La situación de los gitanos no ha hecho más que empeorar desde el fin de la Europa dividida. En los años noventa fueron las víctimas más vulnerables de las guerras de los Balcanes y ahora son la diana preferida de partidos xenófobos en el centro y el este del continente. El Consejo de Europa denunció […]
La situación de los gitanos no ha hecho más que empeorar desde el fin de la Europa dividida. En los años noventa fueron las víctimas más vulnerables de las guerras de los Balcanes y ahora son la diana preferida de partidos xenófobos en el centro y el este del continente. El Consejo de Europa denunció «el aumento de la intolerancia y la violencia» contra los gitanos después de una acumulación de agresiones en varios países el mes pasado.
Unos 600 simpatizantes del ultraderechista Partido de los Trabajadores asaltaron un barrio gitano de Litvínov, en el norte de la República Checa, entre aplausos de los vecinos. En Pecs (sur de Hungría), un matrimonio gitano murió por una granada lanzada al interior de su vivienda. En otro pueblo húngaro, Nagycsecs, unos desconocidos mataron a dos gitanos con fusiles de chatarra.
En Rumanía y Bulgaria, los miembros más jóvenes de la Unión Europea, los esfuerzos por integrarlos han caído en saco roto. «La economía búlgara estaba orientada en un 70% a la Unión Soviética. Después del cambio, costó mucho readaptar el mercado laboral. Sólo consiguieron dar el salto los mejor cualificados y los gitanos fueron los grandes perdedores», explica Ilona Tomova, de la Academia Búlgara de Ciencias. En estos dos países, los gitanos están hoy mucho peor que en los últimos años del comunismo. En Bulgaria, menos de la mitad vivía en guetos y ahora son el 78%, explica Tomova. Georghe Radulescu, coordinador de la asociación gitana Sastipen en Bucarest, señala que sólo el 18% de los gitanos rumanos tiene formación escolar. En los años ochenta, eran el 26%.
Sajarna Fabrika (la fábrica de azúcar) es un barrio humilde al noroeste de Sofía, y tiene un gueto gitano de tamaño mediano, con unas mil personas. Un BMW gris metalizado entra en el gueto y aparca junto a la chabola que sus habitantes conocen como el casino, porque alberga una colección de tragaperras. Estos gitanos son ahora ciudadanos europeos, pero para ellos no ha cambiado nada y viven en condiciones infrahumanas.
Los búlgaros de Sajarna Fabrika pasean con parsimonia entre los edificios grises de una docena de plantas, hacen sus compras y toman café en las inmediaciones de una fábrica de azúcar belga abandonada. Un cine cerrado conserva de la guerra un letrero en alemán que promete «historias criminales y de fantasmas». En el gueto, en cambio, los gitanos trajinan arriba y abajo en un llamativo ajetreo. El contacto entre gitanos y búlgaros es nulo. «Tengo un nieto de cinco años y no le dejo salir a la calle, porque delante tenemos una casa de gitanos que venden drogas, ahí en la primera planta», dice Petra, una vecina de 73 años. La casa en cuestión es, en efecto, fantasmal. Puertas y ventanas están abiertas y chirrían. No hay nadie en el interior.
No sólo el cine, la supuesta casa drogadicta y la fábrica están abandonados. La escuela primaria Gavril Katzarov es un depósito de pupitres polvorientos. Dedicada al padre de la arqueología búlgara, esta escuela «no está exactamente cerrada, sino cambiada de sitio», explica Plamen Traikov, un profesor de historia y literatura que fue su último director. Cuando se impartieron aquí las últimas clases, había 125 alumnos. Tuvo que cerrar en 2005 por un «descenso progresivo» de escolares.
Con el comunismo, los niños tenían que matricularse en el colegio de su barrio de residencia. Ahora, los padres pueden elegir. En Sajarna Fabrika, muchos búlgaros dejaron de matricular a sus hijos porque había gitanos y la escuela se volvió grande. «El Estado dice que financia la integración de los gitanos, pero es mentira», critica Traikov. A principio de curso, el centro tenía la costumbre de recoger entre los padres donaciones para la escuela. El maestro tuvo la idea de dedicarlas a las familias gitanas, para que matricularan a sus hijos. «Pero si se pasan el día hurgando en la basura en busca de papel y metal para reciclar, ganan más. Así que no venían, ni siquiera con mi subvención», explica.
Cuando se cerró esta escuela, el barrio vivía su momento más delicado. El arqueólogo Stanimir Kaloyánov murió de un golpe en la cabeza con un bloque de cemento en un café donde se celebraba una fiesta de fin de curso en mayo de 2005. Tenía 53 años. «Un gitano quiso entrar en el café pero no le dejaron, porque era una fiesta privada. Entonces, vinieron y asaltaron el local», cuenta Sneshinka Blagoeva, una vecina.
Desde entonces, persisten los recelos. El gueto sigue siendo un microcosmos aislado del resto del barrio donde sin embargo todo el mundo es bienvenido, incluso los periodistas, excepto si son búlgaros: «¿Y tú, qué vas a escribir? ¿Que somos unos vagos? ¡Porque yo no paro de trabajar!», dice Miklos en un buen italiano aprendido en dos años de trabajo en la construcción en Calabria. Muchos gitanos regresan ahora porque ya no hay trabajo en países como Italia y Grecia. Los próximos conflictos están a la vueltade la esquina.