Una pareja pasea por el centro de Sunderland, la ciudad industrial en el noreste de Inglaterra cuyo claro voto a favor del Brexit (61%) hizo intuir en la noche del referéndum que el recuento final no sería el esperado. El hombre tiene rasgos ingleses, mientras que los de ella, que empuja un carrito de bebé, […]
Una pareja pasea por el centro de Sunderland, la ciudad industrial en el noreste de Inglaterra cuyo claro voto a favor del Brexit (61%) hizo intuir en la noche del referéndum que el recuento final no sería el esperado. El hombre tiene rasgos ingleses, mientras que los de ella, que empuja un carrito de bebé, son asiáticos. Preguntado por la periodista Helen Pidd, el hombre afirma haber votado por la salida de la UE. No reclama una posición ideológica, sino que se define ajeno al funcionamiento del sistema («no soy político… sólo he trabajado, currado toda mi vida»). Intuyendo la pregunta de la periodista, explica que su mujer es filipina y que en el carrito va la hija de ambos: «entiéndame, no se trata de expulsar a todo el mundo… sino de tener el control».
Control: esa palabra de raíz burocrática, aunque de connotaciones oscuras, se convirtió en el concepto clave de la campaña por el Brexit. Frente a los blandísimos lemas que apoyaban la permanencia («Mejor dentro», «Más fuertes en Europa»), construidos desde una estrategia defensiva que entendía a la UE como mal menor, los partidarios del Brexit supieron responder a la angustia del electorado con un proyecto común: «Recuperemos el control» (Let’s take back control). En su apariencia neutral y mecánica, la idea de «control» era poderosamente transversal porque permitía traducir una amplia gama de peticiones -desde la gestión de fronteras hasta la soberanía económica y judicial-, a la vez que privilegiaba el componente democrático sobre el ideológico: en una época en que la ciudadanía siente que las decisiones se toman desde centros cada vez más distantes, «recuperar el control» implicaba, entre otras cosas, una promesa de refundar el vínculo entre representantes y representados.
La potencia del reto abierto durante la campaña ha marcado los meses posteriores al referéndum, aunque probablemente no en la forma esperada por los votantes. Como ha analizado Javier López Alós en esta misma serie, el UKIP -único partido plenamente a favor del Brexit– parece haberse condenado -de manera hasta cierto punto previsible- por su propio éxito; al mismo tiempo, sin embargo, ha forzado el desplazamiento de los tories, que han asumido la estrategia del UKIP precisamente para monopolizar la construcción populista surgida durante la campaña. No es casualidad que la primera ministra, Theresa May -defensora de la permanencia, aunque con un perfil apropiado para la tarea por su aspereza como antigua ministra de Interior-, esté fundamentando su discurso en conceptos que postulan un regreso a la unidad nacional frente a la presunta dispersión contemporánea: desde su defensa de «un país que funcione para todos» hasta su reciente reivindicación de la «sociedad compartida», pasando por su rechazo a quienes se sienten «ciudadanos del mundo» (crítica que, por otra parte, no deja de traer resonancias irónicas del «cosmopolitismo» soviético).
Por qué el Brexit no fue de izquierdas
La segunda paradoja del referéndum afecta al futuro de la izquierda. Si los conservadores, es decir, el partido más afín a las élites, se han apropiado del resentimiento que los de abajo dirigen a las propias élites, ¿qué margen de maniobra le queda a una plataforma progresista? En buena medida, la campaña del referéndum acentuó las contradicciones de la izquierda inglesa hasta hacer inviable cualquier postura común. A la vez que activistas como Tariq Ali, Kevin Ovenden o J.D. Taylor reivindicaban la ruptura con la UE -entendida como construcción neoliberal que frenaría cualquier proceso de cambio radical, según había probado el ejemplo de Syriza-, el Partido Laborista ofrecía una gama de propuestas que revelaba sus desajustes internos: mientras el grueso del grupo parlamentario iba a remolque del establishment conservador en su empecinada defensa sin matices de la UE, muchos representantes de regiones industriales se alineaban con el Brexit; al mismo tiempo, algunos asesores de Corbyn, como Paul Mason, planteaban una permanencia condicionada que respondiese a las inquietudes económicas reveladas por la inmigración en las zonas más golpeadas por la austeridad tory. Corbyn, por su parte, recorría el país apoyando la permanencia con tanta lealtad como falta de convicción; el Jeremy Corbyn que ha hecho del laborismo el partido con más afiliados de Europa Occidental gracias a la ilusión de jóvenes y desencantados estaba ausente de sus actos de campaña, donde primaban el miedo y la insistencia en los riesgos que la salida de la UE tendría para los derechos sociales. La prensa quiso ver en esta tibieza una maniobra de Corbyn, que apoyó la salida de la CEE en el referéndum de 1975 junto a su mentor, Tony Benn, figura central de la izquierda laborista que veía en el proyecto europeo una amenaza a la soberanía política y económica del Reino Unido. Aunque no cabe descartar cierta tensión entre las convicciones pasadas y las responsabilidades presentes de Corbyn, sería injusto negar que la idea de una permanencia condicionada habría requerido una presión a largo plazo sobre el Gobierno de Cameron que el líder laborista, enfrentado a su propio grupo parlamentario, no podía ejercer.
Tras el referéndum, en suma, el campo político inglés parece reconfigurarse en una dirección poco favorable a la izquierda. Pese a todo, las condiciones socioeconómicas del Reino Unido -altas tasas de endeudamiento, el déficit de la balanza de pagos más alto de su historia, un prolongado proceso de austeridad que está ahogando a ayuntamientos y municipios– permiten intuir que la crisis seguirá abierta. En este contexto, el laborismo debe encontrar un proyecto donde se unan tanto los votantes de clase obrera captados por el UKIP como las clases medias que empiezan a sentir las consecuencias de los recortes. En un país donde el adjetivo «socialista» aún se sigue empleando como una acusación, Corbyn parece decidido a desplazar su foco desde los valores hacia las causas, centrándose en conflictos que iluminen las contradicciones del sistema más allá del eje izquierda-derecha, como la desastrosa privatización de los ferrocarriles o la inquietante situación de la sanidad pública, cuya falta de financiación ha sido calificada de «crisis humanitaria» por la Cruz Roja. Al recuperar símbolos de aquello que en el Reino Unido se denomina el «consenso de postguerra» -las décadas que cimentaron el estado de bienestar-, Corbyn podría oponer a la identidad inglesa postimperial de los tories un proyecto de unidad nacional progresista.
La disputa por el laborismo
Por otro lado, si bien es indudable que el laborismo ha quedado fracturado por el referéndum, el giro antieuropeo de las regiones laboristas puede liberar a Corbyn -en tanto que internacionalista euroescéptico- del núcleo blairista de su partido, aunque para ello deba hacer frente a un tema tan espinoso como la inmigración. Precisamente esta semana ha planteado sus primeras propuestas al respecto, que parecen buscar el difícil equilibrio defendido por Paul Mason durante el referéndum: responder a las inquietudes del electorado sin culpabilizar a los migrantes. En este sentido, Corbyn estaría planteándose una defensa extrema de la igualdad de derechos laborales que impida a las empresas usar los salarios y las ambigüedades legislativas como herramienta de enfrentamiento entre británicos y extranjeros; una actitud proteccionista que parecería unir a Corbyn con la nueva derecha occidental, pero que entronca una vez más con la identidad laborista de postguerra, como afirmó durante la campaña el histórico Dennis Skinner (antiguo minero, presidente del partido a finales de los 80 y partidario del Brexit).
Pese a su potencial, esta reorientación identitaria del corbynismo tendría un alcance limitado sin el dominio de las estructuras del partido y una presencia mediática continuada. Ahí tendrá un rol central Momentum, la plataforma de activistas creada en 2015 para apoyar a Corbyn: surgida como una interesante alianza entre las organizaciones clásicas de movilización laborista -los sindicatos- y el precariado urbano de clase media, Momentum demostró su fuerza dentro del partido al lograr la contundente reelección de Corbyn en el verano de 2016 pese al rechazo casi unánime del grupo parlamentario. Sus planes de futuro -como la implantación de primarias abiertas para cada una de las circunscripciones británicas y el desarrollo de una aplicación digital que agrupe a la mayoría de medios informativos progresistas- son ambiciosos, aunque no tanto como el reto de Corbyn: disputarle el poder al «extremo centro» neoliberal que ha dominado el Reino Unido durante décadas y reorientar la interpretación nacional de la crisis en una dirección progresista.
Fuente original: http://ctxt.es/es/20170111/Politica/10496/brexit-corbyn-ukip-reino-unido-europa-laboristas.htm