La vida en Lesbos es como un círculo que nunca termina. Cada día zarpan 2.500 refugiados hacia Atenas pero, durante la misma jornada, son innumerables los que llegan. No es difícil saber dónde van a desembarcar los botes que, diariamente, llegan al norte de Lesbos con decenas de refugiados procedentes de Turquía. Basta con seguir […]
La vida en Lesbos es como un círculo que nunca termina. Cada día zarpan 2.500 refugiados hacia Atenas pero, durante la misma jornada, son innumerables los que llegan.
No es difícil saber dónde van a desembarcar los botes que, diariamente, llegan al norte de Lesbos con decenas de refugiados procedentes de Turquía. Basta con seguir el rastro anaranjado de los chalecos salvavidas agrupados en paquetes y los restos negros de las zodiacs que se pinchan nada más pisar tierra. Mohamed Ali acaba de llegar en uno de ellos. Mira al cielo, se abraza a sus compañeros y da las gracias a los voluntarios que les esperan con botellas de agua y fruta. En la embarcación, unas 40 personas. Han tardado una hora en realizar el trayecto y, de media, se han dejado 1.200 euros solo en siete kilómetros a través del mar. Dicen, cuando recuperan la calma, que son sirios. En un descuido, uno de los menores que viaja en el barco reconoce que vienen de Irak. Una hora después un autobús llega para recogerles. Hoy han tenido suerte. Es martes y, a lo largo de la mañana, apenas ha llegado una decena de barcas. Es el número más bajo de toda la semana, lo que les permite ocupar sin problemas un hueco en el autobús de camino a Mytiline, la capital. Durante todo el verano la falta de transporte ha sido un problema y muchos asilados han tenido que recorrer a pie 70 kilómetros hasta los campos donde deben registrarse.
Mytiline está saturada. Y eso que las medidas para agilizar el traslado de refugiados a Atenas (más funcionarios para tomarles los datos y barcos extra para el traslado) han tenido efecto. Hace dos semanas, la población de este municipio de 28.000 habitantes se había duplicado. Ahora el porcentaje se ha reducido, pero los exiliados siguen llegando a cientos. «No voy a dar marcha atrás», es la consigna que repiten todos. Saben que, por delante, tienen un largo y penoso camino que puede terminar abruptamente en Hungría. Pero han tomado la decisión y no tienen otra opción que sumarse a esa línea recta de personas que caminan hacia Europa. «Alemania, Alemania. Queremos una vida mejor», dice Nur Rahman, afgano de 23 años, mientras carga su teléfono móvil en la parte trasera de una caseta electoral del KKE, el Partido Comunista Griego. El sol es severo y sombras como la del pequeño kiosko son bienes codiciados.
El proceso al llegar a Lesbos es relativamente sencillo, aunque implica que los refugiados pasen la mayor parte del tiempo formando cola. Primero, en el campo donde se les registra. Hay dos opciones: o el campamento «de los sirios», con mejores infraestructuras, o el de Moria, donde se dirgie a todos los demás. Iraquíes, afganos, pakistaníes, somalíes… Un micromundo de lugares castigados por la guerra, la pobreza o ambas a la vez del que todos quieren escapar. Ese es, sin embargo, el único lugar donde los funcionarios del Estado heleno expeden los papeles que los acreditan como migrantes. El salvoconducto para tomar el ferry que les trasladará a Atenas. A partir de ahí comienza el viaje terrestre.
La segunda larga fila llega en el momento de lograr un billete en la siempre saturada embarcación. Cada día zarpa un ferry con 2.500 plazas a las 20.00 horas. Sin embargo, la gran afluencia ha provocado que se añada un barco extra. Los refugiados pagan, sin excepción, 60 euros por cada plaza. «Por suerte yo tengo dinero pero, ¿qué ocurre con quien no puede pagarlo?», se pregunta Mohamed, damasquino de 29 años que deambula por el centro de Mytiline buscando un hotel. Tiene «cash» y prefiere la cama a una tienda de campaña en el puerto o un hueco en el campo. No es el único. En pequeñas bolsas impermeables atadas al cuello, los refugiados protegen en el trayecto en bote sus bienes más preciados: dinero, papeles y el móvil para llamar a casa. Al final Mohamed terminará desistiendo porque, o bien hay hoteles que no aceptan asilados o bien lograr un hueco es misión imposible. En ese momento tendrá que decidir si regresa al campo o se acopla en una tienda de campaña en los alrededores del puerto. Los kioskeros han encontrado una veta de negocio y las venden a 40 euros la unidad. Junto al ferry, dos chavales ofrecen esterillas y sandalias por 5 euros. En un restaurante, si consumes un sandwich puedes cargar el móvil gratis. Si no, tienes que pagar.
Hungría es uno de los temas de conversación más frecuentes en las largas horas de espera. Habitualmente, cada refugiado tiene que esperar entre dos y tres días para poder embarcar, ya que las plazas se agotan rápidamente. Mientras tanto, unos a otros se dan ánimos y comentan las noticias que llegan desde Europa. «La ONU debería obligar a Hungría a abrir su frontera», dice Muhamad, originario de Afganistán. «Hungría es un problema», afirma Ibrahim, recién llegado a Moria, el campo de los «no sirios» y donde la fila, que cada uno guarda con su mochila, es vigilada por antidisturbios. «Aquí no hay comida, ni agua, ni entiendo por qué nos diferencian de los sirios», asegura, enfadado.
La vida en Lesbos es como un círculo que nunca termina. Cada día zarpan 2.500 refugiados hacia Atenas pero, durante la misma jornada, son innumerables los que llegan. Esto ha modificado las rutinas de una isla dedicada al turismo y que seguirá siendo destino prioritario para miles de personas que no aguantan más la miseria y el horror en sus países de origen.
Fuente: http://www.lamarea.com/2015/09/18/de-la-zodiac-al-ferry-para-llegar-a-europa-a-traves-de-lesbos/