El titular de El Mundo no puede ser más exacto: «Dos arrestos en Pakistán ayudaron a desmantelar los atentados en aviones», y continúa: «Se trata de dos ciudadanos británicos de origen paquistaní detenidos la semana pasada y que eran clave en la red desmantelada ayer en Reino Unido». Es como si desde la prensa alguien […]
El titular de El Mundo no puede ser más exacto: «Dos arrestos en Pakistán ayudaron a desmantelar los atentados en aviones», y continúa: «Se trata de dos ciudadanos británicos de origen paquistaní detenidos la semana pasada y que eran clave en la red desmantelada ayer en Reino Unido». Es como si desde la prensa alguien le espetara a Michael Winterbottom: «¡¿Ves?! ¡Corre a defender ahora a los detenidos de Guantánamo!», «¿Ves por qué es necesario arrestar y torturar para obtener información que impida atentados?». Está bastante claro y la estructura profunda, el mensaje subliminal, de estos titulares resulta tan evidente que es hasta chocante: no se opongan a la «extraordinary rendition», no se opongan a las cárceles secretas, a la violación del derecho internacional porque, a fin de cuentas, «lo hacemos por el bien de ustedes». O porque «esos dos detenidos británicos pakistaníes ¿no podían haber sido los protagonistas de Camino a Guantánamo?».
Si alguien no ha visto el documental de Michael Winterbottom, ahora es una obligación ética, crítica y política visionarlo. Ya sea porque la alianza anglo-norteamericana ha decidido utilizar de manera oportunista el operativo llevado a cabo en los aeropuertos ingleses para lanzar una campaña de contrainformación que difunda el terror, para sostener la necesidad de la doctrina de la guerra preventiva, que incluye la represión preventiva y la restricción preventiva de los derechos civiles a gran escala. O bien porque Winterbottom abre una ventana a la verdad que puede estar ocurriendo con los anuncios de detenciones y «células terroristas», y con los detenidos.
Los neocons se han apresurado a advertir a quien esté perdiendo el miedo que no se relaje: «Es un error creer que no hay una amenaza para EEUU», dice Bush. Viene a decir: «No cometan el error de no sentirse amenazados». Y ya sabemos que la guerra preventiva necesita una buena dosis de amenaza cada cierto tiempo para sostener el andamiaje de la suspensión preventiva de la democracia. «Todos los ciudadanos de este país, de todo origen étnico o religioso tienen una amenaza común, que son los terroristas», declaró el ministro de Interior británico, John Reid.
Hace pocos días, el 2 de agosto, murió por disparos el soldado Ryan, y ni Bush ni nadie de su asqueroso gobierno hicieron nada por salvarlo. El sargento Ryan D. Jopek fue abatido por disparos en Tikrit, en una localidad que lleva el oportuno nombre Salah ad Din. La familia del soldado Ryan seguramente habrá visto por televisión la noticia de las detenciones en Inglaterra. No sé si los familiares de Ryan habrán pensado ante el televisor que su hijo «murió en la lucha contra estos terroristas», como le gustaría a Bush, o si habrán comprendido dolorosamente a Cindy Sheehan. No sé si Spielberg hará otra película sobre Ryan, aunque ahora también hay deportistas olímpicos israelíes arrasando el Líbano. Temas no le faltan.
Será «una operación larga y compleja», decía el primer comunicado de Scotland Yard a primera hora. El jefe de la policía antiterrorista, Peter Clarke, dijo que la red tenía una «dimensión mundial» y que «las reuniones, los viajes, movimientos, gastos y aspiraciones de un gran número de personas en el Reino Unido y en el extranjero han sido objeto de una estrecha vigilancia». El jefe de Scotland Yard añadió que esta pesquisa fue tan intensiva que no tiene precedentes, es decir, marca un hito y una línea a seguir.
Por si les ha pasado desapercibido, lo repito: las reuniones, los viajes, movimientos, gastos y aspiraciones de un gran número de personas han sido objeto de una estrecha vigilancia. Una vigilancia que continuará durante meses, de hecho, piensan vigilarnos por siempre, en nuestras reuniones, en nuestros viajes, en nuestros movimientos, en nuestros gastos y, llama la atención, por nuestras «aspiraciones». Debemos aceptarlo porque cualquiera puede ser un terrorista, que es como decir que el terrorismo es la mejor coartada para investigar la intimidad de cualquiera. No se molesten en leer todos aquellos libros sobre el totalitarismo. Esto es exactamente eso, pero en la nueva versión sin comunistas.
Y si cualquiera puede ser un terrorista, cualquier cosa puede ser un arma terrorista. Es francamente escandaloso que quienes no fueron capaces de encontrar armas de destrucción masiva en Iraq hayan convertido en armas terribles de «explosivo líquido» los refrescos, las cremas, lociones, champús, el gel. En una fotografía se ve a una muchacha depositando solidariamente su botella de agua en un contenedor del aeropuerto (¡cuánto peligro tiene una botella de agua!). En otra, un guardia de seguridad examina con guantes un potito de compota, ante la mirada de papá, mamá y el propio interesado, el bebé.
Aunque parezca chistoso, sembrar de manera tan tremenda el terror sobre los objetos de consumo más comunes de la vida cotidiana tiene un impacto psicológico demoledor en las personas. Cualquiera puede ser un terrorista y cualquier cosa que lleve puede ser un arma. La psicosis invita a reevaluar la conducta de la policía que dispara sin preguntar: «Podía haber sido un terrorista y esa botella de agua ¡podía haber sido un explosivo líquido!».
Hace ahora un año, leíamos en El País: «La Comisión Independiente de Quejas de la Policía (IPCC, en sus siglas en inglés) ha confirmado hoy que Scotland Yard se resistió a la investigación de la muerte del brasileño Jean Charles De Menezes a manos de agentes que lo confundieron con un terrorista suicida». La policía británica había dicho que los agentes dispararon porque «vestía una chaqueta abultada en la que podía ocultar una bomba» y el comisario de la Policía Metropolitana de Londres, Ian Blair, había asegurado que este electricista brasileño estaba «directamente vinculado con los ataques fallidos del 21 de julio» en la capital. Todo resultó ser falso pero a De Menezes nadie le devolvió la vida.
El tratamiento informativo y el propio efecto del operativo antiterrorista del 10-A nos incumben como ciudadanos y ciudadanas con «aspiraciones» de libertad inalienable. La facilidad con que se ha inyectado el terror en pocas horas no satisface solamente los objetivos de los presuntos yihadistas de la supuesta Al-Qaeda londinense. De manera abrumadoramente más poderosa agudiza el miedo imprescindible para continuar justificando la guerra, la represión, la violación de derechos, la desconfianza entre simples ciudadanos, la paranoia a escala masiva.
Los gobiernos de Bush y Blair han dicho que lo ocurrido responde a un «plan mundial». Y yo no lo dudo. Pero me preocupa más lo que pueda tener ese plan de «montaje mundial» para sojuzgar nuestras mentes extirpando la capacidad crítica hacia las escenas del terror auténtico, el terror de Irak, de Líbano, de Guantánamo, del que esos gobiernos con la complicidad de casi todos los demás son directamente responsables.