Se cumplieron 22 años del asesinato de 9 estudiantes y un profesor de La Cantuta. En ese marco, se conoció la denuncia de una intervención armada en Uchuy Sihuis, consumada recientemente por efectivos de la Base Militar de Huachocolpa. Los mismos métodos fascistas y similares engaños, como si no hubiese pasado el tiempo; y como […]
Se cumplieron 22 años del asesinato de 9 estudiantes y un profesor de La Cantuta. En ese marco, se conoció la denuncia de una intervención armada en Uchuy Sihuis, consumada recientemente por efectivos de la Base Militar de Huachocolpa. Los mismos métodos fascistas y similares engaños, como si no hubiese pasado el tiempo; y como si las hordas asesinas de ayer, siguieran en su salsa. Recordemos:
En la madrugada del sábado 18 de julio de 1992, treinta soldados, acompañados de varias personas premunidas de capuchas que les cubrían el rostro, ingresaron sorpresivamente a las instalaciones de la Universidad Nacional de Educación de La Cantuta. Divididos en varios grupos, los uniformados actuaron en simultáneo para lograr su objetivo.
Uno de los grupos armados se dirigió a la vivienda del profesor Hugo Muñoz Sánchez. El, fue extraído violentamente de su domicilio, pese a la dura resistencia de su esposa y otros familiares.
Otros dos, enrumbaron hacia los pabellones en los que dormían alumnos a los que obligaron a salir de sus habitaciones y tenderse en el piso. Era la 1.30 de la madrugada y el frío acechaba duramente el tenso ambiente creado.
Del internado de varones fueron retirados siete jóvenes: Armando Amaro Condor, Felipe Flores Chipana, Juan Mariños Figueroa, Luis Enrique Ortiz Perea, Heráclides Pablo Meza, Roberto Teodoro Espinoza y Marcelino Rosales Cárdenas; estudiantes de distintos programas de la UNE.
En el internado de mujeres fueron intervenidas Bertila Lozano Torres y Dora Oyague Fierro, esta última alumna del Programa de Educación Inicial de la institución formadora de Maestros.
Pocas horas más tarde tanto el profesor como los alumnos fueron brutalmente torturados y asesinados por sus secuestradores, identificados después como los integrantes del siniestro Grupo Colina. Aunque la noticia de la detención del profesor y los jóvenes, trascendió pronto, las autoridades negaron el hecho.
El 19 de julio el diario «La República», dio cuenta de la detención del catedrático y de nueve estudiantes de la UNE señalando que el suceso había ocurrido en el interior del campus universitario con el apoyo del destacamento del ejercito acantonado allí. No obstante, el gobierno guardó silencio. Negó en un inicio cualquier intervención militar en la institución, y sugirió «una probable incursión senderista» esa noche en los pabellones de la UNE.
Solo después, el 25 de agosto, el general Nicolas Hermoza Rios, Presidente del Comando Conjunto de las Fuerzas Armadas y Comandante General del Ejército proporcionó una versión fragmentada de los hechos. Aceptó algo que antes había negado: la intervención militar en la Universidad, alegando que ella se había producido «para dar protección a la comunidad docente y estudiantil». Aseguró, al mismo tiempo, que El Comando Conjunto de la Fuerza Armada no había dispuesto ninguna detención «ni tenía conocimiento que esta se haya efectuado por parte de efectivos de la Fuerza Armada».
Esta misma línea de declaración fue ratificada cuatro meses más tarde, el 4 de noviembre de 1992 por el mismo general, quien admitió que la incursión se había producido pero que en el operativo «no hubo detenidos». Aun así, esta versión fue contradicha en el mismo momento por el general Pablo Carmona Acha. Entonces Jefe de la II Región militar, quien aseguró a las autoridades judiciales que requirieron su declaración que «el 18 de julio no se realizó ningún operativo en la Universidad Nacional de Educación».
De este modo, los estudiantes y el profesor secuestrado pasaron a la calidad de «desaparecidos», situación que se mantuvo varios años bajo el régimen fujimorista con dos modificaciones sustantivas. La primera ocurrió en abril de 1993 cuando una estructura militar clandestina denominada COMACA hizo llegar al seno del Congreso Constituyente que funcionaba en ese entonces, un documento dando cuenta de lo que realmente había ocurrido.
En él se detallaba la forma en que miembros del ejército habían detenido el profesor y a los estudiantes acusándolos de haber sido los autores del atentado ocurrido 48 horas antes de los sucesos de La Cantuta, en la calle Tarata en Miraflores.
Henry Pease, el parlamentario que recibió el documento, lo puso en conocimiento de la Mesa Directiva del Congreso solicitando una investigación de los hechos. Ella se refería al asesor presidencial en materia de inteligencia, Vladimiro Montesinos Torres, al general Juan Rivero Lazo, Jefe de la Dirección de Inteligencia del Ejercito, la DINTE, y al general Luis Pérez Documet, entonces Jefe de la Dirección General de las Fuerzas Especiales, la DIFE.
Pese a la resistencia del oficialismo, fue posible integrar una Comisión Investigadora de los hechos, la misma que fue presidida por el congresista Roger Cáceres.
La lucha por esclarecer el horrendo crimen, fue extremadamente difícil. El oficialismo negó tercamente los hechos. Arguyó incluso que se había tratado de una «operación fraguada» por elementos terroristas interesados en desprestigiar al gobierno. Y la congresista Martha Chávez se atrevió a sostener que los afectados habían desaparecido por su propia voluntad para incorporarse activamente a la acción terrorista.
Ante el Congreso de la República, y en las escalinatas del Palacio Legislativo, el general Hermoza Rios, respaldado por una sorpresiva movilización de tanques se atrevió a asegurar que «un pequeño grupo de congresistas opuestos al gobierno han montado una campaña de desprestigio y agravio al ejército peruano socavando la confianza que la nación y el pueblo han depositado en él«. «Se ha llegado – dijo también- al despropósito de dar nombres de oficiales a sabiendas que los colocan como blancos de las balas asesinas…».
Así, con los tanques, la fuerza y el cinismo, el máximo jerarca de la institución castrense hizo gala de su decisión de proteger a cualquier precio a los autores de ese alevoso crimen.
Como la impunidad no puede ser eterna, finalmente fue posible deslindar los hechos. Incluso, con la ayuda de valerosos periodistas como Edmundo Cruz, y José Arrieta, fue posible ubicar los cuerpos enterrados de las víctimas, exhumarlas y comprobar su identidad. Fue esa la segunda modificación sustantiva en la línea del proceso. También fue posible descubrir el nombre de los asesinos liderados por el entonces capitán Santiago Martin Rivas.
El gobierno no pudo seguir negando los hechos y debió rendirse ante la evidencia. Optó, sin embargo, por fraguar un juicio en el fuero castrense. En él dictó una sentencia que luego burló abiertamente otorgando a los condenados una amnistía que borró sus responsabilidades penales.. La valentía de congresistas como Gloria Helfer, y Roger Cáceres; y también la infatigable lucha de los familiares de las víctimas así como la campaña del diario «La República»; hicieron luz en el tema.
Hoy, los autores del crimen están privados de su libertad aunque sus condiciones de reclusión son materia de sospecha. Valdría la pena que se inquiera en torno al tema.
Más allá de eso, sin embargo, está el penoso caso ocurrido el pasado 23 de mayo en el distrito de Tintay Punco, en la provincia de Tayacaja, región Huancavelica. Allí, como en La Cantuta, incursionó un destacamento armado «a la caza de subversivos». La brutalidad y la tortura se enseñorearon otra vez en los andes, como en los viejos tiempos Y como en ellos, la jerarquía militar dio cuenta de los hechos hablando de un «enfrentamiento armado con huestes senderistas» y ocultando lo que fue: un alevoso crimen contra una población indefensa. Aunque ha sido relevado el Jefe del Comando Especial del VRAE, general Leonardo Longa, la indagación tan sólo ha comenzado. Veremos cómo acaba.
Gustavo Espinoza M. Colectivo de Dirección de Nuestra Bandera
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