El Tratado recientemente firmado en Roma, que entrará en vigor el próximo año, y que se nos ofrece como Constitución a ratificar, muestra, de entrada, algunos aspectos que se sitúan entre la contradicción y la banalidad. Lo defienden banqueros, empresarios, por un lado, y sindicatos, por otro, como si algún extraño duende los hubiera unido. […]
El Tratado recientemente firmado en Roma, que entrará en vigor el próximo año, y que se nos ofrece como Constitución a ratificar, muestra, de entrada, algunos aspectos que se sitúan entre la contradicción y la banalidad. Lo defienden banqueros, empresarios, por un lado, y sindicatos, por otro, como si algún extraño duende los hubiera unido. O se incita desde el gobierno a que se vote con los ojos cerrados, dado lo complicado del texto. O el texto es tan desgarbado y se divide tan tajantemente en dos parte que es difícil saber a cuál de ellas hay que atenerse. Porque la primera es una declaración poco comprometida de buenas intenciones, semejante a las alocuciones del Papa. Y la segunda es la repetición de los intereses de una Europa que en sucesivos acuerdos no ha hecho sino diseñar una economía capitalista sin contrapartidas y una supeditación clara de lo político a lo económico.
Se nos entrega, por tanto, un puzzle lejano a la gente, oscuro, incluso para el ilustrado, y muy propio del «coto cerrado» que es Europa. ¿Qué se pide, entonces, que se vote? Salvo la sumisión a lo existente, el resto es misterio.
En un paso más, y con la intención de argumentar a favor de mi «no», habría que distinguir, en ese rechazo, dos niveles. Uno atañe a la forma y el otro al contenido. Respecto a la forma, el Tratado es fruto de una Convención formada por 105 personas en poco tiempo y que ha puesto en orden los papeles que desde hace décadas tenían. Aunque hubieran sido miles los participantes, la carencia democrática (lo reconocen hasta los más firmes partidarios del Tratado) es inmensa. Nada de Asamblea Constituyente o consulta a los diversos pueblos -eso, pueblos- de Europa. Y nada de discusión, transparencia y ‘fair play’, con argumentos y contraargumentos.
Añádase a esta objeción formal el acuerdo según el cual tienen que ser los 25 los que, unánimemente, puedan derogar puntos esenciales del Tratado. En este sentido y con el caballo de Troya inglés dentro, estemos seguros que difícilmente podrá haber política de paz o independencia en política exterior. Y para finalizar el capítulo de agravios al ciudadano, la Europa actual está en manos de los políticos más reaccionarios del continente. Son estos los que han confeccionado la obra y ahora nos piden que asintamos.
Pasemos al contenido. Sólo algún ejemplo para hacer patentes sus defectos. Las fronteras actuales serían intocables. ¿De dónde tal divinización de los Estados cuando el camino que habría que recorrer es el inverso? La ciudadanía europea se adquiere exclusivamente a través de tales Estado. ¿Por qué no lograrla directamente? Añadamos a lo anterior que la decisiva inmigración se mira poco y con desdén. Y existe desproporción entre el mimo que merece el mercado (y todo lo que esto conlleva, como es, por ejemplo, la supremacía, a modo de Ser Supremo, del Banco Central) y el medio ambiente, la protección social, los servicios y un largo etcétera que son los parientes pobres de esta boda. Podríamos seguir por este camino pero sirva lo dicho como ejemplo.
Sólo dos palabras más para acabar. Si alguna duda podría albergarse a favor del «sí», la desmedida participación de algunos amantes del «pesebre» a favor de tal «sí», le hace mirar a uno para otro lado, incluso con vergüenza ajena. Porque una cosa son argumentos serios, que seguro que también los hay, y otra, la mera propaganda. Y un dato concreto: cuando se habla de la dignidad humana (pocas palabras habrán sido más manoseadas y sometidas al reino del tópico que la de «dignidad») se deslizan tales dislates en lo que se refiere a la biología que no los cometería ni un estudiante de primero de carrera. Lo que se dice de la eugenesia y la clonación es antiguo, desenfocado e, incluso, erróneo.
Estoy seguro de que los de espíritu pragmático, respetables como somos los del «no», votarán a favor. Otros creemos que un paso atrás y carrerilla sería bueno para avanzar más y mejor. O que las ideas son semillas capaces de dar el fruto de una Europa distinta, la que se hace como un cuerpo vivo en el que cada uno de los ciudadanos tiene, de verdad, su voz. Por eso y por otra Europa: no.