La discusión relativa al proceso de Bolonia choca frontalmente con un obstáculo: pese a que sobran las razones para concluir que el proceso en cuestión arrastra demasiados elementos conflictivos, nuestros gobernantes han decidido que su aplicación es inexcusable. Si desde hace tiempo la UE está empeñada en asumir ambiciosas pulsiones de mercantilización y privatización, a […]
La discusión relativa al proceso de Bolonia choca frontalmente con un obstáculo: pese a que sobran las razones para concluir que el proceso en cuestión arrastra demasiados elementos conflictivos, nuestros gobernantes han decidido que su aplicación es inexcusable.
Si desde hace tiempo la UE está empeñada en asumir ambiciosas pulsiones de mercantilización y privatización, a duras penas cabría imaginar que la enseñanza universitaria quedase al margen de aquellas. Bolonia es hoy la punta de lanza principal al respecto. Mientras, por un lado, reclama una presencia creciente de las empresas en la universidad, por el otro apuesta por activas políticas de reducción del gasto público.
Si lo primero es inquietante -tanto más para quienes pensamos que en las sociedades opulentas hay que reducir la producción y el consumo al tiempo que se desarrollan la vida social y el ocio creativo-, lo segundo configura una agresión contra viejas políticas redistributivas, como lo testimonian la sustitución de becas por créditos o el encarecimiento general de los estudios que bebe del nuevo sistema de posgrados (aunque estos tengan precios públicos, los títulos de grado que se alcanzarán con anterioridad tendrán un valor menor, con lo que la obligación de cursar posgrados se traducirá en un encarecimiento inevitable de la inversión necesaria para rematar los estudios).
Hay otra cara de la cuestión a la que apenas se presta atención: si el proceso de Bolonia se aprobó en un momento de bonanza económica, su aplicación coincide con una etapa de crisis y recesión. Esto es más importante de lo que pueda parecer, por cuanto pone en un brete el despliegue de los elementos saludables -alguno hay- que el proceso acarrea. Así, el establecimiento de límites en el número de alumnos por grupo debería traducirse, por fuerza, en un incremento sensible en el número de profesores. Nada más lejos, sin embargo, de una realidad llamada a convertirse en un poderoso estímulo para la explotación de los docentes peor pagados y de los becarios, en contra de la excelencia que se preconiza. Es probable que, si hasta ahora las protestas contra Bolonia han sido protagonizadas por estudiantes, en adelante se sumen a ellas muchos profesores inquietos por las consecuencias, esperables, de su aplicación. Hay quien agregará que los partidarios acérrimos de Bolonia deberían preguntarse si esas empresas cuya presencia en la universidad añoran, ocupadas hoy en menesteres más prosaicos, no le van a dar ostentosamente la espalda.
Ni siquiera cabe dar por demostrado el buen sentido de muchos de los cambios que deben introducirse en el sistema de enseñanza. El carácter uniformizador de esos cambios -la presunción, por ejemplo, de que la proliferación de seminarios y clases prácticas mejorará la formación de los alumnos- merece una discusión que se ha esquivado de la mano de la aceptación resignada de lo que viene de arriba. En tales condiciones, y aunque la demanda de una moratoria en el despliegue del proceso acarrea algún elemento de racionalidad, lo suyo es que nos preguntemos si, frente a la aplicación manu militari que han postulado hasta ahora nuestros gobernantes, no se impone discutir, en serio, y desde el principio, qué modelo de universidad y qué modelo de sociedad queremos.
http://blogs.publico.es/delconsejoeditorial/171/desafueros-bolonianos/