La Unión Europea ha aprobado un enorme plan de rearme militar de ochocientos mil millones de euros, sin debate ni aval parlamentarios. Paralelamente, se ha involucrado la OTAN, con el incremento mínimo desde el 2% del PIB, aprobado en 2014, hasta el 3,5%, aunque Trump ya reclama el 5%.
El Reino Unido y Francia, las únicas potencias nucleares europeas (aparte de Rusia) y de tradición colonialista, aspiran a dirigir este proceso belicista. De ese liderazgo, bajo dependencia estadounidense, no se quiere descolgar el otro coloso económico, Alemania, que ha aprobado con el voto democristiano, socialdemócrata y verde -antes de la constitución del nuevo parlamento en el que podrían no conseguir los dos tercios imprescindibles-, otro medio billón de euros, para su plan particular de rearme militar y reestructuración económica.
La carrera armamentística en Europa se pone en marcha o, más bien, se acelera, con una orientación común a la estadounidense, funcional para los objetivos compartidos de hegemonía occidental a nivel mundial. Mientras tanto, la guerra en Ucrania se está terminando y en Palestina y Oriente Próximo se guarda un consenso ante el genocidio, la limpieza étnica y la colonización por el Gobierno prooccidental israelí.
El problema de fondo es el sentido del rearme militar, la debilidad de su justificación, aunque hay un gran consenso político y mediático. El dilema es en qué grado de subordinación o reequilibrio de poder se coloca Europa, según los planes trumpistas y los forcejeos europeos. No se trata solo de la Unión Europea, sino que en este ámbito de defensa tiene un papel relevante el Reino Unido, aunque también Turquía -Oriente Próximo- y Noruega -Ártico- en el marco de la OTAN o de la alianza occidental (y oriental, hasta el Asia-Pacífico). Supone un difícil reajuste de la cobertura institucional.
Sin autonomía estratégica y con menos seguridad
Aparecen cuestionados los dos grandes argumentos y objetivos para el rearme europeo. El primero, esa militarización urgente no facilita la autonomía estratégica europea respecto del poderío militar estadounidense y su complejo militar industrial, del que dependen dos tercios de sus armas y su adquisición inmediata. Hasta medio plazo, al menos una década, no hay capacidad industrial y tecnológica para garantizar esa autonomía militar respecto de EEUU. O sea, las élites dirigentes europeas no se replantean la salida de la OTAN ni la insubordinación jerárquica del mando militar estadounidense. Tampoco hay suficientes motivos políticos en los gobiernos europeos para romper la alianza atlántica, ni siquiera para formar un ejército autónomo o un brazo europeo en la OTAN.
Por otra parte, está clara la existencia del suficiente gasto militar europeo, superior al de Rusia, para demostrar capacidad disuasoria, incluso nuclear. El rearme europeo tampoco sirve para mejorar su competencia económica y tecnológica, a la que aspiraba el plan Draghi, precisamente del mismo importe, y hoy sustituido en gran parte por éste que prioriza el gasto militar… con la compra a EEUU de lo fundamental y sin innovación tecnológica.
Por tanto, la declamada autonomía estratégica europea no va en serio. Las élites dirigentes extreman la amenaza rusa y el desamparo estadounidense para negociar una recolocación menos desfavorable en la alianza occidental, imprimir una dinámica prepotente, frenar la trayectoria democrática y social europea, así como intentar legitimarse ante su fiasco político y doctrinal. En todo caso, haciendo de la necesidad virtud, pretenden dar la apariencia de disminuir su dependencia de EEUU, pero sin romper con Trump y su modelo expansionista y autoritario.
En ese sentido, hay que recordar que la máxima expresión de la autonomía estratégica europea, derivada de la oposición franco-alemana y de la mayoría de las poblaciones europeas y española, fue frente a la intervención militar en Irak en 2003, precisamente por el trio de las Azores, el republicano Bush, el laborista Blair y el conservador Aznar, con el inicio de los grandes bulos de las armas de destrucción masiva. La posición mayoritaria en Europa tenía una amplia conciencia pacifista y se reforzó la autonomía europea frente a ese militarismo injustificado… y todavía dura hoy, actitud antibelicista que siguen combatiendo los poderosos.
Pero las administraciones estadounidenses no podían dejar pasar ese precedente y ya, con la involucración de la OTAN en Afganistán, disciplinaron a los gobiernos europeos, que tuvieron que participar y asumir el fracaso de aquella aventura.
Lo curioso es que ahora los dirigentes europeos defienden la autonomía estratégica para legitimar el rearme militar, de forma seguidista a la carrera armamentista estadounidense, y con una orientación más belicista que ellos ante la tregua impuesta en la guerra Ucrania/Rusia. Al mismo tiempo, Trump se plantea la readecuación estratégica en el Asia-Pacífico, frente a China, con la colaboración europea desde la subalternidad.
Desde la tradición cívica y pacifista europea, la oposición principal es al rearme militar, innecesario y contraproducente. Todavía más cuando hay un equilibrio de fuerzas, con la superior capacidad económica, militar, tecnológica y demográfica respecto de Rusia. No tiene sentido la justificación de la autonomía europea para armarse más. La dinámica belicista no garantiza la seguridad, sino que la pone más en peligro. Solo se puede explicar por el objetivo de las élites europeas de ampliar la supremacía mundial conjunta con EEUU, cosa que choca con el supuesto ideario europeo del derecho internacional, la prioridad del poder blando negociador, los derechos humanos y la autodeterminación de los pueblos y países. Es el modelo democrático y social convencional que se va desechando, por el influjo ultraderechista.
Ante los grandes dilemas geoestratégicos mundiales, sí que hay una alternativa para neutralizar el poder duro militarista en las relaciones internacionales y defender desde la tradición pacífica, social y democrática europea un orden mundial cooperativo y no belicista. La posición pacifista y crítica a los bloques militaristas se podría reafirmar con una trayectoria excluyente del poder duro ejercido a través de la guerra y la prepotencia imperial.
Pero el discurso actual de la autonomía estratégica europea va en sentido contrario, hacia más rearme y militarismo. Una involución histórica que desacredita a las élites dirigentes y que se podría agravar en la medida de que se ejerciese ese autoritarismo agresivo. El riesgo es el de mayor inseguridad mundial, más a medio plazo, con el refuerzo y el reequilibrio de poder de los imperios y con la posibilidad de una confrontación nuclear; además de no abordar los grandes problemas de seguridad vital de las poblaciones, como la desigualdad social, la desprotección y la crisis climática. Se afianzará la desafección hacia esas élites gobernantes que relativizan el contrato social, el Estado de bienestar, la democracia y la colaboración entre países.
El empate estratégico
El segundo objetivo del rearme queda bastante desautorizado por la propia realidad. La OTAN y Ucrania no han podido vencer a Rusia. Rusia no ha podido vencer a Ucrania, con el apoyo otanista, ni conseguir sus objetivos máximos. Ante el bloqueo de fuerzas y el agotamiento mutuo se impone el realismo, hay un empate estratégico, se acata la tregua y la pacificación, con las reticencias de los gobiernos europeos. Las responsabilidades se aplazan. El escenario del conflicto mundial se traslada -con el permiso de Oriente Próximo- hacia Asia-Pacífico, donde se ventila el hegemonismo estadounidense (y occidental).
Toda la estrategia otanista de tres décadas de contención y aislamiento de Rusia, tras el hundimiento soviético, con la reducción de su área de influencia y la última apuesta por su contundente derrota militar en Ucrania, no han terminado por fructificar totalmente. El resultado es cierto debilitamiento económico-político del régimen ruso, no decisivo, la destrucción de gran parte de Ucrania y su desastre humano, y los costes socioeconómicos, políticos y reputacionales para la propia Europa. Los gobiernos de EEUU y Rusia, con el beneplácito del de Ucrania y la OTAN, pactan una tregua con la colonización estadounidense de sus principales activos minerales, agrícolas y geoestratégicos y el control territorial ruso de la quinta parte rusófona.
Esa pacificación, más o menos duradera, aventura un nuevo equilibrio en el Este europeo, sin que sea verosímil una supuesta invasión rusa de Europa, ni la continuación de la guerra que preferirían algunos halcones europeos (y ucranianos), pero que no conviene ya a ninguna de las partes, casi exhaustas. Es un ejercicio de realismo de las dos superpotencias, con impotencia ucraniana y, especialmente, europea, que había sido seguidista hasta ahora con los planes belicistas estadounidenses y su retórica de la victoria total, y que aparecen subordinados al nuevo supremacismo trumpista y sin beneficios particulares de la guerra y de la paz.
En consecuencia, la amenaza de más guerra no es creíble, ni sirve de justificación para el rearme militar de Europa, cuya legitimidad no puede conseguirse ante la ciudadanía europea. Los objetivos inconfesables de la OTAN y, en particular, de su brazo europeo, se harán más evidentes en la medida que se consolide la tregua y, a pesar del gran aparato mediático, se diluya el enemigo ruso y el sinsentido del rearme militar. Se abrirá una oportunidad para la paz.
Antonio Antón. Sociólogo y politólogo.
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