proyecto con el artículo 8 de la Constitución española. No creo que haga falta insistir en la actualidad de esta problemática a la luz del debate que suscita la reciente aprobación por el parlamento vasco del «Plan Ibarretxe», pese a la voluntad del PNV de hacerlo compatible con el proyecto de Constitución Europea y a su llamamiento a votar sí en el referéndum del 20 de febrero.
  7. Artículo citado.
  8. Artículo citado.
  9. Para un comentario detallado de las reformas belga y alemana me remito al libro de Argimiro Rojo antes citado.
  10. Philippe C. Schmitter, «Democracy in Europe and Europe’s Democratization», Journal of Democracy, Vol. 14, nº 4, octubre 2003