El país nórdico ha pasado de ser uno de los más abiertos y humanitarios a convertirse en uno de los más hostiles para los refugiados que buscan asilo en Europa
Dinamarca ya no es lo que era. De ser uno de los países más abiertos y humanitarios del mundo ha pasado a convertirse en uno de los más hostiles, por no decir crueles, a la hora de atajar la actual crisis de refugiados que atraviesa Europa. Hace unos meses ya atrajo la atención internacional tras colgar anuncios en países de paso como Líbano o Turquía con el claro objetivo de disuadir a los migrantes que estuvieran pensando en pedir asilo en esta pequeña nación nórdica. A ello se suman las reducciones en las ayudas aplicadas desde entonces y nuevas restricciones para conseguir la reagrupación familiar. Sin embargo, es la reciente propuesta de confiscar el dinero y objetos de valor a los solicitantes de asilo lo que más indignación está generando.
Instigado por el Partido Popular Danés (PPD), famoso por sus posturas contrarias a la inmigración, el Ejecutivo de centro-derecha que gobierna en minoría quiere requisar a los refugiados cualquier pertenencia o dinero en efectivo que supere las 10.000 coronas (unos 1.340 euros), para obligarles así a sufragar los gastos de su propia manutención.
«No lo hacemos porque nos apetezca, sino para no poner en peligro el Estado de bienestar», argumentan los defensores de la medida, que, más que recaudar grandes cantidades con ella, se proponen frenar de forma «notable» la llegada de refugiados a Dinamarca.
Es cierto, este pequeño país de solo 5,6 millones de habitantes recibió 21.000 solicitudes de asilo en 2015, un tercio más que en 2014. Sin embargo, es inevitable que la idea de confiscar a los recién llegados los pocos bienes que han podido traer consigo desde que tuvieron que abandonar su tierra no traiga a la memoria el triste recuerdo de las abominables leyes aprobadas por los nazis para humillar a los judíos.
El próximo paso será preguntarles «¿alguien con dientes de oro? ¿o pelo de buena calidad?», comentaba con sarcasmo hace unos días en su cuenta de Twitter John O’Brennan, profesor de Política Europea de la Universidad Maynooth de Irlanda. La intención del Gobierno danés ha generado una fuerte controversia en el extranjero. Varios medios internacionales la han contrapuesto con acierto a la heroica valentía con la que, a principios de los cuarenta, la resistencia danesa logró evacuar a Suecia a casi todos los judíos del país, cerca de 8.000, poco antes de que llegaran los nazis.
Pero la actitud del Gobierno también avergüenza a muchos daneses de a pie, que sostienen que con propuestas como éstas el ejecutivo se sitúa «a años luz de lo que siempre han sido los valores y la cultura danesa». Es lo que piensa Malena Ravnholt, brand manager de 33 años, para la que esta ley constituye «el ejemplo perfecto y al mismo tiempo horripilante de lo que representa el Gobierno actual y su política de inmigración. No sólo es racista y extremadamente fría sino que también es degradante y profundamente irrespetuosa», lamenta.
Aunque lo más preocupante de todo es que, lejos de ser rechazada, la medida ha logrado un amplio consenso en el Parlamento, especialmente en las filas del Partido Socialdemócrata, que es la principal fuerza de la oposición. Tanto es así que pocos dudan ya de su aprobación, prevista para el próximo 26 de enero.
Hay que reconocer que los socialdemócratas consiguieron rebajar un poco la propuesta inicial, logrando que quedaran excluidos los objetos con valor sentimental, tales como anillos de boda o medallas, y se subiera un poco la cantidad mínima requerida para que los bienes puedan ser confiscados, que originalmente era de tan solo 3.000 coronas (unos 400 euros).
Aun así, sigue «pintando una imagen muy poco realista de la situación, en la que parece que los refugiados son personas adineradas que sólo vienen a Dinamarca para sacar provecho del sistema de bienestar», destaca Niels Rohleder, de la Alianza rojiverde, uno de los partidos de la oposición que se ha opuesto con más vigor a la medida.
No cabe duda de que una de las cuestiones que más alarma genera en los círculos progresistas es la deriva antiinmigrante que el Partido Socialdemócrata ha tomado en estos últimos años. En realidad, no es algo nuevo. Aunque para entenderlo, hay que conocer bien el contexto.
Como en el resto de Escandinavia, la socialdemocracia había sido la fuerza política dominante durante gran parte del siglo XX. A ella se le sigue atribuyendo la implantación de un generoso Estado del bienestar y la apuesta por una política solidaria y acogedora hacia los inmigrantes.
En los años 80, Dinamarca abrió sus puertas a una gran cantidad de extranjeros y, en los 90, su espíritu humanitario tampoco pasó desapercibido durante la guerra de los Balcanes. Pero los cambios económicos experimentados con la llegada del nuevo milenio y la no siempre fácil integración de personas procedentes de culturas distintas también ha ido generando cierto recelo.
El PPD nació precisamente a la sombra de estos sentimientos. Y su avance ha sido la principal razón del creciente retroceso socialdemócrata. Fundado a mediados de los 90, su programa político alterna la defensa de un Estado fuerte del bienestar, propia de la izquierda tradicional, con la más férrea oposición hacia los inmigrantes.
Y la fórmula ha demostrado tener éxito. En las pasadas elecciones del mes de junio los populares se convirtieron por primera vez en la segunda fuerza más votada del país. Y su influencia también se ha notado en el resto de la región, donde fuerzas populistas parecidas obtienen cada vez más votos.
Con todo, «el panorama en el que nos adentramos da miedo, estamos perdiendo la batalla», lamenta Line Søgaard, una joven activista de 31 años que el pasado mes de septiembre fundó junto a varios amigos la agrupación Welcome to Denmark para ayudar a los refugiados.
En su opinión, más allá de ser «irresponsable y egoísta para un país rico como Dinamarca», la ley de confiscación de bienes que pretende aprobar el Gobierno «va contra la convención sobre los refugiados que nuestro país ha ratificado».
No lo dice sólo ella. La propia Agencia para los Refugiados de la ONU también lo ha sugerido, señalando que la nueva legislación supone una afrenta para la dignidad de las personas que huyen de la guerra o la persecución y arroja una señal preocupante en el contexto internacional.
A nadie se le escapa que la cerrazón danesa añade un problema más a la diplomacia europea, que, desde que empezó la crisis de los refugiados, todavía no ha conseguido dar con una solución solidaria que implique a todos los países y consiga repartir de forma equitativa a los demandantes de asilo por todo el continente. El reto no es fácil. Pero lo que es seguro es que actitudes como la de Copenhague no sólo consiguen complicar más el asunto sino que, sobre todo, manchan los valores humanitarios y de concordia entre los pueblos en los que se fundamenta la Unión Europea.
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