Cuando se escuchan los argumentos del régimen de facto hondureño o de los defensores en el exterior del golpe, en relación a la Constitución de ese país, pareciera que se estuviera ante un tótem ancestral con poderes mágicos: capaz de petrificar a quienes se atreviesen a mirarlo de frente. Las constituciones son por definición cuerpos […]
Cuando se escuchan los argumentos del régimen de facto hondureño o de los defensores en el exterior del golpe, en relación a la Constitución de ese país, pareciera que se estuviera ante un tótem ancestral con poderes mágicos: capaz de petrificar a quienes se atreviesen a mirarlo de frente. Las constituciones son por definición cuerpos vivos y dinámicos que deben evolucionar a tenor de las exigencias de transformación presentes en las sociedades.
En su famosa obra La Constitución Alemana, escrita en 1802, Hegel se quejaba amargamente de cómo las normas ancestrales de esa Constitución, se habían transformado en el mayor obstáculo para permitir el surgimiento de un Estado alemán moderno y unificado. Desde entonces la doctrina constitucional ha cambiado radicalmente para permitir que la evolución de los textos constitucionales resulte paralela a la de la sociedad misma. De lo contrario, como bien señalaba Ortega y Gasset en un célebre discurso pronunciado en las Cortes Constituyentes españolas en septiembre de 1931: «La Constitución que debe ser pura vida viviente y plena actuación, arrastrará cadáveres y cadáveres y estará cargada del esqueleto de la historia ya cumplida». La propia historia constitucional francesa es la mayor prueba de este carácter dinámico. Desde la Constitución de 1791 hasta la de 1958, trece constituciones sucesivas han permitido que el Estado y la sociedad se renueven periódicamente, dentro del contexto del Estado de Derecho.
Toda Constitución presenta dos vertientes: la normativa y la material. La primera enfatiza la naturaleza formal del texto. La segunda destaca el carácter sustantivo del mismo. Para esta última el acento viene puesto en el papel desarrollado por las fuerzas políticas en la fijación de los principios que dan vida al ordenamiento. Lo ocurrido con la Constitución hondureña no es otra cosa que el ejercicio abusivo de la vertiente material, por parte de una oligarquía extremadamente poderosa, para congelar en el tiempo a la vertiente normativa. Es decir, congelar en el tiempo a unas normas constitucionales diseñadas en función de la preservación de sus privilegios. ¿Se pretendía acaso, como en el Tercer Reich, que normas y privilegios durasen mil años?
Todo cuerpo social está sometido a una profunda tensión dinámica. Colocar una camisa de fuerza a esa tensión resulta absurdo e ilusorio. De Gaulle movilizó las fibras de la sociedad francesa para echar abajo la Constitución de la IV República, de la misma manera en que Franklin Roosevelt transformó a la Corte Suprema de su país (ampliando el número de sus miembros), para permitir una interpretación distinta de la Constitución. El forcejeo institucional constituye la esencia misma de toda vida política: Zelaya apelando al pueblo para enfrentar el inmovilismo constitucional y las elites tradicionales recurriendo al mito de las normas pétreas. Dentro de este contexto lo único que no resultaba admisible era romper con la espada el nudo gordiano. La asonada militar y sus consecuencias no pueden ser nunca justificadas bajo el argumento del tótem de los mil años.