Hay varios modos de interpretar el debate francés sobre el referéndum constitucional europeo. Hace más de un mes, al sí se le daba más del 68% de los votos. Ha caído hasta el 47%. Todas las encuestas muestran que hoy el no ganaría con el 53%. Esto es lo que dice el director de Ipsos, […]
Hay varios modos de interpretar el debate francés sobre el referéndum constitucional europeo. Hace más de un mes, al sí se le daba más del 68% de los votos. Ha caído hasta el 47%. Todas las encuestas muestran que hoy el no ganaría con el 53%. Esto es lo que dice el director de Ipsos, uno de los institutos de encuestas más serios: «Hoy, la mayoría de los franceses desea la victoria del no… La dinámica del no nunca ha sido tan seria» (Le Figaro, 12 de abril). Por supuesto, nada está decidido aún. Y la campaña que se abre de aquí al 29 de mayo puede cambiarlo todo. Pero, ¿cómo explicar un vuelco así a favor del no, cuando los partidarios del sí disponen de un apoyo considerable en los medios de comunicación? Dejemos de lado la explicación de quienes consideran a los franceses como un pueblo chovinista, convencido de su grandeza perdida, y que se asustaría de perder su lugar entre las naciones europeas. Estos prejuicios sólo satisfarán a aquellos acostumbrados a ellos. La realidad es mucho más interesante, porque lo que está en juego es mucho más esencial.
Desde finales de la Segunda Guerra Mundial, Francia se encuentra en el corazón del proyecto europeo. Fueron los franceses quienes inventaron Europa. Sin Francia, no se puede construir Europa. Pero sin Europa, Francia pierde una baza fundamental para su poder: por eso Europa siempre ha sido una cuestión muy importante en la vida política interior francesa. Y por eso también los franceses son exigentes con Europa. Tienen hacia ella una libertad sin complejos, desconocida en otros países europeos. No la quieren a cualquier precio. Naturalmente, existen diferencias fundamentales entre las familias políticas, pero tanto la izquierda como la derecha son proeuropeas. El rechazo a la construcción europea siempre ha sido minoritario y se sitúa sobre todo en la extrema derecha. La derecha gaullista, liberal o conservadora, al igual que la izquierda liberal o anticapitalista, comparten el mismo deseo de construir Europa con políticas poco diferentes en el fondo.
Pero hoy este consenso parece romperse. Porque Francia vive, desde hace casi tres décadas, una verdadera «revolución pasiva», es decir, en profundidad, en su sistema económico, político y cultural. Se puede caracterizar esta revolución del siguiente modo: en el plano económico, es la desindustrialización y el paso a una sociedad de la información y de los servicios; en el plano político, es la crisis de representación de las élites dirigentes, que parecen cada vez más alejadas de la «Francia de abajo», es decir, del pueblo, según la expresión del primer ministro Raffarin; en el plano cultural, es la transformación de la identidad francesa (del universalismo a la francesa), bajo el efecto de la globalización. En los últimos 20 años, Europa se consideraba uno de los vectores, positivo para unos, negativo para otros, para enfrentarse a esta triple crisis.
Es en este contexto en el que interviene el referéndum sobre el Tratado Constitucional. Éste es presentado, en su urgencia, como la solución finalmente encontrada a los problemas aplazados por el Tratado de Niza. Pero la opinión pública está desorientada por esta precipitación: durante años ha escuchado los elogios al acuerdo de Niza y ¡ahora resulta que esos mismos dirigentes, de izquierdas y de derechas, le dicen que era malo! El vuelco político perceptible en la opinión pública (que perdurará sea cual sea el resultado de este referéndum) es que el Tratado Constitucional, redactado con prisas y repleto de incoherencias peligrosas, parece menos una solución a la crisis francesa que una nueva huida hacia delante, una propuesta que tiene poco que ver con los problemas cotidianos a los que se enfrentan los ciudadanos. En realidad, los partidarios del sí parecen ignorar las aspiraciones de la gente. Hablan de Europa como de una solución milagrosa, negándose de ese modo a enfrentarse en la propia Francia a los problemas reales de reforma y de modernización del sistema social. Dan la impresión de ocultarse tras la excusa europea para imponer estas reformas desde arriba y no logran convencer de la legitimidad de estas mismas reformas. Y ésa es también la razón, a diferencia de lo que ocurrió en la época del debate sobre la aprobación del Tratado de Maastricht, de que hoy estén a la defensiva.
En cambio, los partidarios del no están mucho más a gusto: si se analizan sus argumentos y se comparan con las tendencias expresadas por las encuestas en las últimas ocho semanas, sorprende la disparidad de preocupaciones. De forma esquemática, se puede clasificar la situación del siguiente modo: en primer lugar, la idea misma de Constitución no ha alcanzado una legitimidad. ¿Por qué una Constitución cuando se tiene el Tratado de Niza? ¿Conlleva avances institucionales? ¿Pero en qué van a cambiar estos avances la vida diaria de los franceses? Los partidarios del sí no han sido capaces de convencer sobre este punto. Tampoco sobre la defensa del modelo republicano, al que los ciudadanos están profundamente apegados frente a las tendencias federalistas del texto. Los avances en materia institucional, las declaraciones de principio incluidas en la Carta de los Derechos Humanos, etc., no han sido capaces de disimular la orientación exclusivamente liberal del texto. Aunque en los debates apasionados que tienen lugar por toda Francia los partidarios del sí destacan las virtudes del texto, nunca lo hacen defendiendo todo el texto. Jacques Delors pide el sí, pero lamenta, al igual que Laurent Fabius y los partidarios del no, la inclusión de la tercera parte de la Constitución, que consagra el ultraliberalismo económico. No existe esa adhesión que uno esperaría encontrar a favor de un texto que es presentado como una nueva etapa, crucial, de la construcción europea.
En realidad, reina el pesimismo en relación al contenido social y político de Europa: el electorado de derechas que rechaza el texto le reprocha el que hace demasiadas concesiones en materia de soberanía nacional y, desde la cuestión iraquí, no se hace ilusiones sobre la solidaridad de los europeos cuando se trata de afirmar la independencia de Europa frente a Estados Unidos. Por el contrario, quienes están a favor del tratado pretenden que sólo un reforzamiento constitucional de la alianza europea podrá superar estas contradicciones intereuropeas. Aparentemente, esto no convence. Las encuestas demuestran asimismo una progresión impresionante del no en la izquierda: más del 63% del electorado de izquierdas declara que se va a pronunciar en contra del texto. Las quejas son recordadas con acritud: en 1992 les dijeron, en relación con el Tratado de Maastricht, que su poder adquisitivo iba a aumentar, que el paro desaparecería, que la concordia entre los pueblos europeos iba a ser la norma. Ha habido un millón de parados más, una inflación oculta pero real y el desarrollo de la precariedad y de la inseguridad. Ya no creen en el discurso de Europa como salvadora. Por lo tanto, rechazan el liberalismo para «50 años» prometido por Giscard d’Estaing y consagrado por el artículo 1, 3; se asustan ante la lógica de privatización generalizada del vínculo social incluida en la tercera parte; temen la dinámica de cuestionar los servicios públicos a la francesa; se ofuscan por la ambigüedad sobre el laicismo; no desean una sumisión a la OTAN, ni siquiera respetando la especificidad militar francesa… Es lo que se escucha en los debates, sin evitar en ocasiones caer en exageraciones que son fruto de toda situación polémica.
Pero los partidarios del sí no han logrado dar una respuesta sobre todas estas cuestiones. En el fondo, la impresión global que predomina es que las élites dirigentes quieren, con este texto, encerrar la sociedad francesa en el liberalismo e impedirle cambiar un día de rumbo. Es el principal reproche que se le hace a Chirac. Incluso se puede apostar, y es la tesis tanto de Delors como de Fabius, que si este texto no incluyese una tercera parte tan radicalmente obstinada en imponer el liberalismo económico, su aprobación resultaría mucho más fácil. Laurent Fabius ha comprendido muy bien que el enfado popular ambiente iba a oponerse a ello: por ese motivo se ha pronunciado en contra del texto. Esto significa que si gana el no, la dirección actual del Partido Socialista corre el riesgo de pagar muy caro el hecho de ponerse de lado de Chirac. Será, como él mismo dice, un nuevo terremoto, comparable al del 21 de abril de 2002, cuando Lionel Jospin fue eliminado en la primera vuelta de las elecciones presidenciales.
Por supuesto, es una perogrullada afirmar que, hoy por hoy, nadie puede predecir los resultados del referéndum. Pero se pueden al menos subrayar varias lecciones, que van mucho más allá del propio resultado. En primer lugar, es sin duda la primera vez que asistimos en Europa a un verdadero debate sobre el futuro de la Unión Europea. Un debate, es decir, la emergencia de una opinión pública contradictoria, en el que los insultos y los anatemas desaparecen en beneficio de una lectura crítica y argumentada del texto constitucional. Se han vendido centenares de miles de ejemplares de éste; los libros que tratan sobre él se venden como rosquillas; en los rincones más remotos de la Francia profunda se celebran veladas-debate entre partidarios y detractores, y hay que asistir a una de ellas para tener una idea de la voluntad de comprender de los unos y de explicar de los otros. En segundo lugar, los ciudadanos parecen poco permeables a la influencia de los grandes medios de comunicación, sistemáticamente favorables al Tratado. ¿Va a durar esto? Por último, y es lo fundamental, sea cual sea el resultado, ya se ha logrado algo: la democracia francesa saldrá reforzada de este debate libre y tolerante.