En su libro Pluralismo por defecto (1), el investigador de la Universidad de Toronto Lucan Way le da una interesante vuelta de campana al debate eterno sobre la democracia. Para Way, la supervivencia del pluralismo y las elecciones en democracias jóvenes tiene menos que ver con instituciones robustas, líderes con vocación republicana o partidos fuertes que con la debilidad de los actores autoritarios. Son los mismos factores que fragilizan las democracias –la crisis de las fuerzas políticas, las fracturas territoriales al interior de un mismo país y la ausencia de organizaciones civiles sólidas– los que crean una escena de atomización y empate que les impide a los líderes autocráticos reunir la fuerza necesaria para voltear al régimen democrático. No es que la democracia sea fuerte; es que los autócratas son débiles.
Aunque Way escribió su libro pensando en las nuevas democracias del espacio pos-soviético como Moldavia o Ucrania, la perspectiva resulta útil para pensar la evolución democrática de América Latina, en particular en países como Perú, Bolivia y, sorprendentemente, Brasil.
Detengámonos en Perú, que al cierre de este editorial vivía su enésima jornada de movilizaciones populares y represión gubernamental. Desde el fin del fujimorato, el país se encuentra inmerso en un remolino político-institucional del que no logra salir. Si en las primeras décadas la disfuncionalidad democrática se reflejaba en la impopularidad de los presidentes, que lograban terminar sus mandatos, pero no conseguían imponer un sucesor, en los últimos años la espiral se ha acelerado hasta alcanzar niveles weimarianos: cinco presidentes en cinco años y cuatro primeros ministros en los últimos seis meses.
Como en Twister, la película de 1996 en la que un grupo de “cazadores de tormentas” buscaban meterse en el ojo de un huracán para insertar allí un dispositivo volador que les proveyera información sobre la lógica de la tormenta, es necesario penetrar el vendaval peruano para comprender el origen de la crisis. Y hay que empezar por el modelo económico. Perú, se sabe, es la economía más dinámica de América Latina, un crecimiento que sin embargo se ha concentrado en unas pocas actividades (minería, sobre todo) y que no se ha visto reflejado en una mejora de los niveles de igualdad (sí de pobreza) ni en la construcción de servicios públicos decentes ni en nada que se parezca, así sea remotamente, a un Estado de Bienestar. Contra lo que muchas veces se piensa, el malestar social no suele ser resultado de la simple recesión económica –países sumidos en un estancamiento secular pueden mantenerse políticamente estables durante mucho tiempo–, sino de procesos de modernización mal gestionados, por ejemplo, porque no logran incluir en ellos a la mayoría de la sociedad, que es lo que sucede en Perú (y en cierta medida también en Chile).
La economía peruana es un capitalismo desnudo protagonizado por un mundo popular compuesto por millones de pequeños negocios, iniciativas familiares y emprendimientos individuales, todo un sector que, ante el fracaso del Estado y los déficits de los servicios públicos, se ha visto obligado a comprar en el mercado o autogestionar desde la salud y la educación al transporte y la seguridad (las rondas campesinas de las que proviene Pedro Castillo nacieron justamente como núcleos de autodefensa para enfrentar a la guerrilla de Sendero Luminoso en los 80). En una nota reciente (2), Pablo Stefanoni recurre al oxímoron de “burguesía popular” para pensar las tensiones de una economía inscripta en la globalización pero que conserva al mismo tiempo vínculos con el mundo social y étnico tradicional mediante diversas redes familiares y de compadrazgo. Este verdadero “capitalismo social de mercado”, por usar la fórmula que popularizó Carlos Menem, va desde las iniciativas en el comercio, la construcción y los servicios personales a actividades semi-legales como la minería artesanal o el cultivo de coca, todo sostenido en circuitos transfronterizos que datan de antes de la Colonia.
Las democracias latinoamericanas se encuentran amenazadas por la insatisfacción social, la intervención militar solapada y la proscripción.
Muchos analistas llaman la atención sobre la escena peruana, en la que la estabilidad económica se conjuga con la crisis política crónica. Como en Chile con el modelo de Pinochet y la Constitución de 1980, en Perú el diseño neoliberal fujimorista, estampado a fuego en la Constitución de 1993, sobrevive a los cambios de primer ministro, los conflictos entre poderes, las renuncias de presidentes. Y quizás, como en Chile, ahí esté el asunto. El presidente del Banco Central peruano, Julio Velarde, lleva 17 años en el cargo. ¿Cuál es la relación entre una autoridad monetaria que funciona como garantía intocable de continuidad neoliberal (por más crecimiento que haya generado) y un malestar social en ascenso? En una entrevista con Clarín en la que le preguntaron por los cambios políticos en su país (3), Velarde señaló: “Pasadas esas turbulencias, la gente del mercado, los inversionistas, decían: Bueno, no ha cambiado nada. Se fue un presidente y llegó otro, pero las reglas siguen siendo las mismas”. Quizás el problema sea justamente ese: que los presidentes pasan y “no ha cambiado nada”.
El segundo aspecto que ayuda a entender la crisis peruana es institucional. Como si hubiera sido diseñada por un jurista pasado de faso, la Constitución contempla dos “armas nucleares” (la vacancia presidencial y la disolución del Congreso) al alcance de la mano, medidas excepcionales que se integraron al juego político cotidiano y que, en combinación con una altísima fragmentación partidaria, crean una situación de veto cruzado Ejecutivo-Legislativo. Que ahora, además, se sobreimprime sobre una renacida fractura territorial, entre el “Perú profundo”, indígena-cholo y de tradición andina y campesina, y las elites limeñas, blancas o blanqueadas, profundamente urbanas, en una recreación a destiempo del viejo enfrentamiento Cuzco-Lima. A diferencia de Bolivia, donde en su mejor momento Evo Morales logró construir una hegemonía bastante amplia (en las elecciones presidenciales de 2009 obtuvo buenos resultados en los departamentos de la Media Luna), la victoria de Castillo, como antes la de Ollanta Humala, se limitó a un sector de la sociedad y del territorio nacional.
Entonces crece el malestar. Encuestas de alcance regional (4) muestran que Perú encabeza los rankings de rechazo a las instituciones de la democracia, a pesar de lo cual ésta sobrevive, como por inercia. Lo cual nos lleva, a su vez, a las nuevas amenazas.
Acostumbrados a pensar los quiebres democráticos de acuerdo con los moldes clásicos del siglo XX, con sus asonadas militares, sus fraudes y pinochetazos, haríamos bien en fijar la atención en otros peligros, más sutiles e intrincados. Uno de ellos es la relación entre poderes. El capítulo uno del manual del nuevo Presidente latinoamericano debería decir: un jefe de Estado puede permitirse todo menos que se forme una mayoría legislativa suficiente para iniciarle juicio político. Hasta hace algunos años excepcional, la posibilidad del impeachment se ha vuelto mucho más cercana como consecuencia de la judicialización de la política, la polarización ideológica y las fake news. La experiencia reciente de Brasil es clara: del escándalo del Lava Jato al juicio político contra Dilma, de ahí a la proscripción de Lula y finalmente al triunfo de Jair Bolsonaro. Aunque no se trató de un plan previamente diseñado por un comando único, y aunque no puede decirse que todo haya sido un mero artificio (las coimas del Lava Jato efectivamente existieron), la secuencia es bastante elocuente (como también lo es el desenlace inesperado con el regreso de Lula, lo que demuestra, una vez más, el error de caer en visiones políticas fatalistas).
En un libro pionero, el politólogo Aníbal Pérez Liñán había contabilizado cuatro casos de juicio político entre 1992 y 2004 (5), a los que podríamos sumar los ejemplos más recientes de Fernando Lugo, Dilma Rousseff, Pedro Pablo Kuczynski y Pedro Castillo. ¿Imposible en otros países? Quizás no tanto: recordemos que Elisa Carrió presentó un ruidoso pedido de juicio político contra Cristina Kirchner en 2013; que un grupo de diputados del PJ liderado por el titular del bloque, José Luis Gioja, propuso desplazar a Mauricio Macri de la Presidencia en 2017, y que la oposición pidió el juicio político contra Alberto Fernández el año pasado. Cabe preguntarse qué hubiera pasado si Cristina, Macri o Alberto no hubieran contado con “escudos legislativos” (el control de un tercio de las Cámaras) suficientes para bloquear los procesos. Porque, aunque es cierto que este tipo de iniciativas muchas veces se presentan sabiendo que no tienen chances de concretarse (o justamente por eso), también es verdad que la polarización ha roto puentes de convivencia que estuvieron tendidos durante años. Y que desenlaces que hasta hace poco parecían imposibles se vuelven cada vez más reales.
La otra amenaza son los militares. Evo Morales fue desplazado del poder luego de una crisis política que comenzó con denuncias infundadas de fraude electoral, continuó con un amotinamiento policial y concluyó con la “sugerencia” de las Fuerzas Armadas para que diera un paso al costado. Aunque el proceso fue complejo y no puede ser comprendido sin considerar las divisiones del MAS y la defección de los movimientos sociales, que hicieron poco por respaldar a su líder, lo cierto es que fueron los militares quienes le dieron a Evo el empujón final. Lo mismo en Perú, donde Pedro Castillo, luego de un confuso discurso televisivo en el que anunció la disolución del Congreso y la intervención de la Justicia, fue detenido… por su propia custodia. En Brasil, sólo la complicidad de la Policía Militar de Brasilia y de parte de las Fuerzas Armadas explica que una turba bolsonarista haya logrado ingresar tranquilamente a las sedes de los tres poderes del Estado en una cálida mañana de domingo. La semana pasada Lula despidió intempestivamente al jefe del Ejército argumentando que le había perdido la confianza.
Los modos actuales de intervención militar resultan menos claros que las escenas de tanques ingresando al palacio presidencial típicas del pasado, pero no menos cruciales. Y son en buena medida consecuencia de las mismas decisiones de los políticos democráticos, que ya no recurren a los militares cuando quieren interrumpir el orden constitucional pero que les otorgan a las Fuerzas Armadas nuevas funciones –en materia de seguridad ciudadana, inteligencia e incluso políticas sociales- para las cuales no están capacitadas, que atentan contra el profesionalismo y que, a la larga, redundan en un mayor poder, un protagonismo redivivo. La intervención que terminó en el derrocamiento de Evo Morales se produjo al final de un proceso de ampliación del rol de las Fuerzas Armadas, que durante el gobierno del MAS se encargaron de entregar bonos sociales, realizar obras de infraestructura o gestionar la aviación civil, y que al mismo tiempo resistieron los intentos de reformular su doctrina incorporando elementos nacionalistas y antiimperialistas, como el cambio del tradicional lema “¡Viva Bolivia!” por el castrista “Patria o muerte. ¡Venceremos!” (6).
Concluyamos.
En un marco de bajo crecimiento económico y con las heridas de la pandemia todavía abiertas, las democracias latinoamericanas se encuentran amenazadas por la insatisfacción social, la intervención militar solapada y la proscripción. A este tipo de reversión democrática, experimentada de diferentes maneras en Brasil, Bolivia, Paraguay y Perú, se suma otra, de naturaleza distinta: la que se produce a manos de un partido o un líder que llega al poder en elecciones limpias y, una vez allí, comienza a vaciar de sentido las instituciones, dañar el Estado de Derecho y debilitar –o directamente anular– los otros poderes. Menos claro que el anterior, en la medida en que resulta difícil establecer la frontera, el momento exacto en que una democracia deja de ser tal, este camino es el que siguen líderes populistas en países como Venezuela, El Salvador y Nicaragua (y también los i-liberalismos europeos de Hungría y Polonia o la experiencia reciente de Turquía, donde el espacio democrático se fue angostando hasta casi desaparecer).
En ambos casos, lo que se observa no es una usurpación del poder lisa y llana sino una estrategia progresiva y sutil, muy propia del siglo XXI. El desenlace no es inevitable, como demuestra la derrota de Donald Trump o el asalto a los tres poderes en Brasilia. Pero es posible, perfectamente posible. Si uno de los focos está puesto en los actores políticos anti-democráticos, aquellos que están dispuestos a hacer cualquier cosa por llegar al poder o permanecer en él, el otro, del que se habla menos, debería iluminar la sociedad, sumida en una crisis de representación incubada en años de frustración ciudadana, que es lo que al final del día explica que pueblos desesperados recurran a un Trump, un Bolsonaro o un Milei.
Notas:
1. Pluralism by Default: Weak Autocrats and the Rise of Competitive Politics, John Hopkins University Press, 2016
2. “Protestas, capitalismo popular y represión en Perú”, Fundación Carolina, www.fundacioncarolina.es/protestas-capitalismo-popular-y-represion-en-peru/
3. www.clarin.com/economia/-argentina-bajar-inflacion-exigira-ajustes-fuertes-beneficios-podran-ver-rapido-dice-julio-velarde-presidente-banco-central-peru_0_Nj7CKGELoO.html
4. https://cnnespanol.cnn.com/2021/10/08/latinobarometro-2021-uruguay-venezuela-apoyan-democracia-orix/
5. Juicio político al presidente y nueva inestabilidad política en América Latina, Fondo de Cultura Económica, 2009.
6. Fernando Molina, “Patria o muerte. Venceremos. El orden castrense de Evo Morales”, Nueva Sociedad, Nº 278, Buenos Aires, noviembre-diciembre de 2018.