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Estas son otras crisis: políticas de la muerte y las aperturas a otra política

Fuentes: Rebelión

Lo que tradicionalmente se califica como “la política” está inmersa en múltiples crisis. En sus dimensiones sociales, se puede recordar como ejemplo que América Latina sigue siendo la región más violenta del mundo tanto en el número total de homicidios como en su proporción respecto a la población.

Brasil, Colombia, México y Jamaica están entre los países que más sufren esa situación. En el terreno ambiental, desde hace décadas se repiten las alertas sobre la deforestación, pérdida de biodiversidad y la contaminación.

La pandemia por coronavirus dejó más en claro las dramáticas circunstancias que se viven, ya que al menos 1,5 millones de personas murieron, mientras se aplicaban todo tipo de cuarentenas, controles y castigos. Por una razón o por otra, podría decirse que en muchos sitios, esos ejemplos de muerte o destrucción recuerdan a los de una guerra.

Sin embargo, los sistemas políticos no logran resolver esas problemáticas. Se suman las denuncias sobre asesinatos o contaminaciones, pero raramente tienen consecuencias políticas en la renuncia de un ministro. El manejo de la pandemia fue terrible en casi todos los países, pero no se instaló un debate político que llevara a imponer una reforma del sector salud para que eso no se repitiera.

No puede olvidarse que en el pasado se vivieron en América Latina dramas como estos. Recordemos por un momento las dictaduras militares del siglo XX, y que en el caso de Argentina, finalmente desembocó en un rechazo e indignación que ganó las calles, desembocando en la caída de los generales. Le siguió el horror ante los crímenes, las tortugas y las desapariciones, y en ese contexto es que se publicó el reporte “Nunca más” (elaborado por la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas). En sus páginas se advierte que el país padeció de su “más grande tragedia” en la cual los principios de los derechos humanos fueron pisoteados y desconocidos.

Ese recordatorio sirve para plantear una inevitable cuestión: ¿por qué no ocurre algo similar en la actualidad? ¿Por qué no se suceden demandas por un “nunca más”, por ejemplo antes los asesinados, ante los que duermen en las calles o no consiguen alimentarse, o frente a la destrucción ambiental. Todos esos problemas son nuestras tragedias actuales y en todos ellos se pisotean derechos.

Ante esos cuestionamientos se responde señalan la ineficiencia en los gobiernos, su subordinación a intereses económicos o la corrupción. A la vez, se cuestiona a los líderes y partidos políticos porque si bien prometen cambios y soluciones, en los hechos los problemas se repiten, y poco a poco se agravan. Todo esto, a su vez, desemboca en lo que se describe como el desencanto con la política, y que no ha dejado de profundizarse. La mayor parte de los latinoamericanos confían mucho más en su iglesia, en los militares e incluso en empresas, antes que en los actores políticos. Solamente un 27% de los encuestados dicen confiar en el propio gobierno, y apenas 13 % en los partidos políticos (1).

Sabemos que la política contemporánea, heredera de tradiciones eurocéntricas, se construyó invocando la razón, la libertad, el bienestar y la paz. También es conocido que estuvo plagada de contradicciones, donde la política también creó mecanismos de control y disciplinamiento, amparó el colonialismo y el racismo, consolidó la desigualdad y la pobreza, legitimó la opresión y los totalitarismos.

Pero esas caídas desencadenaban reacciones tanto dentro de la política como en la ciudadanía. Se disparaban protestas contra las violaciones de los derechos, se enfrentaba el colonialismo y el racismo, ocurrían movilizaciones por la democracia o en defensa de los trabajadores, y así sucesivamente. Eran reacciones ante situaciones que se consideraban intolerables o indignantes, eran respuestas alimentadas por el horror, como las que explican aquellos “nunca más”.

Esa dinámica de avances y retrocesos, con todas sus contradicciones, se está alterando. Lo que algunos calificaban como correcciones propias de la biopolítica, citando a M. Foucault (2), ahora son más esporádicas y menos potentes, y prevalece la aceptación y la resignación. Son tantas las denuncias sobre incumplimientos de derechos, que dejan de llamar la atención; se convive con violencias tan agudas que muchos sectores ciudadanos las naturalizan. La pandemia acentuó esta situación al tolerar muertes y controles como nunca antes.

Se está cruzando un umbral que desemboca en la necropolítica. Este término, acuñado por el camerunés Achille Mbembe, puede ser ajustado y redefinido a la situación actual para describir una política que deja morir a las personas y a la Naturaleza aunque mantiene vivas a las economías. No es un sinónimo de acciones violentas específicas, pero si es funcional a ellas, y genera las condiciones para su aceptación y su reproducción (3).

El gobierno de Jair Bolsonaro en Brasil fue un ejemplo de la deriva hacia la necropolítica, por sus posturas racistas, machistas y violentistas. Su gestión es responsable directa de la ola de muertes por Covid, de crímenes en ciudades, del genocidio de pueblos indígenas y de la depredación ecológica. Deisy Ventura, profesora en la Universidad deSão Paulo, sostiene que las acciones del gobierno fueron actos intencionales deshumanizados, donde los intereses económicos justificaban la “muerte masiva de los más frágiles”.

Lo que es intolerable, como las muertes masivas, especialmente de pobres e indígenas, fue justificado y tolerado por amplios sectores ciudadanos. Los bolsonaristas no escondían sus extremismos, y allí donde había una legitimación, ésta no se basaba en la moral sino en la economía y el mercado. Ventura concluye con un lapidario juicio: Brasil es un “país humillado por haber tolerado lo intolerable” (4). Pero a pesar de todo eso, Bolsonaro mantuvo un enorme apoyo ciudadano (logró más de 58 millones de votos, frente a poco más de 60 millones para la coalición de Lula da Silva en 2022).

Actualmente en Perú ocurre algo similar, ya que permanece un gobierno a pesar de las decenas de muertos y más de mil heridos en las represiones, y repetidas movilizaciones de distintos sectores ciudadanos. Sea en este país como en otros, estamos ante situaciones muchas personas dejan de ser ciudadanos, e incluso quedan despojadas de su humanidad, para ser inferiorizados, marginalizados o excluidos.

Bajo la necropolítica numerosos sectores ciudadanos quedan atrapados en entender que para ellos no hay alternativas mejores o más correctas, hundiéndose en la indiferencia o la omisión. No es que las mayorías repentinamente se volvieron insensibles, pongamos por caso, con el genocidio de los pueblos amazónicos o con las matanzas, sino que se les han arrebatado sus agencias morales. Las urgencias están en sobrevivir, no encuentran hacia donde escapar, no pueden sopesar las consecuencias de sus acciones y tampoco encuentran algo distinto para elegir. Lo que era inmoral, intolerable e incluso horrible, unas veces es aceptado, y otras tolerado, o ni siquiera pueden hacer una evaluación moral, porque se consumen en ese sobrevivir. Estas son las condiciones de la necropolítica.

La diseminación de la necropolítica en buena medida pasa desapercibida ya que se interpretan estas crisis como expresión de posiciones conservadoras, neoliberales o fascistas, o bien se entiende que problemas como la violencia, serían muy viejos y no habría nada esencialmente nuevo. Pero es imperioso reconocerla porque es sustancialmente diferente. Tampoco es un vacío político ni una anti-política, sino que activamente produce relatos que anulan los sentimientos de indignación, combate las resistencias ciudadanas focalizadas y legitima prioridades económicas. Continuamente se justifica la muerte de personas o la desaparición de ecosistemas.

La necropolítica resulta del agotamiento de los mecanismos que la política moderna tiene para operar contra la muerte, y a la vez, en una incapacidad para avergonzarse por ese fracaso. No sólo eso, sino que como esa misma modernidad contiene los factores que llevan a esta situación de destrucción y violencia, no brinda las opciones para una verdadera reversión. Como la modernidad asume el mundo, por ejemplo, en dualidades y jerarquías, más tarde o más temprano se desemboca en la explotación, exclusión y dominación. Al mismo tiempo, como también sostiene que no hay alternativas posibles a ella misma, las opciones de cambio que la trascienden no son imaginadas ni concebidas.

Esto hace que las alternativas deben buscarse más allá de la modernidad o en sus márgenes. Es necesaria una política concebida, sentida y practicada en otros mundos. El primer paso en esta tarea consiste en aceptar esta posibilidad, lo que no es sencillo porque la modernidad lo bloquea continuamente. Ese cambio de postura corresponde a lo que ha sido denominado como aperturas a otras ontologías (5), y felizmente disponemos de varios ejemplos.

Algunos están en la academia del norte (como los aportes de Isabelle Stengers o Bruno Latour), otros se basan en experiencias latinoamericanas (como los del brasileño Eduardo Viveiros de Castro o de la peruana Marisol de la Cadena). Algunos son de hace décadas atrás, y no han recibido la atención que merecían (como el Proyecto Andino de Tecnologías Campesinas –PRATEC en las sierras de Perú, o las exploraciones del argentino Rodolfo Kusch). Pero también están los que alcanzaron gran difusión y accionaron sobre los debates políticos, como sucedió con las primeras versiones del Buen Vivir en la región andina.

Esas aperturas son además urgentes, porque ya no hay tiempo para seguir intentando ajustes y rectificaciones dentro de la modernidad. El descalabro ecológico es de una escala e intensidad enorme, y cada año que se mantienen las conocidas crisis, se vuelve más difícil revertirlas y aumentan las restricciones que imponemos sobre las generaciones futuras.

Este breve recorrido permite fundamentar una invitación para sumarse a la tarea de poner en evidencia que la necropolítica está entre nosotros. No es una nueva crisis ni un mayor deterioro, sino que están cambiando los modos por los cuales se reproduce la política, sus bases de legitimación, y sus sustentos morales. Eso explica la resignación, la indiferencia y la aceptación ante la muerte se difunde más y más. Es indispensable dejar en evidencia estos cambios para comenzar a detenerlos. Es también una invitación para promover aperturas a otras ontologías desde un compromiso con asegurar la vida. Es abrirse a pensar, imaginar o ensayar una “otra política” encaminada hacia mundos políticos organizados de otros modos, con otros participantes y otros devenires. Son propósitos impulsados por un sentido de urgencia, ya que no hay mucho más tiempo disponible, porque hoy, ya estamos sumidos en crisis que son muy distintas.

Notas

1. Informe 2021. Adiós a Macondo. Latinobarómetro, Santiago, 2021.

2. Nacimiento de la biopolítica. Curso en el Collège de France (1978-1979), M. Foucault. Fondo Cultura Económica, Buenos Aires, 2021.

3. Necropolítica: la política del dejar morir en tiempos de pandemia, E. Gudynas. Palabra Salvaje 2: 100-123, 2021.

4. “O Brasil é hoje um país humilhado por ter tolerado o intolerável”. Entrevista a Deisy Ventura, J. V. Santos, Instituto Humanitas, Unisinos, 26 enero 2023

5. The politics of modern politics meets ethnograhies of excess through ontological openings, M. de la Cadena. Filedsights – Theorizing the contemporary, Cultural Anthropology Online, 13 enero 2014

El presente artículo es una versión abreviada de un ensayo más largo que inaugura la serie Cuestiones y Disputas en Otra Política. Se puede acceder (y subscribirse) desde https://otrapolitica.substack.com

Eduardo Gudynas es analista en el Centro Latino Americano de Ecología Social (CLAES). En redes sociales (twtitter, instagram & mastodon): @EGudynas.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.