Tal como anunciaban con entusiasmo los medios de comunicación hace unos días, el pasado 1 de diciembre el Tratado de Lisboa se convirtió en una realidad, con un gran revuelo mediático. De todas las consecuencias para la vida pública y política que supondrá este nuevo acuerdo entre los estados de la Unión Europea, desde los […]
Tal como anunciaban con entusiasmo los medios de comunicación hace unos días, el pasado 1 de diciembre el Tratado de Lisboa se convirtió en una realidad, con un gran revuelo mediático.
De todas las consecuencias para la vida pública y política que supondrá este nuevo acuerdo entre los estados de la Unión Europea, desde los movimientos sociales por la paz, hace tiempo que manifestamos nuestra decepción en los aspectos que se refieren a la Política Europea de Seguridad y Defensa, debido a su carácter militarista, tanto por los tipos de misión que se autoencomienda, como por la carrera armamentista que promueve entre los estados miembros.
En cuanto a la estrategia, se continúa manteniendo la doble fidelidad a las dos visiones de la defensa en Europa: por una parte, «el fundamento de la defensa colectiva de la Unión Europea y el organismo para su ejecución» que continúa siendo la OTAN, legitimando de esta forma la vigencia y utilidad de esta organización militar que ha tenido que reinventar y redefinir sus conceptos estratégicos en las dos últimas décadas a la búsqueda de nuevos enemigos fuera de sus límites de actuación originales de los tiempos de la Guerra Fría.
Por otra parte, el Tratado incluye también la voluntad de crear una Política de Defensa genuinamente europea. Así, el texto apunta tímidamente a «la definición progresiva de una política común de defensa de la Unión que conducirá a una defensa común una vez que el Consejo Europeo lo decida por unanimidad».
Pero en cualquier caso, en esta larga y compleja búsqueda de consenso, la Unión Europea se permitirá a sí misma «recurrir a medios civiles y militares» en misiones de sus estados miembros que incluirán «actuaciones conjuntas en materia de desarme, misiones humanitarias de rescate, de asesoramiento, de mantenimiento de la paz, o aquellas en que intervengan fuerzas de combate para la gestión de crisis». Además, se podrá apoyar a terceros países para combatir el terrorismo en su territorio, misión que recuerda peligrosamente a la actuación de la OTAN en Afganistán.
En cuanto al otro aspecto del militarismo que anunciábamos, podemos decir que la carrera armamentista está servida. El Tratado de Lisboa hace explícito «el compromiso de los estados miembros en mejorar progresivamente sus capacidades militares». Para esta función se reafirma el papel de la Agencia Europea de Defensa como el organismo que ha de determinar las necesidades operativas, fomentar medidas para satisfacerlas, y por el camino, reforzar la base industrial y tecnológica del sector de la defensa. No hemos de olvidar que la Agencia Europea de Defensa ha sido una más de las instituciones a través de la cual el lobby del complejo militar industrial europeo ha hecho presión sobre los estados miembros para forzarlos a aumentar el gasto en equipamiento y en I+D de defensa con criterios prácticamente mercantilistas, como por ejemplo el de situar-se en el mercado de material de defensa internacional en igualdad de condiciones que E.E.U.U., que gasta mucho más que la U.E.
En definitiva, tenemos Tratado de Lisboa nuevo sin demasiadas novedades, pero una vieja Política de Seguridad y Defensa orientada a satisfacer el desorbitante gasto militar, que aún se considera muy pequeño, y a renovar la imagen y la justificación de los ejércitos que tienen un complicado encaje en las verdaderas necesidades que nos plantea hoy en día la Seguridad Humana.