Recomiendo:
0

¿Hablar con los talibanes, con el enemigo, con los terroristas?

El umbral de la capitulación

Fuentes: Peace Reporter

Traducido por Gorka Larrabeiti

¿Hemos de hablar con los talibanes, con el enemigo, con los terroristas? Admito que no soy el más indicado para responder a esta pregunta. He aprendido a honrar a los padres de la patria [italiana], los cuales, para los regímenes políticos de su tiempo, eran terroristas y rebeldes. En cuanto militar, he tenido que saludar y presentar armas a varios personajes incluidos algunos que en ciertos períodos de su vida habían sido terroristas o estaban fuera de la ley. En calidad de comandante de la operación internacional en los Balcanes tuve que estrechar manos que aún chorreaban sangre y dialogar con responsables de crímenes a los que el cambiante clima político consideraba héroes. Hoy no tenemos, como antes, ni siquiera una definición compartida de terrorismo y jamás ha resultado tan difícil como ahora distinguir el terrorismo como instrumento del terrorismo en cuanto ideología; el terrorismo, de la lucha por la liberación; los rebeldes, de los criminales; y los insurgentes, de los terroristas. Además, todo militar sabe que conocer al propio enemigo es fundamental para el éxito de las operaciones y que no existe mejor medio que el conocimiento personal a la hora de entender a los adversarios. Cuando la relación directa no es posible, como a menudo sucede en los conflictos, se pide a los servicios secretos que hagan de intermediarios, que proporcionen información detallada y que tracen perfiles profesionales y personales de los adversarios. Si bien resulta raro y difícil verse con el enemigo antes de la batalla para hablar de la guerra, es en cambio natural para un militar pensar e incluso esperar un encuentro con el adversario durante el conflicto para discutir la tregua, o al final de los combates para discutir la paz.

Hoy como ayer es evidente que el enemigo en Afganistán está representado por los talibanes, o por esos que en Occidente queremos pintar como talibanes. No sabemos si son los mismos con los que medio mundo trató antes del 11 de setiembre; esos que, mientras abatían con furia iconoclasta las grandes estatuas de los budas, mientras imponían feroces restricciones a las mujeres, a los niños y a los opositores políticos, eran cortejados por las diplomacias y los servicios secretos de medio mundo, incluidos los estadounidenses. No sabemos si son los mismos con los que se trató durante meses después del 11 de setiembre antes que los Estados Unidos empezaran la guerra global contra el terror. No sabemos si son los mismos a los cuales se les dispensan millones de dólares en concepto de presuntas recompensas para que denuncien al vecino de casa o sólo al enemigo de alguna reyerta. Tampoco sabemos si los que están encerrados en Guantánamo son verdaderos talibanes, y hasta que no haya juicios abiertos y serios seguiremos sin saberlo. No sabemos quiénes son estos «talibanes» de 2007, qué quieren y hasta qué punto tienen esperanzas de asumir el control de Afganistán. No sabemos si mantienen relaciones con Al Qaeda, cómo se relacionan con Pakistán, Arabia Saudí, Irán y la rebelión iraquí. No sabemos de dónde sacan su financiación ni sus armas. «No sabemos», y es éste el verdadero problema. O bien que lo que sabemos es insuficiente y despista por ser superficial, por no decir banal.

Sabemos que, entre los cientos de bandas privadas, criminales comunes, milicias de la droga, policías más o menos oficiales y mercenarios que combaten indiferentemente unos contra otros o contra los ocupantes de turno, hay también grupos de islamistas fanáticos, aguerridos y «jóvenes», a quienes de modo simplista llamamos «talibanes». No es mucho, pues ser fanáticos no es una prerrogativa de los islamistas, y ni siquiera lo es de los talibanes. Ser aguerrido no es una novedad para los pueblos del Afganistán, que han tenido que luchar siempre contra las invasiones, y ser jóvenes en esa tierra es más una condena que una bendición: la expectativa de vida en Afganistán es de 43 años. Quien no combate entre los 15 y los 35 años es porque está ya muerto. Y todos los «viejos» de 43 años para arriba que sobreviven hacen que estadísticamente disminuya la edad de los que mueren.

Esto se sabe; no es mucho para hacer la guerra en Afganistán, y no es nada para hacer la paz. Por ello, en términos puramente técnico-militares, la pregunta sobre si cabe tratar con los talibanes, los rebeldes, los adversarios o los mismos terroristas me parece falso un problema, algo instrumental y algo hipócrita. Como militar, no sólo debería tratar con ellos, sino que debería conocerles perfectamente, debería tener a alguno de mis hombres infiltrado en sus filas, debería conocer vicios y virtudes de todos los jefes y debería tener bien claro su modo de pensar y actuar.

Debería establecer pactos secretos con ellos, igual que hicieron los ingleses del «Gran Juego» -y me maravillaría que no los tuvieran ahora-, igual que hicieron los soviéticos con el rebelde Massud, igual que hicieron los estadounidenses con los muyahidín antes y con los señores de la guerra y de la droga después -y me maravillaría que no los tuviesen ahora-.
Siguiendo en la óptica de quienes admiten tener un adversario al que tienen que comprender antes aún que combatirlo y doblegarlo, me parece surrealista la objeción de que el diálogo supone una legitimación del adversario.

La legitimación entre adversarios tiene lugar en el momento en el que se combate y no en el momento en que se habla. El papel de adversario no comporta ninguna aceptación directa o indirecta de los respectivos objetivos y métodos, antes bien, en el reconocimiento de las posiciones recíprocas reside la posibilidad de encontrar un punto de acuerdo, o bien la definitiva clarificación del desacuerdo.

Pero -como decía- admito que la óptica militar, la cual implica siempre la individuación, el conocimiento y el respeto del adversario, puede no ser la más idónea para interpretar las sensibilidades políticas. Es imposible para un militar combatir contra fantasmas y es insensato materializar a los adversarios con simples etiquetas, atribuyéndoles a éstos voluntades, capacidades y vulnerabilidades oníricas o hipotéticas. Quizá sea esto lo que quiere la política: que en la mesa de lo que llaman «paz» no sea necesario convocar a la realidad; que sea suficiente con la imaginación, la fantasía o la creatividad. Ahora bien: la fantasía de quien quiera dialogar con los talibanes debe ir más allá de la simple hipótesis de realizar un ágape fraternal. ¿Seguro que ellos quieren sentarse en torno a una mesa de paz? Y quienes se adhirieran a ésta, ¿qué representatividad tendrían? ¿Qué garantías ofrecerían? ¿A qué régimen apoyarían y qué prerrogativas pretenderían? ¿Qué miembros de la parte contraria estarían dispuestos a escucharles, a compartir opiniones y a aceptar sus razonamientos? Sentarse en torno a una mesa con los talibanes o con quienquiera que se oponga hoy a la ocupación extranjera y al gobierno de Karzai sin estar preparados para aceptar algunas de sus motivaciones puede ser devastador.

Por otro lado, la fantasía de quien no quiere dialogar ni con los talibanes ni con ninguno de los así llamados terroristas debe plantearse preguntas análogas. ¿Quién detenta en verdad la violencia? ¿Quién podría controlarla? ¿Karzai tiene suficiente poder para estabilizar el país? ¿La opción exclusivamente militar tiene visos de éxito a medio y largo plazo? ¿O se debe programar el exterminio de once millones de afganos -la población capaz de combatir- para tener veinticinco años de estabilidad? Es evidente que la solución ha de tener una parte de compromiso y otra de fortuna. Hace falta, por un lado, razonar con frialdad y pragmatismo, y por otro, tentar la suerte. El pragmatismo debería inducir a preguntar a los afganos y a Karzai a quién conviene invitar a una eventual mesa de negociaciones. La fortuna debería inducir a dar crédito también a quien hoy se presenta como «intratable», empezando por los señores de la droga.

Lo que está claro es que se debe salir de la ambigüedad y renunciar a la sutil hipocresía que caracteriza la polémica sobre este asunto: hay un rechazo -de entrada y sin excepción- por conocer, encontrar y entender en un marco de legalidad a aquellos con quienes, sin embargo, se trata bajo chantaje. Añádase la paradoja de que, al cerrarse los canales de conocimiento y comunicación antes del enfrentamiento o el acto terrorista, se dejan abiertos sólo los del chantaje, de modo que el trato tiene lugar concediendo explícito reconocimiento jurídico precisamente cuando la atrocidad de las hostilidades debería sugerir la ruptura total. Ante un atolladero semejante no es importante el objeto del compromiso o el monte de la compensación. No importa que sea sólo dinero -que se usa después para alimentar otras atrocidades y otras luchas políticas- o que se produzca un intercambio de prisioneros. Se vuelve esencial con quién y cómo se trata. Se vuelve fundamental señalar el umbral de la capitulación: el límite más allá del cual se está dispuesto a ceder todo, incluida la dignidad.

La Italia de estos últimos años ha adoptado una línea política esquizofrénica: con gran lealtad, desinterés y generosidad ha prestado apoyo a sus aliados en las guerras, pero se ha conformado con conocer sólo lo que les resultaba cómodo a sus adversarios. Luego se ha alejado de su línea en el momento en el que quedaba sometida a presiones y chantajes. La política interna y los equilibrios entre derecha e izquierda así como entre las múltiples almas que componen a éstas han determinado la opción de la implicación directa e inmediata de las máximas instituciones del gobierno en los compromisos y la elección de un umbral de capitulación extremadamente bajo. En contradicción con la aparente motivación humanitaria de querer salvar vidas humanas -que debería haber inspirado una estrategia de contacto con los chantajistas y los terroristas confiada en exclusiva a las organizaciones humanitarias- se ha institucionalizado el compromiso implicando a las claras tanto a los máximos órganos de gobierno como a las instituciones más sensibles y reservadas.

El umbral de capitulación se ha rebajado a límites impensables en cuestión de tiempos, modalidades, cantidad y calidad del precio del rescate. La espectacularización se ha convertido en una parte del precio a pagar, y así se ha dado una visibilidad increíble e inesperada a los propios terroristas. Se han movilizado los vértices de los servicios secretos para acciones que habrían requerido un simple intermediario discreto y de confianza. Altos funcionarios del Estado se han visto transformados en contrabandistas fronterizos con el objeto de entregar dinero procedente de cuentas públicas o del fondo de reptiles bien en mano o bien en la cuenta numerada de vaya usted a saber quién. Se han llevado a cabo acciones cuya modalidad está en plena contradicción con la simple lógica de la seguridad pero, sobre todo, lo está con las normas impuestas por los propios aliados. Ello ha provocado que se corrieran riesgos altos e injustificados al mismo tiempo. Esta combinación de, por un lado, una elevación del nivel de compromiso institucional y, por otro, un rebajamiento del umbral de capitulación nos ha hecho perder la credibilidad política internacional que habíamos ganado gracias también a nuestras misiones militares.

Pero hay otro elemento de esquizofrenia: a la capitulación total en el frente de la suerte de los civiles y de los periodistas (a quienes nadie ha obligado a meterse en líos) correspondió una firmeza y una frialdad inusuales por los peligros de las fuerzas militares enviadas por motivos institucionales. Sin muchos escrúpulos, se les envió en condiciones inadecuadas a sus tareas y en situación de peligro infravalorado. Y cuando sufrimos pérdidas militares, las demostraciones de duelo por parte de la población, que en ese momento demostró una madurez excepcional no dejándose arrastrar ni por la publicidad ni por las pulsiones del espectáculo, fueron bastante contenidas. A la madurez correspondió, por desgracia, la indiferencia. Una vida civil parece que vale más que una militar. Hoy todavía tenemos caídos que esperan un reconocimiento oficial, tenemos responsabilidades aún por aclarar, y hay procesados más militares que terroristas por acciones en escenarios de guerra. Tenemos soldados que miran a estos asuntos de los rehenes, los chantajes y los rescates con gran solidaridad humana e inmenso escepticismo político. Y seguimos celebrando debates sobre las misiones distorsionados por luchas interinas o agendas personales. Son pocos quienes suscitan las cuestiones verdaderas y señalan tanto los peligros reales que corren militares y civiles en los teatros operativos como las consecuencias de estas políticas esquizofrénicas.

Frente a lo que afirman muchos observadores blasonados, no es cierto que la capitulación al chantaje relativo a periodistas o civiles haya agravado los riesgos para las fuerzas militares. Mientras la vida de los militares no goce de consideración sino sólo de resignación y la de los civiles siga valiendo millones de dólares y de intercambios valiosos, serán estos últimos los objetivos «remunerativos». Hoy en Afganistán, debido al espectáculo que ha supuesto nuestra capitulación, desunión y protagonismo, hemos sentado las bases para una pérdida ulterior de credibilidad internacional y hemos elevado los costes políticos de la misión y los riesgos personales de los civiles. Hemos contraído deudas con el presidente Karzai, pero hemos enojado a muchos sectores de su gobierno, casi como quien no se hubiera percatado de que el presidente tiene dificultades para controlar su propio gabinete.

Nos hemos alejado de una parte del Departamento de Estado estadounidense y de buena parte de los aliados, fingiendo sorpresa ante reacciones que deberíamos haber dado por descontadas, y que deberíamos haber sabido contrarrestar.
Pero un daño lo han sufrido también Emergency y Gino Strada, que en los últimos dos casos [secuestro de Gabriele Torsello y de Daniele Mastrogiacomo] han gastado mucho del crédito que habían acumulado durante años de servicio humanitario. Hoy corren más peligro que ayer y la capitulación política de la que se han hecho intermediarios podría contribuir a deslegitimarlos ante el gobierno afgano actual y ante los talibanes, que podrían no considerarlos útiles, o incluso «gastables».

El peligro para nuestros militares no es más elevado que ayer. Acecha desde hace tiempo: desde el momento en que nuestro país renunció a explicar su postura en el seno de las coaliciones y las alianzas; desde que preanunció retiradas unilaterales; desde que nuestras fuerzas en Irak y en Afganistán están mal alimentadas y olvidadas; desde que ya no parecen en sintonía con sus aliados; desde que adoptaron procedimientos distintos, y, sobre todo, desde que renunciaron a conocer y a entender a su propio «enemigo».

http://www.peacereporter.net/dettaglio_articolo.php?idc=0&idart=7603

N.de T.: El general italiano Fabio Mini fue Jefe del Estado Mayor del Mando de las fuerzas aliadas del Sur de Europa (AFSOUTH); posteriormente asumió el mando de las operaciones de la OTAN en Kosovo. Es autor del libro La guerra dopo la guerra. Soldati, burocrati e mercenari nell’epoca della pace virtuale (Einaudi, Turín, 2003) y se ocupó de la edición del ensayo Guerre senza limiti. L’arte della guerra asimmetrica escrito por los generales chinos Quiao Liang y Wang Xiangsui (Libertia Editrice Goriziana, Gorizia, 2001). Forma parte del Consejo Editorial de la revista Limes. Ha colaborado con Peace Reporter en otras ocasiones.
En esta intervención, el General Mini trata problemas estratégicos de la guerra en Afganistán, con atención especial a la intervención italiana.