Recomiendo:
0

La integración europea es todavía un sueño muy lejano

Europa, bla, bla, bla

Fuentes: El Salmón Contracorriente

¿Quién manda en la Unión Europea tanto dentro como fuera de sus fronteras? En medio de la zozobra general, la desorientación no puede ser mayor. La Comisión Europea, a pesar de sus competencias de representatividad, nunca ha tomado demasiado protagonismo fuera de la Unión. El «déficit democrático» ha sido una acusación permanente desde la configuración inicial de las instituciones europeas.

Henry Kissinger, a la sazón secretario de Estado de los EE.UU. preguntaba allá por los años setenta por el teléfono de la Unión Europea, y nadie pudo dárselo. La razón era obvia, la Comisión no representa políticamente a Europa, y la política exterior balbuceaba como hoy entre los buenos propósitos y la carencia de medios que puedan hacerla posible. Pues bien, hoy la pregunta sigue siendo válida ¿quién manda en la Unión Europea? ¿Quién puede ser considerado el representante de la Unión frente al mundo? ¿Y dentro de la Unión? En medio de la zozobra general, la desorientación no puede ser mayor.

La Comisión Europea, a pesar de sus competencias de representatividad, nunca ha tomado demasiado protagonismo fuera de la Unión, e internamente el hecho de que las decisiones hayan quedado progresivamente oscurecidas por el Consejo Europeo (formado por los jefes de Gobierno) ha reducido la valoración de su papel a poco más que a una secretaría de la Unión. Y esto ha sido así a pesar de los avances institucionales registrados en el Tratado de la Unión que se han visto debilitados por el creciente protagonismo de los Gobiernos nacionales. Por otro lado, dentro de la unión monetaria se ha reforzado el papel del Eurogrupo y de su presidente, lo que ha incrementado el peso intergubernamental frente a la supranacionalidad de la Comisión que podría compensar la independencia del Banco Central Europeo.

El resultado no es otro que el reforzamiento del papel y de las responsabilidades de los gobiernos nacionales frente a la Comisión, justamente cuando el Parlamento Europeo ha ganado protagonismo como legislador comunitario. De tal forma que si el «déficit democrático» ha sido una acusación permanente desde la configuración inicial de las instituciones europeas, a medida que los controles democráticos se han reforzado se ha debilitado el papel de las instituciones comunes, potencialmente controladas por el parlamento común. Así se puede entender que cada día se hable menos de la Unión Europea y más de algunos de sus miembros sea Reino Unido (que se debería ir), Alemania (que quiere mandar) o Grecia (que no saben cómo echar).

La crisis ha deparado sorpresas también en este terreno. El Banco Central Europeo es una institución comunitaria muy especial, como queda de manifiesto en el propio Tratado de la Unión en el que simplemente se nombra sin exponer ni composición ni funciones detalladas salvo sus limitaciones en la financiación directa a los gobiernos. Y es que se trata de una organismo internacional de bancos centrales, regulado por sus propias reglas si bien dentro del orden fijado por el Tratado de la Unión. El hecho de que en sus decisiones de más transcendencia cada uno de los representantes de los países miembros del Banco Central tenga reconocido un voto, con independencia de su importancia económica o monetaria, otorga un carácter democrático a la institución muy superior al Consejo de la Unión donde los votos de los ministros están ponderados. No debe sorprender, por tanto, que ya que dentro de la casa todos son iguales en derechos se acuda a las presiones desde fuera para crear opinión y orientar las decisiones internas.

En definitiva, se puede sostener que la Unión Europea lejos de avanzar hacia una institucionalidad fuerte ha ido dando pasos en dirección contraria, reforzando la capacidad de influencia de los gobiernos nacionales frente a las instituciones más estrictamente comunes que, así, quedan debilitadas.

¿Cómo ha sido posible esta evolución? Aunque el proceso viene de lejos (unificación de Alemania, ampliación hacia el Este, excepciones en acuerdos sociales o monetarios) se acude a la crisis para explicar e incluso justificar este proceso. Habría sido la incapacidad para hacer un diagnóstico anticipador y certero de los problemas por parte de la Comisión lo que habría abierto las puertas a la aceptación de las iniciativas de los gobiernos nacionales con economías más saneadas y políticos más audaces y dispuestos a tomar las riendas de la situación. Y, evidentemente, el principio democrático nacional (responder ante sus ciudadanos) se impuso al principio comunitario de fomentar la cohesión económica, social y territorial y la solidaridad entre los Estados miembros (art. 3 del Tratado de la Unión Europea).

En otros términos y por concretar: ha sido la incapacidad de acordar colectivamente en el seno del Consejo de la Unión y la escasa iniciativa de la Comisión Europea, lo que ha facilitado la centralidad alemana.

También ha ayudado la falta de armonización de aspectos de las constituciones nacionales que facilitan u obstaculizan la aplicación de las decisiones. Así, mientras que los españoles asistimos a una reforma exprés de nuestra Constitución – en aras de la coherencia con otras constituciones y el respeto a los compromisos adquiridos, se dijo- vemos cómo Alemania – su gobierno, su Tribunal Constitucional e incluso particulares- solicita aclaraciones de conformidad de las decisiones comunitarias y del BCE antes posibles políticas comunes que consideran pueden ir en contra de su propio ordenamiento, poniendo de relieve otra asimetría en la Unión Europea: la desigual protección de las constituciones nacionales ante el proceso de integración.

¿Qué cabe hacer? Seguramente el momento no es el más propicio para abordar cambios institucionales y en el funcionamiento de la Unión Europa -en este sentido, la contumaz negativa a ampliar el presupuesto de la Unión no es sino un extraordinario ejemplo del debilitamiento del proceso de integración- pero si de reclamar el respeto al conjunto de los compromisos incorporados a los tratados: desde la visión colectiva de los problemas, al respeto a las decisiones nacionales, por ejemplo en materia fiscal o en política social, sobre las que son precisas decisiones unánimes, y ante cualquier decisión que pueda tomar un Parlamento nacional que no choque con las disposiciones de los tratados. De otra forma, la deslealtad al proceso de integración europea -no confundir con los mercados- acabará con el sueño de millones de personas de hoy y de un ayer no muy lejano.

Fuente: http://elsalmoncontracorriente.es/?Europa-bla-bla-bla