¿Ciclo progresista? Depende cómo se defina este concepto desde las ciencias sociales en un contexto histórico. Si es en el sentido de repetición, de retorno, de vuelta al orden o de cualquier otra denominación, obviamente no existe ningún ciclo progresista o no, ya que la historia sólo se repite como farsa, en «réplica» de un […]
¿Ciclo progresista?
Depende cómo se defina este concepto desde las ciencias sociales en un contexto histórico. Si es en el sentido de repetición, de retorno, de vuelta al orden o de cualquier otra denominación, obviamente no existe ningún ciclo progresista o no, ya que la historia sólo se repite como farsa, en «réplica» de un proceso anterior, idéntico y genuino generalmente inmerso en contradicciones, continuidades, rupturas y tragedias. Pero si lo entendemos como un conjunto de fenómenos y procesos dialécticamente entrelazados que avanza en espiral sobre principios de afirmación, negación y síntesis entonces sí es posible asumir la existencia de ciclos históricos seculares latinoamericanos.
En breve, entonces, en la historia latinoamericana podemos identificar la sucesión de varios ciclos de esta naturaleza que comienzan con el oligárquico-terrateniente – precedido del colonial -; en seguida figura el populista al que le sucede el de las dictaduras militares y, por último, el democrático-neoliberal que predomina en la actualidad y que es fruto de múltiples y complejas causas entre las que figuran: la liquidación de la izquierda revolucionaria por la contrarrevolución, la represión del movimiento obrero, popular y sindical, así como la cooptación de una buena parte de la intelectualidad progresista y militante por las dictaduras. De esta manera una vez restituido el «orden» político-social a favor del imperialismo y las clases dominantes se precipitó el advenimiento de la democratización en el continente desde mediados de la década de los ochenta del siglo pasado y cuyo origen sitúa Agustín Cueva: retorno constitucional de Ecuador, en agosto de 1979 y de Nicaragua en el mismo año; de Perú, al siguiente año, para continuar con Bolivia en 1982 y, un año después, en Argentina. En 1985 le tocó el turno a Uruguay y Brasil; a Paraguay, en 1989 [1]; por último, a Chile en marzo de 1990 con la llegada al poder presidencial de Patricio Aylwin mediante elecciones.
De esta manera podemos decir que en América Latina las dictaduras militares se fueron desgastando y fracasaron para imponer una estabilidad política – sobre todo a la luz de la sistemática violación de los derechos humanos y de los crímenes de lesa humanidad perpetrados por los regímenes militares – que, por supuesto, estuviera acorde con los intereses norteamericanos para garantizar lo que más tarde la ideología neoliberal y norteamericana denominó «gobernabilidad». Así, se cierra el ciclo de las dictaduras militares y da comienzo el actual proceso de democratización que ocurre prácticamente en la mayor parte de los países latinoamericanos y que implica formalmente un retorno a la institucionalidad expresada en la restitución, para las naciones y el Estado, del juego liberal de los tres poderes constituyentes: legislativo, ejecutivo y judicial y que, grosso modo, opera de manera regular en nuestros países en el contorno de economías capitalistas dependientes y subdesarrolladas al influjo de procesos político-electorales generalmente controlados por los aparatos de poder del Estado. [2]
Se puede establecer, entonces, una correlación histórica entre estos procesos políticos y sus correspondientes procesos económicos que transcurren durante todo ese periodo. Es así como el ciclo de las dictaduras militares surge de la crisis de los populismos latinoamericanos que impulsaron la primera fase de la industrialización latinoamericana entre 1930 y 1950, se afianza con el golpe de Estado militar de 1964 en Brasil y los sucesivos golpes de estado en otros países y se consolida mediante el impulso de una segunda fase de industrialización más compleja que ocurre en países como Argentina, Brasil y México que se extiende hasta finales de la década de los setenta y principios de la de los ochenta del siglo anterior.
El primer proceso populista (1930-1945) estudiado por autores como Octavio Ianni o Ernesto Laclau impulsó la primera fase de la industrialización latinoamericana con los gobiernos de Lázaro Cárdenas en México (1934-1040), de Getulio Vargas (1930-1945) en Brasil, de Juan Domingo Perón (1946-1952) en Argentina y de Luis Batlle (1947-1951) en Uruguay marcando, de este modo, el agotamiento de la vieja economía exportadora que se había desarrollado desde mediados del siglo XIX prácticamente en todos los países con regímenes políticos oligárquico-terratenientes cimentados en patrones de acumulación y reproducción de capital de naturaleza extractivista y exportadora.
El ciclo de las dictaduras militares va a comprender la segunda fase de la industrialización compleja que sustituye básicamente medios de producción y bienes de consumo durable. Arranca desde los años cincuenta y tiene su mejor expresión en Brasil con el Plano de Metas (1956-1961) impulsado por el gobierno de Juscelino Kubitschek (1956-1961) con el lema: «lograr cincuenta años de progreso en cinco años de gobierno» y, posteriormente, con el «milagro brasileño» – que Maria da Conceição Tavares caracterizó de «revolución conservadora» – que ocurrió entre 1968 y 1973 y donde el PIB creció, en promedio, por encima del 10% anual suscitando la envidia de los organismos internacionales y de no pocas «burguesías» dependientes de la región durante el período.
El equivalente del Plano de Metas en México fue el Desarrollo Estabilizador (1954-1970) que impulsó el gobierno de Ruiz Cortines ( 1952-1958) y que continuó durante los dos siguientes gobiernos, el de Adolfo López Mateos (1958-1964) y de Gustavo Díaz Ordaz (1964-1970). También conocido como «milagro mexicano», este desarrollo generó un crecimiento económico promedio anual de 6,5%; estabilidad cambiaria, control de la inflación y crecimiento relativo de los salarios reales de los trabajadores al amparo de las luchas de éstos por elevarlos.
Si bien durante ese período México no experimentó formalmente una dictadura militar similar a las sudamericanas, de Centroamérica o andinas, sin embargo, se caracterizó – y se caracteriza aún – por ser un Estado profundamente autoritario y antidemocrático – incluso con rasgos fascistas – que tuvo su más alta expresión con la represión y la masacre del movimiento estudiantil-popular en 1968 perpetrada por el gobierno priista de Gustavo Díaz Ordaz y ahora por la ola represiva implementada por el gobierno en turno encabezado por el presidente Peña Nieto.
A pesar de las diferencias que encierran ambos procesos de desarrollo económico – desde el punto de vista metodológico – lo común a ambos (México y Brasil) es que discurren en las inmediaciones de un patrón de acumulación y reproducción de capital que denominamos de diversificación industrial para el mercado interno que, en el caso de México, entrará en crisis estructural a mediados de la década de los años sesenta del siglo pasado para agotarse finalmente en 1982 y dar paso al actual caracterizado por su especialización exportadora en las maquiladoras industriales comandado por las grandes y poderosas empresas trasnacionales, particularmente norteamericanas.
En Brasil dicho patrón se extendió hasta 1990 con el gobierno de José Sarney (1985-1990). Es durante los siguientes gobiernos – de Fernando Collor de Mello (1990-1992), Itamar Franco (1992-1994) y F.H. Cardoso (1995-2003) – cuando comienza a operar en el país un nuevo patrón de acumulación sustentado en las políticas neoliberales, pero que va a inclinarse hacia el neodesarrollismo en los dos siguientes gobiernos (el de Luiz Inácio Lula da Silva y de Dilma Rousseff). Sin embargo, su característica central, desde el punto de vista del patrón de reproducción de capital, radica en el desarrollo y dependencia de las actividades primarias y extractivistas hoy en franca desaceleración en el contorno de la crisis internacional.
Consideramos en términos generales que la última fase de la industrialización compleja entró en crisis y se agotó en América Latina a comienzos de los años ochenta y desde entonces comenzó a operar cada vez con mayor fuerza – y a generalizarse – un nuevo patrón de acumulación y reproducción de capital especializado en la producción de materias primas y alimentos para exportar al mercado mundial.
A esa transición coadyuvaron una serie de factores y procesos en el plano internacional entre los que destacan: la profunda crisis internacional del capitalismo que se desencadena desde 1974-1975 originando una larga depresión de la economía mundial [3] que, a nuestro juicio, perdura hasta la actualidad; el surgimiento en los países imperialistas – con particular énfasis en Inglaterra y Estados Unidos – de una corriente denominada neoliberal que se va a imponer progresivamente en el mundo sustentando con un enfoque ortodoxo y dogmático propio de la economía neoclásica que el desarrollo capitalista sólo se consigue mediante la «liberación» de las fuerzas del mercado, la desregulación económica y la privatización del sector público, así como con la apertura de las naciones al comercio mundial en lo que más tarde se difundirá entusiastamente con el pomposo slogan de la «globalización» y su relación con la financierización de la economía capitalista mundial.
Desde el punto de vista político-ideológico esta transición epocal tendrá su correlato conceptual en autores de la derecha conservadora norteamericana que van a captar agudamente estas mutaciones y cambios de la economía mundial y de las naciones en el curso de la década de los setenta del siglo pasado. Por su importancia e influencia internacional en los círculos ideológicos, intelectuales, políticos y académicos destaca la publicación de un libro que connotados intelectuales norteamericanos [4] elaboraron para la Comisión Trilateral de Estados Unidos – fundada por David Rockefeller y Zbigniew Brzezinski en 1973 – donde expresan, entre otros conceptos ideológicos, el de «gobernabilidad» – que relacionan con la «crisis de las democracias» de occidente – como un reflejo supuestamente de la incapacidad del gobierno para satisfacer las crecientes «demandas ciudadanas» en Estados Unidos, situación que podría provocar fuertes convulsiones sociales en ese país y en otros del mundo desarrollado y subdesarrollado.
Marini llama la atención críticamente acerca de esta idea de gobernabilidad y la relaciona directamente con la realidad de América Latina; al respecto nos dice:
«La preocupación norteamericana – que, por lo demás, trascendía a América Latina para extenderse a los mismos países avanzados – se traducía en la búsqueda de principios y mecanismos que proporcionaran gobernabilidad a las democracias, según la fórmula de uno de los ideólogos en boga, Samuel Huntington. En la versión que le dio el Departamento de Estado, el concepto de ‘democracia gobernable’ dio lugar a la consigna de ‘democracia viable’, entendida como un régimen de corte democrático-representativo tutelado por las Fuerzas Armadas. Observemos que ese modelo no constituía una verdadera ruptura con la doctrina de la contrainsurgencia, la cual establecía que, tras las fases de aniquilamiento del enemigo interno y de reconquista de bases sociales por las Fuerzas Armadas, debería seguirse una tercera fase, destinada a la reconstrucción democrática». [5]
En este punto de inflexión establecemos una íntima relación entre democracia restringida y neoliberalismo que corresponderá a ese nuevo patrón de acumulación que, en general, está vigente en nuestros días.
Recapitulando: al ciclo dictatorial – al que antecedió el oligárquico-terrateniente y el populista – le sucederá el democrático neoliberal con las condiciones señaladas anteriormente que ya dibuja tres oleadas desde mediados de la década de los ochenta.
La primera oleada – de la transición de las dictaduras a los gobiernos civiles- incluye gobiernos tan heterogéneos como el de Alan García, en Perú; el de Raúl Alfonsín, en Argentina; de Miguel De la Madrid, en México; de Julio María Sanguinetti, en Uruguay y José Sarney Costa, en Brasil.
La segunda oleada – finales de los ochenta y mitad de los noventa- incluye al presidente Carlos Andrés Pérez, de Venezuela; Carlos Saúl Menem, de Argentina; Paz Zamora, de Bolivia; Luis Alberto Lacalle, de Uruguay; Carlos Salinas de Gortari, de México y Collor de Mello, de Brasil.
La tercera oleada – desde la segunda mitad de la década de los noventa – incluye los gobiernos de Alberto Fujimori, en Perú; de Carlos Saúl Menem, en Argentina; de Ernesto Zedillo, en México; de Rafael Caldera, en Venezuela; de Gonzalo Sánchez de Lozada, en Bolivia y de Fernando Henrique Cardoso, en Brasil. [6]
Una cuarta oleada rupturista post-neoliberal que introducimos nosotros – y que en realidad debería ser la primera de la era progresista en América Latina – nos parece que surge de gobiernos como el de Hugo Chávez, en Venezuela (2 de febrero de 1999) y más tarde con el de Evo Morales y el MAS en Bolivia (diciembre de 2005) y de Rafael Correa ( 15 de enero de 2007 ) en Ecuador, particularmente, por el énfasis puesto en su carácter «centro-izquierdista» en el espectro político, pero que preferimos caracterizar simplemente como gobiernos progresistas, aunque en se desempeñen dentro del paradigma del capitalismo dependiente y subdesarrollado, con un despliegue de políticas desarrollistas de marcado carácter nacional y popular que los diferencia de los neoliberales y de la derecha ortodoxa y heterodoxa a la luz de su estrecha ligazón con movimientos indígenas, de campesinos, de trabajadores, estudiantiles e incluso de las clases medias. Sin embargo, no descartan hacer alianzas con las oligarquías y el capital nacional y extranjero y, aún, con las empresas trasnacionales, pero quizás con un mayor control del que resulta del dominio espacio temporal del paradigma neoliberal que deja el proceso económico al libre juego de las fuerzas del mercado reduciendo al Estado al desempeño de reducirse a ser un simple garante y custodio de esas políticas antipopulares y pro-imperialistas tan caras a nuestros pueblos y a las clases trabajadoras. En esta lógica obviamente se desempeñan gobiernos francamente neoliberales como el de México, de Perú, de Colombia y poco más matizados como el de Chile y de Paraguay.
En el contexto de la crisis capitalista mundial reciente (2008-2009) y de los intentos de redespliegue de la hegemonía norteamericana en América Latina con Bush hijo y Obama, en la actualidad compiten encarnizadamente las últimas dos fuerzas políticas, ideológicas y gubernamentales – como fiel expresión de la lucha de clases y de la conflictividad social en la región – a través de los canales preferenciales de la vía electoral, la cual se caracteriza por ser el «eje» privilegiado de la democracia burguesa por parte de los ideólogos oficiales, de la socialdemocracia, los partidos políticos y de la derecha. Pero esta no descarta, como está ocurriendo en Venezuela, Bolivia y Ecuador, la utilización de la violencia, el boicot y el uso masivo de los medios de comunicación con el objetivo expreso de desprestigiar a los gobiernos en turno legítimamente electos por la ciudadanía. Fuera de esta vía, se dice, cualquier otra movilización o alternativa es «inviable» y está condenada de antemano al «fracaso» o, finalmente, es víctima de la represión por parte del Estado que ejerce, así, una de sus funciones consubstanciales en tanto órgano representativo de los intereses generales de las clases dominantes como ha ocurrido recientemente en múltiples ocasiones en Brasil.
En un interesante libro originalmente publicado en México inscrito en la teoría marxista de la dependencia y reeditado por la Universidad de Santa Catarina en Brasil [7] en su Prefacio a la edición brasileña, Vania Bambirra formula la siguiente pregunta: ¿por qué la ruptura de la dependencia estructural no es parte de la orden del día de los gobiernos progresistas latinoamericanos? Obviamente que está pensando en los gobiernos de Venezuela, Bolivia y Ecuador pero también en el de Brasil. Y nos invita a reflexionar profundamente sobre ese tema esencial para el cambio social y el futuro de los pueblos de América Latina. Aclara que el camino al socialismo por la vía pacífica prácticamente en todo el mundo es una posibilidad muy remota y casi excepcional. Sin embargo, y sin dar un veredicto final al respecto, nos comenta en ese prefacio que el fenómeno de la emergencia de los gobiernos progresistas en América Latina ocurrió en un contexto de crisis que ella considera como una crisis terminal del sistema que puede conducir a una transición más o menos pacífica, aclara, sin guerra civil o insurrección general. Obviamente que la autora está pensando principalmente en los casos de Bolivia y Venezuela que intentan interferir en la política para acelerar el gran motor de la historia de la transformación y del cambio social rumbo al socialismo, aunque este último concepto tiene que ser profundamente discutido para definir su significado.
Ciertamente que la teoría de la dependencia, en la vertiente de Marini, ponderó la lucha social y el cambio mediante procesos revolucionarios conducidos por sus respectivas vanguardias [8], entendiendo, sin embargo, que no todo proceso revolucionario conlleva indefectiblemente una salida militar, aunque pueda en algún momento pasar por lo militar, como pueden ser hoy los casos de Colombia, inmersa en un proceso de negociaciones con el gobierno tendientes a firmar la paz con las FARC-EP; o de Venezuela que, si bien conquistó el poder político mediante elecciones por las fuerzas bolivarianas conducidas por el comandante Hugo Chávez Frías , no ha estado exenta, como ocurre en la actualidad, de la violencia por parte de la derecha organizada como muestran dos fallidos intentos de golpe de Estado (11 de abril de 2002 y 12 de febrero de 2015) que fueron efectivamente conjurados por el gobierno bolivariano encabezado por el presidente Nicolás Maduro en contra de la derecha doméstica e internacional articulada con los gobiernos de Estados Unidos, de España y con los paramilitares colombianos.
En Venezuela no está dada, de ninguna manera, la salida al Socialismo del Siglo XXI. [9] Estamos viendo las enormes dificultades por las que atraviesa actualmente el proyecto bolivariano y su gobierno que, en un contexto de intensa lucha de clases, la derecha maltrecha, como la llama el presidente Maduro, y las clases dominantes opuestas a dicho proyecto no vacilan, en ningún momento, en utilizar la violencia – por ejemplo a través de las famosas guarimbas (disturbios callejeros, vandalismo y bloqueos de calles y avenidas) – y la fuerza en todos los sentidos y echando mano de todos los medios a su alcance para derrotar al gobierno constitucional de Nicolás Maduro y reestablecer y defender sus intereses con el apoyo norteamericano. Y lo mismo está ocurriendo en Ecuador donde la embestida de la derecha se empeña en desprestigiar para derrocar al gobierno de la Revolución Ciudadana a través de lo que Rafael Correa denomina «golpe suave» con el pretexto de la propuesta oficial de la ley de herencias y plusvalías que afecta los intereses de la poderosa oligarquía enriquecida del país que representa menos del 2% de la población.
No hay que perder de vista que está en pleno desarrollo una embestida brutal articulada de la derecha y la ultraderecha latinoamericana contra todos los gobiernos considerados progresistas, de contenido y vocación social comprometidos con proyectos, por lo pronto, alternativos al neoliberalismo. Así, la solución pacífica o violenta no es un asunto resuelto ni por el gobierno ni por el pueblo venezolano o por los otros gobiernos: va a depender de la correlación de fuerzas y del desarrollo futuro de los acontecimientos en esos países, a nivel de la región y – cada vez más intrincado – en el internacional.
A mi parecer el ciclo de los gobiernos progresistas en América Latina no está agotado, ni mucho menos, sino que permanece en una suerte de encrucijada. En primer lugar debido al hecho de mantener el statu quo caracterizado por la crisis económica, los embates inflacionarios y de las monedas locales, los constantes asedios de la derecha contra el gobierno y la sociedad civil, la insuficiencia de alimentos por diversas causas, los problemas fronterizos como el que existe actualmente entre Colombia y Venezuela y la disputa territorial de ésta con el gobierno de Guayana por la posesión del territorio del Esequibo cuya soberanía reclama el gobierno bolivariano en base al Acuerdo de Ginebra del 17 de febrero de 1966.
En segundo lugar, considero que al no radicalizar los procesos revolucionarios en curso tal vez en la dirección del llamado socialismo del siglo XXI – o de cualquier otra fórmula que esencialmente supere dicho estado de cosas – y no se auspicie un salto cualitativo para construir una nueva economía y sociedad cimentadas en la socialización de la propiedad privada de los medios de producción, en la abolición de las relaciones de explotación entre el trabajo y el capital y en el establecimiento de auténticas relaciones cooperativas y solidarias entre las personas, se mantiene y reproduce un permanente estado de tensión que pone en jaque la vigencia de los llamados gobiernos progresistas que al mismo tiempo reanima y reproduce constantemente los procesos contrarrevolucionarios comandados por las derechas de esos países y del continente articuladas con el imperialismo internacional interesado en reimponer su dominación en el conjunto de la región.
En suma a nuestro juicio, la cuarta fase del proceso de democratización que hemos identificado como rupturista post-neoliberal – o primera de los gobiernos progresistas- respecto de las democracias restringidas y gobernables, dependerá del curso de los acontecimientos latinoamericanos e internacionales en el futuro mediato e inmediato, así como de las luchas internas de clases en esos países. Pero también podría constituir el preludio de una transición hacia un nuevo ciclo histórico que marque un avance sustancial de esos países y sociedades hacia la implementación de verdaderos procesos alternativos de construcción del socialismo latinoamericano del siglo XXI.
Notas
Adrián Sotelo Valencia es Sociólogo y profesor-investigador del Centro de Estudios Latinoamericanos (CELA) de la FCPyS-UNAM.
[1] Agustín Cueva, «Posfacio: los años ochenta: una crisis de alta intensidad», en: Entre la ira y la esperanza, CLACSO-Siglo del Hombre Editores, Bogotá, 2008, pp.141-142.
[2] Véase: James Petras y Morris Morley, «Los ciclos políticos neoliberales: América Latina se «ajusta» a la pobreza y a la riqueza en la era de los mercados libres», en: Globaloney, Coedición Revista Herramienta-Editorial Antídoto, Buenos Aires, 2000, pp. 215-246.
[3] Cf. Ernest Mandel, El capitalismo tardío, ERA México, 1979.
[4] Crozier, Michael, Huntington, Samuel y Watanuki Joji (1975), The crisis of democracy. Report on the gobernability of democracies to the Trilateral Commission. New York, New York University Press.
[5] Ruy Mauro Marini, «La lucha por la democracia en América Latina», Cuadernos Políticos número 44, Ediciones Era, México, julio-diciembre de 1985, pp. 3-11. Disponible en: http://www.marini-escritos.unam.mx/018_democracia_es.htm .
[6] Cf. James Petras y Morley Morris, «Los ciclos políticos neoliberales», en James Petras, La izquierda contraataca. Conflicto de clases en América Latina y en la era del neoliberalismo, Ediciones AKAL, Madrid, 2000, pp. 162-187.
[7] Felizmente la Universidad Federal de Santa Catarina, en Brasil, reeditó este libro: O capitalismo dependente latino-americano, IELA-Editora Insular, 2013 para su difusión en portugués para el público brasileño.
[8] Véase: Ruy Mauro Marini, Subdesarrollo y revolución, Siglo XXI, México, 1985, 12ª ed.
[9] Para el tema del Socialismo del Siglo XXI, véase: Hugo Chávez Frías, El socialismo del siglo XXI, Cuadernos para el Debate, enero de 2011, disponible en: https://www.google.com.mx/#q=ch%C3%A1vez+y+el+socialismo+del+sigglo+XXI.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.