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Elecciones italianas y crisis europea, paisaje a mitad de una batalla

Fuentes: Rebelión

Las elecciones italianas del pasado 4 de marzo arrojaron un resultado a la par concluyente e incierto: el sistema de partidos vigente durante el último cuarto de siglo queda ya irreversiblemente atrás, pero la configuración del que viene a sustituirle está aún en buena medida por definir. Una crisis política orgánica en la cuarta economía […]

Las elecciones italianas del pasado 4 de marzo arrojaron un resultado a la par concluyente e incierto: el sistema de partidos vigente durante el último cuarto de siglo queda ya irreversiblemente atrás, pero la configuración del que viene a sustituirle está aún en buena medida por definir. Una crisis política orgánica en la cuarta economía de la Unión Europea (o tercera, si finalmente el Reino Unido consuma su salida) que tendrá inevitables consecuencias sobre el proyecto común europeo.

Entre el final de la Segunda Guerra Mundial y la caída del Muro de Berlín, Italia fue uno de los países más prósperos y avanzados del mundo capitalista, socio fundador de la OTAN y la CEE, pero también, con el partido y el sindicato comunistas más grandes y mejor organizados de occidente, un territorio de frontera en el teatro estratégico de la Guerra Fría. El sistema político italiano de posguerra, enteramente sustentado sobre el imperativo compartido de la contención del comunismo ―también en su dimensión más informal, con la constante intervención política norteamericana y la sórdida connivencia entre aparatos de Estado y organizaciones mafiosas―, se desplomó en 1992, carcomido por su masiva corrupción e ineficacia y obsoleto tras la desaparición del enemigo soviético, con los maxiprocesos contra la corrupción conocidos como Mani Pulite o Tangentopoli, para recomponerse a partir de 1994 en torno a la figura del magnate de la comunicación Silvio Berlusconi.

Durante el cuarto de siglo en que Berlusconi ha dominado la vida política italiana como primer ministro o jefe de la oposición frente a débiles ejecutivos de centro-izquierda ― además de como propietario de buena parte de los principales medios de comunicación del país ―, sus comportamientos estrambóticos, sus alianzas con la extrema derecha o los significativos retrocesos en materia de derechos civiles o eficacia de la justicia han ocupado incontables portadas y debates, pero no han supuesto una verdadera excepción al marco europeo, ni en términos económicos ― más allá de la singular influencia de la economía mafiosa en el país ―, ni en términos políticos, con dos grandes partidos neoliberal conservador ― la Forza Italia surgida de la recomposición personalista del electorado de la Democracia Cristiana en torno a Berlusconi ― y neoliberal progresista ― el Partido Democrático surgido de las cenizas reagrupadas del Partido Socialista y el Partido Comunista ― , idénticamente comprometidos con el proyecto de construcción neoliberal europea. El «inciucio» (aproximadamente, «apaño» o «chanchullo») entre ambas facciones del neoliberalismo italiano ha sido una versión pintoresca y ocasionalmente incómoda, pero en ningún caso disfuncional, del mismo bipartidismo neoliberal imperante en el resto de grandes estados europeos.

En 2011, la acumulación de evidencias sobre las conexiones delincuenciales y la agitada vida privada de Berlusconi y, muy sobre todo, sus reticencias a asumir las draconianas recetas de austeridad dictadas por Berlín y Bruselas a todos sus socios meridionales, le hicieron perder el favor europeo. Instituciones comunitarias y mercados financieros presionaron concertadamente hasta forzar su dimisión e imponer como sucesor al tecnócrata Mario Monti, que se convertiría en el primero de cinco primeros ministros sucesivos, de los que ninguno había sido candidato al cargo en elecciones, avalados por una gran coalición parlamentaria del centro-izquierda y el centro-derecha, arbitrada por la presidencia de la República bajo la informal pero severa tutela de la Unión, y que han aplicado implacablemente sus recetas de austeridad, cronificando el estancamiento económico, el desempleo y la pobreza y sumiendo en la frustración y la rabia a buena parte de la sociedad italiana.

La principal víctima de las urnas del 4 de marzo ha sido el penúltimo de esos primeros ministros de gran coalición, Matteo Renzi, que en poco más de dos años ha pasado de aspirar al liderazgo europeo y planetario del neoliberalismo progresista a hundir al Partido Democrático y sus socios de coalición de centro-izquierda, que se desploman desde los 345 escaños (de un total de 630) obtenidos en las elecciones de 2013 a solo 122, mientras que su escisión por la izquierda Liberi e Uguali solo consigue 14 y la iniciativa movimentista Potere al Popolo queda fuera del parlamento; por primera vez desde 1913, los partidos de centro-izquierda e izquierda suman menos del 25% del voto emitido, concentrado en las clases medias y medias-altas metropolitanas y casi irrelevante entre las clases populares y en el mundo rural. La coalición de centro-derecha consigue 265 escaños, pero por primera vez la Forza Italia de un Berlusconi visiblemente agotado queda, con 106 escaños, por debajo de sus socios ultraderechistas de la Lega, que bajo el enérgico liderazgo de Matteo Salvini y con un discurso de «derecha proletaria» xenófoba y euroescéptica, exitosamente orientado a las clases populares más soliviantadas por la crisis, saltan de 18 a 124, a los que hay que sumar los 34 de la ultraderecha más tradicional de los Fratelli d’Italia que lidera Giorgia Meloni. El Movimento 5 Stelle, fundado hace una década por el popular cómico Beppe Grillo y el publicista Gianroberto Casaleggio al calor de las protestas ciudadanas contra la clase política del «inciucio», y que en términos muy aproximados representaría una singular combinación de elementos programáticos y estratégicos de Ciudadanos y Podemos declinados en clave euroescéptica, es el partido más votado, pasando de 109 a 227 escaños, y forma en solitario el segundo mayor bloque parlamentario.

En resumen, los viejos grandes partidos se hunden e Italia resta ingobernable. El Partido Democrático y Forza Italia (sin sus socios de ultraderecha, en principio mutuamente incompatibles con el centro-izquierda) no suman ya escaños para reeditar una gran coalición que pueda seguir implementando sin resistencia las políticas de austeridad impuestas desde Europa. La coalición de centro-derecha tampoco dispone de escaños suficientes, y no está aún claro qué efectos puede tener entre sus filas un traspaso del liderazgo de Berlusconi a Salvini que se anticipa problemático. La Lega y el Movimento 5 Stelle sí sumarían una mayoría parlamentaria suficiente, y comparten al menos parcialmente posiciones restrictivas sobre la inmigración y críticas a la Unión Europea, pero ni Salvini quiere convertirse en el socio minoritario del pujante Movimiento 5 Stelle ni este, que congrega a electores de izquierda y derecha sociológica y que con la retirada de Grillo y el nuevo liderazgo del joven Luigi di Maio busca construirse un perfil más moderado y confiable, quiere tener como socio de gobierno a un partido que, aunque ha modulado su discurso en algunas cuestiones ― distinguiendo entre refugiados e inmigrantes económicos o anteponiendo una posible renegociación de los tratados europeos a la salida del euro ―, sigue vinculado a la «internacional de Coblenza» de las ultraderechas europeas y señala abiertamente a Donald Trump, Vladimir Putin, Viktor Orban o Marine Le Pen como sus referentes. La otra posibilidad numéricamente viable, un gobierno del Movimento 5 Stelle y el Partido Democrático, supondría para el primero una incómoda intimidad con la misma clase política tradicional a la que tanto ha criticado y para el segundo una no menos incómoda asunción de al menos una parte de las posiciones críticas del Movimento 5 Stelle hacia la Unión Europea. Ni una presidencia de la República sobradamente fogueada en setenta años de composición de mayorías y gobiernos imposibles parece capaz de resolver semejante laberinto de identidades y aspiraciones contrapuestas.

Parece, pues, que Italia se adentra en un impás de ingobernabilidad ―que podría pasar o no por la composición de algún gobierno en minoría, fragilísimo y fugaz―, que solo podrá desatascar una nueva llamada a urnas, cuyo clivaje central sería esta vez, en detrimento del resto de fuerzas políticas, la disputa por la mayoría absoluta parlamentaria entre las dos fuerzas de la derecha euroescéptica. Como viene sucediendo una y otra vez en todo el continente durante la última década ―con la feliz pero aislada excepción portuguesa―, la cerril negativa del centro-izquierda a distanciarse del neoliberalismo y cooperar con las fuerzas situadas a su izquierda bloquea toda posible alternativa a las políticas de austeridad y ensancha las expectativas del populismo reaccionario y la ultraderecha xenófoba, agravando la crisis del ya tambaleante proyecto europeo. Solo con un movimiento de enorme inteligencia y determinación, capaz de conciliar la defensa del europeísmo, la multiculturalidad y la solidaridad con la de los derechos sociales y la redistribución de la riqueza ― bien mediante un decidido giro a la izquierda del Partido Democrático, al estilo del nuevo Partido Laborista británico de Jeremy Corbyn, bien mediante su sustitución por una fuerza populista progresista con fuerte respaldo entre los movimientos sociales y el municipalismo, al estilo de Podemos ― , podría la izquierda italiana recuperar la iniciativa y jugar un papel relevante en el futuro del país y de Europa. Por desgracia, nada parece indicar que una u otra cosa estén hoy próximas a suceder.

 

Publicado originalmente en La Marea, 23/03/2018: www.lamarea.com/2018/03/23/elecciones-italianas-paisaje/

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.