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Una fórmula fracasada para la guerra mundial

De cómo el Imperio cambia de rostro pero no de naturaleza

Fuentes: TomDispatch.com

Traducido del inglés para Rebelión por Sinfo Fernández


Parecían una panda de gigantes vejestorios. Vestidos con un elegante atuendo informal -camisa, suéter y vaqueros- e inapropiados patucos azules de hospital, iban y venían por el «mundo», deteniéndose para acariciarse la barbilla y reflexionar sobre esta o aquella crisis potencial. Entre ellos estaba el General Martin Dempsey, el jefe de la Junta del Alto Estado Mayor, en camisa y vaqueros, sin medalla ni condecoración a la vista, con los brazos cruzados y la mirada fija. Tenía un pie plantado firmemente en Rusia, el otro parcialmente en Kazajstán y, sin embargo, el general no había salido de los agradables confines de Virginia.

Este año, en varias ocasiones, Dempsey, el resto de jefes militares y los comandantes en combate se han estado reuniendo en la Base del Cuerpo de Marina en Quantico para dirigir un futurista seminario académico de juegos de guerra acerca de las posibles necesidades del ejército en el año 2017. En el suelo, había allí un mapa gigante del mundo, mayor que una cancha de baloncesto, para que los gerifaltes del ejército pudieran arrastrar los pies alrededor del planeta -a condición que llevaran puestos esos patucos que impiden rozaduras-, mientras cavilaban en las «potenciales vulnerabilidades del ejército nacional de EEUU en futuros conflictos» (según le contó uno de los participantes al New York Times). Ver a esos generales con el mundo a sus pies era una imagen digna de las ambiciones militares de Washington, de su afición por las intervenciones en el extranjero y su desdén hacia las fronteras y la soberanía nacional (siempre que no fueran las suyas).

Un mundo más grande que una cancha de baloncesto

En semanas recientes, algunos de los posibles frutos de los «seminarios estratégicos» de Dempsey, las misiones militares alejadas de los confines de Quantico, han aparecido repetidamente en las noticias. Algunas enterradas en una historia, otras en los titulares, pero todas atestiguando la afición del Pentágono a trotar por el planeta.

Por ejemplo, en el mes de septiembre, el teniente general Robert L. Caslen, Jr., reveló que solo unos meses después de la retirada del ejército estadounidense de Iraq, se había desplegado ya allí una unidad de las Fuerzas de Operaciones Especiales con un papel asesor y que había negociaciones en marcha para que grandes cifras de soldados entrenaran a las fuerzas iraquíes en el futuro. Ese mismo mes, la administración Obama obtuvo la aprobación del Congreso para desviar fondos destinados a la ayuda al contraterrorismo en Pakistán a un nuevo proyecto por poderes en Libia. Según el New York Times, es muy probable que las Fuerzas de Operaciones Especiales de EEUU se desplieguen para crear y entrenar a una unidad de mando libia, compuesta por 500 efectivos, para que se enfrente a los grupos de militantes islámicos que cada vez tienen mayor poder como consecuencia de la revolución auspiciada allí por EEUU en 2011.

A primeros del pasado mes, el New York Times informaba que el ejército estadounidense había enviado secretamente una nueva fuerza a Jordania para que ayudara a las tropas locales a responder ante la guerra civil en la vecina Siria. Solo días después, ese documento reveló que los recientes esfuerzos estadounidenses para entrenar y ayudar a fuerzas que les sustituyan en la guerra contra la droga en Honduras estaban ya viniéndose abajo en medio de toda una espiral de preguntas sobre la muerte de inocentes, las violaciones del derecho internacional y las sospechas de abusos a los derechos humanos por parte de los aliados hondureños.

Poco después, el Times informaba de la deprimente noticia, aunque apenas sorprendente, de que el ejército por poderes que EEUU lleva más de una década levantando en Afganistán está, según los oficiales estadounidenses, «tan plagado de deserciones y con tan escasas tasas de alistamiento que cada año tienen que reemplazar a la tercera parte de todas su fuerzas». Hay rumores continuos acerca de una posible guerra por poderes financiada por EEUU en el norte de Mali, donde los islamistas vinculados a al-Qaida se han apoderado de franjas inmensas de territorio, otra consecuencia directa de la intervención del pasado año en Libia.

Y estas fueron tan solo las actuaciones en el exterior que alcanzaron a abrirse paso hasta las noticias. Muchas otras acciones militares de EEUU en el extranjero pasan en gran medida desapercibidas. Por ejemplo, hace varias semanas, personal estadounidense se desplegó silenciosamente en Burundi para realizar misiones de entrenamiento en esa pequeña nación interior tan desesperadamente pobre del África Oriental. Otro contingente de entrenadores de la fuerza aérea y del ejército de tierra de EEUU se dirigió hacia otra nación rodeada de tierra por todas partes e igual de pobre del África Occidente, Burkina Fasso, para instruir a sus fuerzas indígenas.

En Campo Arifjan, una base estadounidense en Kuwait, EEUU y las tropas locales se pusieron máscaras de gas y trajes de protección para llevar a cabo entrenamientos conjuntos de carácter químico, biológico, radiológico y nuclear. En Guatemala, 200 marines del Destacamento Martillo completaron un despliegue que duró meses para ayudar a las fuerzas navales del país y a las agencias de reforzamiento de la ley en los esfuerzos de la lucha contra la narcotráfico.

A través del planeta, en las inhóspitas selvas tropicales de las Filipinas, los marines se unieron a las tropas de elite filipinas a fin de entrenarlas para operaciones de combate en el entorno de la jungla y ayudar a potenciar sus habilidades como francotiradores. Los marines de ambas naciones también saltaron desde los aviones, lanzándose a unos 3.000 metros de altura sobre el archipiélago insular, en un esfuerzo para reforzar la «interoperabilidad» de sus fuerzas. Mientras tanto, en la nación del Sureste Asiático de Timor-Leste, los marines entrenaron a los guardias de la embajada y policía militar en «técnicas de sometimiento» paralizantes como el control del dolor y la manipulación de los puntos de presión, así como en la formación de los soldados para la guerra en la jungla, todo ello formando parte del Ejercicio Cocodrilo 2012.

La intención de los «seminarios estratégicos» de Dempsey es la de planificar el futuro, descubrir cómo responder adecuadamente a los acontecimientos que se produzcan en rincones remotos del planeta. Mientras, en el mundo real, las fuerzas estadounidenses están poniendo regularmente alfileres preventivos en ese mapa gigante, desde África a Asia, Latinoamérica y el Oriente Medio. En la superficie, todo eso aparece como algo racional que tiene que ver con el compromiso global, las misiones de entrenamiento y las operaciones conjuntas. Y los planes de Dempsey se disfrazan de planteamiento sensato de pensar soluciones ante futuras amenazas a la seguridad nacional.

Pero cuando te pones a considerar cómo actúa realmente el Pentágono, ese juego bélico tiene indudablemente la cualidad de lo absurdo. Después de todo, resulta que las amenazas globales llegan en todos los tamaños imaginables, desde movimientos islamistas marginales en África a las bandas mexicanas del narcotráfico. Cómo pueden verdaderamente amenazar a la «seguridad nacional» de EEUU es algo que a menudo no está claro, más allá de lo que digan algunos de los asesores o generales de la Casa Blanca. Y cualquier alternativa que surja en esos seminario de Quantico, cualquier posible respuesta «sensata» se convierte invariablemente en enviar marines o a los SEALs, o aviones no tripulados, o algunos títeres locales. La verdad es que no hay necesidad alguna de pasarse todo un día arrastrando los pies con patucos azules por un mapa gigante para comprender todo lo anterior.

De una forma u otra, el ejército estadounidense está ahora involucrado con la mayoría de las naciones de la Tierra. Podemos encontrar a sus soldados, comandos, entrenadores, constructores de bases, yoqueis de aviones no tripulados, espías y traficantes de armas, así como sus mercenarios asociados y contratistas corporativos por todo el planeta. El sol no se pone nunca sobre las tropas estadounidenses que dirigen operaciones, entrenan aliados, arman apoderados, adiestran a su propio personal, compran nuevo armamento y equipamiento, desarrollan recientes doctrinas poniendo en marcha tácticas nuevas y perfeccionan sus artes marciales. EEUU tiene submarinos acechando por las profundidades marinas y portaviones de traslado de tropas atravesando los mares y océanos, aviones de guerra no tripulados realizando constantes misiones y aviación teledirigida patrullando los cielos, mientras, por encima de todos ellos, un círculo de satélites-espía controla tanto a amigos como a enemigos.

Desde 2001, el ejército estadounidense ha lanzado todo cuanto tenía en su arsenal, además de armas nucleares, incluyendo incontables miles de millones de dólares en armamento, tecnología, sobornos, lo que sea, contra una serie notablemente débil de enemigos -grupos relativamente pequeños de combatientes mal armados en naciones empobrecidas como Iraq, Afganistán, Somalia y Yemen-, sin derrotar de forma decisiva a ninguno de ellos. Con sus bolsillos profundos y su largo alcance, su tecnología y su perspicacia para la formación, así como el devastador potencial destructivo a su mando, el ejército estadounidense debería tener el planeta bajo llave. Debería dominar el mundo sin discusión, como aquellos noveleros neoconservadores de los primeros años de Bush asumieron que ocurriría.

Sin embargo, tras más de una década de guerra, no ha hecho sino fracasar a la hora de eliminar a la desharrapada insurgencia afgana que cuenta con un limitado apoyo popular. Entrenó a una fuerza afgana indígena conocida desde hace mucho tiempo por su escaso rendimiento antes de que pasara a hacerse famosa por matar a sus entrenadores estadounidenses. Ha dilapidado años e innumerables decenas de millones de dólares de los contribuyentes persiguiendo a toda una variedad de clérigos alborotadores, a diversos «lugartenientes» de terroristas y a gran cantidad de militantes sin nombre pertenecientes a al-Qaida, en la mayoría de los casos en las tierras más alejadas del planeta. Sin embargo, en vez de acabar con esa organización y sus aspirantes, no parece sino haber facilitado su franquicia por todo el mundo.

Al mismo tiempo, ha conseguido que débiles fuerzas regionales, como los al-Shabaab de Somalia, aparezcan como amenazas transnacionales, dedicando después sus recursos a erradicarles para fracasar en tal tarea. Ha tirado millones de dólares en personal, equipamiento, ayuda, y recientemente incluso tropas, a la tarea de erradicar a traficantes de droga de bajo nivel (así como a los principales carteles de la droga), sin hincarle el diente al flujo de narcóticos hacia el norte, hacia las ciudades y suburbios estadounidenses.

Gasta miles de millones en inteligencia solo para encontrarse rutinariamente en la oscuridad. Destruyó el régimen de un dictador iraquí y ocupó su país, solo para llegar allí en un punto muerto en la lucha con unas insurgencias mal armadas y mal organizadas, para pasar después a ser manipulado por los aliados a los que habían puesto en el poder y expulsado sin contemplaciones del país (aunque ahora esté empezando a abrirse de nuevo camino hacia allí). Gasta incontables millones de dólares para entrenar y equipar a la elite de la Marina, los SEAL, para que se lancen armados hasta los dientes sobre pobres adversarios como los piratas somalíes, mal entrenados y apenas armados.

Cómo no cambiar en un mundo en cambio

Y eso no es ni la mitad.

El ejército de EEUU devora el dinero aunque entrega muy poco a cambio en cuanto a victorias. Su personal debe estar entre el más dotado y mejor entrenado del planeta, sus armas y tecnología son las más sofisticadas y avanzadas. Y en lo que se refiere a los presupuestos de defensa, supera de lejos a las siguientes principales naciones combinadas (la mayoría de las cuales, en cualquier caso, son aliadas), por no hablar de enemigos como los talibanes, los al-Shabaab, o al-Qaida en la Península Arábiga; pero en el mundo real de la guerra, resulta que todos ellos suman muy poco.

En un gobierno atestado de agencias habitualmente ridiculizadas por su despilfarro, ineficiencia y producir escasos resultados, su historial no tiene rival en cuanto a derroche y fracasos abyectos, aunque eso no parece desconcertar a casi nadie en Washington. Durante más de una década, el ejército estadounidense ha ido rebotando de una doctrina fracasada a la siguiente. Tuvimos el «ejército light» de Donald Rumsfeld, seguido de lo que podría denominarse como ejército pesado (aunque nunca recibió un nombre), que fue sustituido por las «operaciones de contrainsurgencia» del General David Petraeus (también conocidas por su acrónimo en inglés, COIN). La administración Obama, a su vez, ha echado mano de todo lo anterior en su apuesta por futuros triunfos militares: una combinación de «huella ligera» de operaciones especiales, aviones no tripulados, espías, soldados civiles, guerra cibernética y combatientes por poderes. Sin embargo, cualquiera que sea el método utilizado, hay algo que ha sido constante: los éxitos han sido fugaces, reveses ha habido muchos, frustración ha sido el nombre del juego y toda una serie de victorias MIA [siglas en inglés de «desaparecido en combate«].

Convencidos, sin embargo, de que encontrar la fórmula adecuada para aplicar la fuerza a nivel global es la clave del éxito, los militares estadounidenses están en la actualidad contando con ese nuevo plan de seis puntos. Puede que mañana se convierta en una mezcla diferente de guerras light. Pero en algún lugar del camino, se experimentará de nuevo con algo mucho más duro. Y si la historia sirve de algo, la contrainsurgencia, un concepto que fracasó en la guerra de EEUU en Vietnam y que volvió a resucitarse para volver a fracasar en Afganistán, volverá a ponerse de moda un día.

Debería ser obvio en todo lo anterior que la curva de aprendizaje es muy deficiente. Cualquier solución a los problemas de las guerras de EEUU requerirá indudablemente de una fundamental reevaluación del potencial militar y bélico a la que nadie está dispuesto en estos momentos en Washington. Va a ser necesario algo más que unos pocos días arrastrando los pies alrededor de un gran mapa en patucos de plástico.

Los políticos estadounidenses no se cansan nunca de ensalzar las virtudes del ejército estadounidense, que es ahora normalmente aclamado como «la fuerza de combate más excelente en la historia del mundo». Esta afirmación parece estar grotescamente en desacuerdo con la realidad. Aparte de los triunfos sobre islas diminutas, como la isla caribeña de Granada y la pequeña nación centroamericana de Panamá, el historial del ejército estadounidense desde la II Guerra Mundial no ha sido más que una letanía de decepciones: punto muerto en Corea, derrota absoluta en Vietnam, fracasos en Laos y Camboya, debacles en Líbano y Somalia, dos guerras contra Iraq (ambas acabando sin victoria), más de una década dando vueltas por Afganistán y suma y sigue.

Puede que sea algo parecido a la ley de rendimientos decrecientes. Cuanto más tiempo, esfuerzos y porciones del tesoro invierta EEUU en su ejército y en sus aventuras militares, más escasos serán los rendimientos. En este contexto, el impresionante poder destructivo de ese ejército no es algo anodino, al encargársele cosas que el ejército, en su concepción tradicional, quizá no pueda seguir haciendo.

Puede que el éxito no sea posible, cualesquiera que sean las circunstancias, en el mundo del siglo XXI y la victoria ni siquiera es una opción. En lugar de seguir dando vueltas para encontrar exactamente la fórmula adecuada o incluso reinventar la guerra, quizá el ejército estadounidense tenga que reinventarse a sí mismo y su raison d’être si es que quiere salir alguna vez de su largo ciclo de fracasos.

Pero no cuenten con ello.

En cambio, témanse que los políticos continuarán abundando en la alabanza, que el Congreso seguirá asegurando financiaciones a niveles que asombran la imaginación, que los presidentes continuarán aplicando una fuerza contundente a complejos problemas geopolíticos (aunque en formas ligeramente diferentes), que los traficantes de armas continuarán fabricando masivamente armas maravillosas que serán de todo menos eso y que el Pentágono seguirá con sus fracasos.

Tras las últimas series de descalabros, el ejército estadounidense se ha metido de cabeza en otro período transitorio -llámenlo el cambiante rostro del imperio-, pero no esperen cambios en armamento, tácticas, estrategias e incluso en una doctrina que consiga cambiar los resultados. Como dice el viejo adagio: que las cosas cambien para que todo siga igual.

Nick Turse es editor asociado de TomDispatch.com. Laureado periodista, sus trabajos se publican en Los Angeles Times, The Nation y, con regularidad, en TomDispatch. Es autor de varios libros, el más reciente de los cuales es The Changing Face of Empire: Special Ops, Drones, Spies, Proxy Fighters, Secret Bases, and Cyberwarfare (Haymarket Books). El presente artículo es la última parte de su serie acerca del cambiante rostro del imperio estadounidense, proyecto financiado por la Fundación Lannan. Pueden seguirle en Tumbrl.

Fuente: http://www.tomdispatch.com/blog/175609/