El «incidente irlandés» es el simpático nombre dado por el presidente francés, Nicolás Sarkozy, al sonoro «no» de Irlanda al Tratado de Lisboa. Sarkozy opina que el problema estriba en que el ciudadano no entiende cómo se está construyendo Europa (quizás sea más bien todo lo contrario), y propone continuar con los restantes procesos de […]
El «incidente irlandés» es el simpático nombre dado por el presidente francés, Nicolás Sarkozy, al sonoro «no» de Irlanda al Tratado de Lisboa. Sarkozy opina que el problema estriba en que el ciudadano no entiende cómo se está construyendo Europa (quizás sea más bien todo lo contrario), y propone continuar con los restantes procesos de ratificación para evitar que este rechazo se convierta en una crisis. Pero sucede que el «incidente irlandés» o «dificultad añadida» -como también ha sido calificado-, representa mucho más que un simple escollo, al revelar que Europa camina de una manera y con unos objetivos que no encajan con el sentir y el pensar de buena parte de la ciudadanía y, lo que es peor, en contra de sus deseos y aspiraciones, como ya evidenciaron hace tres años las negativas de Francia y Holanda al fallido proyecto de Constitución Europa.
Por más que para algunos analistas las razones del rechazo del 53% de los irlandeses al Tratado de Lisboa se resuman en la negativa de sus habitantes a perder peso en el Consejo de la Unión Europea, debido a que muchas decisiones que se toman por unanimidad lo serían por mayoría cualificada; o en el temor a la pérdida de privilegios fiscales, ya que su impuesto de sociedades es la mitad que la media de la UE, estos argumentos oficiales son demasiado elitistas para explicar la negativa al Tratado de todo un pueblo, que ha dado una lección a sus sordos gobernantes, diciendo que «así no» se construye Europa.
Los resultados del referéndum demuestran una vez más el progresivo alejamiento de la clase política de los intereses de la ciudadanía. En Irlanda todos los partidos con representación institucional, salvo el Sinn Fein, apoyaban la ratificación del Tratado, y de hecho en los últimos días habían desplegado una intensa campaña para evitar lo que intuían como inevitable. El líder del Sinn-Fein, Gerry Adams, explicó que, con su rechazo, al que se sumaban los partidos extraparlamentarios y los sindicatos, representaba a todos aquellos que quieren -queremos- una Europa diferente, cuyos pilares básicos sean la mejora social y los derechos ciudadanos, frente a una propuesta de políticas comunes que sólo busca el beneficio económico, y a cualquier precio, añado yo.
Irlanda ha recibido de Europa unos 55.000 millones de euros en los últimos 35 años, más del doble de su contribución a las arcas comunitarias desde que en 1973 se incorporara a la CEE. Pero el dinero no es el único valor, ya que los irlandeses también han puesto sobre la mesa variables como la calidad de vida y la esperanza en el futuro, la protección y seguridad de los trabajadores o el peligro de la liberalización de los servicios públicos, conceptos ligados al Estado de Bienestar, que en la Unión Europea están seriamente amenazados.
Europa se ha convertido en un proyecto hueco e institucional, alejado de las verdaderas necesidades de la gente, forjado desde la única perspectiva de crear un gigantesco mercado de consumidores y servicios. Pero con propósitos y medidas diseñadas a la medida de las grandes empresas es imposible entusiasmar a la población; y tampoco se puede transmitir ilusión de progreso cuando las clases medias y bajas perciben claramente que hoy no viven mejor que ayer, mientras asisten atónitas a la paulatina disolución de sus derechos sociales y laborales con cada nueva Directiva regresiva, de las que la regulación de la inmigración, la Directiva Bolkenstein o la ampliación de la jornada laboral son sintomáticos ejemplos.
Hubo un tiempo en que Europa simbolizaba el Estado de Bienestar, la tolerancia, la libertad y la calidad de vida de su población. El sueño europeo andaba de la mano de los derechos individuales, herederos de las revoluciones liberales, a los que se habían sumado las conquistas sociales y laborales, nacidas de las luchas obreras del siglo XIX, que consiguieron, entre otros logros, la semana de las 40 horas de trabajo. Pero hace pocos días, 22 de los 27 ministros de Trabajo europeos -España se ha abstenido- han puesto fin no sólo a las 40 horas semanales sino también a las 48 horas conquistadas en 1917. Ahora tendrá que ser aprobada en el Parlamento de Estrasburgo la Directiva que permite ampliar la jornada de trabajo hasta las 65 horas, y que algunos gobernantes europeos califican cínicamente de un «paso adelante», cuando en realidad la explotación laboral es más antigua que el mismo mundo, y en ningún caso podría considerarse un avance vital trabajar desde la mañana hasta la noche y no ver crecer a tus hijos.
A este atropello a los derechos humanos se suma la aplicación -vía jurisprudencia del Tribunal Europeo- del «principio del país de origen», que finalmente no incluyó la Directiva Bolkenstein, y que permite que una empresa de servicios pague a sus trabajadores por debajo de lo estipulado en los convenios laborales del país donde realiza la obra, sometiéndose sólo a las normativas del Estado donde tiene su sede social; o la reciente y vergonzosa Directiva de Retorno de inmigrantes, mediante la cual se podrá encarcelar 18 meses a personas cuyo único delito es tener hambre o buscar una vida mejor.
Irlanda es el único país que ha tenido la oportunidad de votar el Tratado de Lisboa y ha dicho que no. Y yo me pregunto: ¿qué pasaría si se le diera esa posibilidad al resto de ciudadanos de la Unión Europea?, ¿no se producirían más «incidentes»?. Está por ver si nuestros gobernantes seguirán ciegos ante la realidad: el sueño europeo se está convirtiendo en una verdadera pesadilla, de la que muchos quisiéramos despertar.